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Destruido el palacio Wallot, sede del Reichstag, el nuevo Parlamento se reunió en la Krolloper a las 14.05 h del 23 de marzo. El edificio estaba rodeado por centenares de SS uniformados que, unidos a la policía, controlaban las entradas de diputados, periodistas, cuerpo diplomático y unos pocos invitados. Millares de agentes de las SA de paisano, con Goebbels a la cabeza, gritaban a coro «Queremos la Ley de Plenos Poderes… o habrá fuego». Los pasillos de aquel teatro de ópera transformado en sede parlamentaria estaban llenos de agentes de las SS, seleccionados entre los que medían más de 1,85 m de estatura; la tribuna de la presidencia se hallaba adornada por una enorme bandera nazi. Toda aquella parafernalia palidecía ante lo que iba a ocurrir. Primero, el presidente del Reichstag, Hermann Goering, sorprendió a todos al dirigirse a la cámara como «camaradas», luego, con abierto y premeditado desprecio hacia la mayoría de los diputados, comenzó a recitar el «Despierta, Alemania», canción compuesta por Eckart que desde hacía diez años era pieza fundamental de la parafernalia nazi. Los diputados nacionalsocialistas, puestos en pie, desgranaron las estrofas ante la sorpresa y la indignación generales. Luego llegó el momento de pasar lista, advirtiéndose que más de un centenar de diputados no estaba presente: los 81 comunistas -encarcelados o huidos- y 19 socialdemócratas -9 detenidos y los otros, atemorizados-. Ante la protesta socialdemócrata por los encarcelamientos y ante la petición de que fuesen puestos en libertad, el diputado del NSDAP Stoehr respondió cínicamente que «no se podía privar a aquellos diputados de la protección estatal que se les estaba prestando».

Finalmente, se llegó al gran tema del día y fue el propio Hitler quien se levantó a exponerlo, en medio de una salva de aplausos y gritos de Sieg, Heil! Sieg, Heil! El Führer no estuvo especialmente inspirado, pese a las reacciones entusiásticas de los suyos. Era la primera vez que hablaba en el Parlamento y se limitó a los lugares más comunes de su arsenal dialéctico: los funestos errores de la República de Weimar, el peligro comunista, la conjura abortada y cuya manifestación más clara era el incendio del Reichstag, la excelencia del nacionalsocialismo en el que se encarnaba la superioridad aria, la necesidad de un jefe carismático, etcétera. Hubo un descanso. Los partidos de la oposición se reunieron para sopesar sus fuerzas: para sacar adelante la Ley de Plenos Poderes necesitaban los nazis dos tercios de la cámara y les sería difícil conseguirlos, aunque no era tarea imposible. