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Hitler tenía motivos aún más graves e inmediatos para haber ordenado el incendio. Notaba cada día con mayor claridad cómo Hindenburg comenzaba a sentir vértigo ante el rosario de decretos que le presentaba su canciller. Y, sin embargo, sabía que no podía pararse en la carrera o cualquier día sería arrojado del poder como les había ocurrido a sus antecesores. Debía afianzarse más, arrebatándole prerrogativas a la Constitución y preparando unas elecciones cuyo resultado favorable hiciera invulnerable su posición; para ello el principal enemigo a batir era el Partido Comunista. Necesitaba un golpe de efecto, algo que pusiera nuevamente al presidente de su lado. Por eso no era casualidad que la noche del incendio Hindenburg hubiera sido invitado a cenar al Herrenklub y tampoco era improvisado que la mañana del 28 de febrero Hitler se presentase ante el presidente con argumentos apabullantes:

«Los enemigos del Estado han tenido ya buena muestra de nuestra eficacia y de nuestra decisión. Tenemos ya al autor del incendio, a sus cómplices y a más de un millar de responsables de la conspiración comunista. Les hemos confiscado unos tres mil quintales de materiales explosivos. Su plan de anoche era comenzar por el Reichstag para seguir por la Presidencia, la Cancillería y demás ministerios […] Sólo la acción rápida y enérgica de Goering logró conjurar semejante peligro […] Hay que demostrarles que no tenemos vacilación alguna y que nada nos impedirá cumplir con nuestro deber. Para ello le propongo la aprobación y la firma de este decreto cuya finalidad es la protección del pueblo y del Estado.»

Hindenburg estaba anonadado ante el informe y en cierto momento reflexionó en voz alta: «¡Tres mil quintales…! ¡Eso es tanto como los explosivos que se consumen en una batalla importante!» El anciano mariscal respiró aliviado y en aquel momento se sintió agradecido hacia su canciller, tanto que firmó sin titubear el decreto que suspendía provisionalmente siete artículos constitucionales que garantizaban otros tantos derechos individuales: libertad de prensa, opinión y reunión, de secreto en el correo, el telégrafo y el teléfono, y la propia libertad personal hasta que un juez no emitiera una orden de prisión, o la inviolabilidad del domicilio y la propiedad privada. El presidente había entregado el poder absoluto a Hitler.

A partir de aquel instante, las detenciones por motivos políticos se sucedieron en cascada. Las cárceles se llenaron hasta el punto de que durante los días siguientes hubieron de habilitarse tres campos de prisioneros políticos en Prusia -el primero fue el de Oranienburgo, próximo a Potsdam, inaugurado el 20 de marzo-; cerca de Munich, el 21 de marzo, el jefe de la policía política de Baviera y de las SS, Heinrich Himmler, inauguró el de Dachau. Éste será uno de los lugares más siniestros de la historia criminal del nazismo y Himmler se vinculaba en ese instante al universo carcelario, del que llegaría a ser el máximo responsable. A la custodia de este centro, constituido por una antigua fábrica de municiones reformada, se ocupó una agrupación de las SS, que se denominaría Totenkopf (Calavera). Al llegar el verano de 1933 ya funcionaban en Alemania medio centenar de campos de internamiento, pero no adelantemos acontecimientos. Cuando se inauguró el campo de concentración de Oranienburgo, justamente tres semanas después del incendio del Reichstag, ya había unos 15.000 prisioneros políticos en las cárceles alemanas.

Para entonces se habían celebrado las elecciones del 5 de marzo. Hitler, tal como había tramado con sus colaboradores, dispuso de una semana de campaña prácticamente en solitario. Empleando los poderes concedidos por los decretos presidenciales, el ministro del Interior, Goering, impuso la censura de las publicaciones contrarias al NSDAP, secuestró y cerró periódicos, clausuró sedes de partidos, impidió mítines, detuvo a líderes políticos, espió las comunicaciones de las formaciones rivales y, al tiempo, empleando las ingentes sumas de dinero recaudadas desde el poder, los nazis realizaron una campaña monstruosa tratando de conquistar la aquiescencia de todos los alemanes. Las elecciones del 5 de marzo fueron, sin embargo, una decepción inesperada y amarga para Hitler y Goebbels. Cierto que ganó por mucho el NSDAP, pero pese a la amañada y ventajista campaña y a los múltiples pucherazos que los nazis pudieron permitirse, sólo consiguieron 17.277.328 votos, lo que equivalía al 43,9 por ciento de los sufragios útiles, es decir, no alcanzaron la mayoría absoluta, aunque Hitler se apresuró a proclamar que había logrado una victoria definitiva. Realmente, en un sistema democrático hubiera estado en dificultades, pues sólo consiguió 288 escaños en una cámara de 647, pero Hitler disimuló su contrariedad, proclamó su victoria y se dispuso a imponer su dictadura. Sin embargo, guardando aún las apariencias, el NSDAP contraía una alianza con el Partido Nacional Alemán (el Stahlhelm), con lo que ambas fuerzas unidas contaban con el 51,9 por ciento de los votos y con el 52 por ciento de los escaños. De cualquier manera, la necesidad de esa mayoría iba a ser efímera porque Hitler no estaba interesado en el juego democrático.

Tras la derogación de los derechos individuales del 28 de febrero, los nazis iniciaron una frenética carrera en pos de todos los resquicios de poder. Los sindicatos fueron anulados y sus dirigentes detenidos; parte de los diputados comunistas y socialistas resultó encarcelada, mientras muchos de ellos optaron por el exilio. Cargos burocráticos o políticos de distrito fueron expulsados de sus puestos siempre que no fueran del NSDAP o simpatizantes. Las banderas nazis ondearían, en adelante, en sus mástiles y un nazi se hacía cargo de las funciones. Las sedes de partidos, asociaciones políticas, deportivas, recreativas e, incluso, religiosas eran asaltadas, registradas, confiscados sus archivos y sus locales. La terrible maquinaria nacionalsocialista se había puesto en marcha, cobrando vida propia, incluso sin que emanaran consignas desde la Cancillería. Las directrices estaban en la ideología, en el Mein Kampf, en los miles de discursos y de instrucciones recibidas. Personalidades de la Iglesia y de la intelectualidad hicieron llegar su alarma o su protesta hasta la Presidencia, pero Hindenburg se limitaba a responder que había pasado sus demandas al canciller, con lo que Hitler tomaba nota de sus enemigos y éstos perdían la esperanza de cualquier solución razonable. Cierto que el viejo mariscal debía tener momentos de profunda inquietud sobre la prudencia de sus decisiones, pero Hitler se las arreglaba para contentarle.

Así ocurrió, por ejemplo, el día 21 de marzo, en las ceremonias religiosas organizadas en Potsdam para celebrar la constitución del nuevo Parlamento. En la pequeña iglesia de la guarnición, donde reposaban los restos de Federico I y de Federico II, hubo un solemne tedéum, a lo largo del cual Hitler mostró la máxima cortesía y respeto por el presidente, al que luego organizó un extraordinario desfile con fuerzas de Infantería, seguidas por millares de policías, SA y SS. Aquello era a la vez un homenaje y una demostración de poder, argumentos ambos a los que el mariscal, que asistía al acto con su traje militar de gala y una impresionante colección de condecoraciones de cuatro guerras, era altamente sensible. Tedéum y desfile tenían, además, otra finalidad: el 23 de marzo se abría el nuevo Reichstag y en los cenáculos políticos no era un secreto que Hitler iba a solicitar una Ley de Plenos Poderes por cuatro años, por tanto era oportuno estrechar lazos con los amigos y mostrar el poder del NSDAP a los enemigos.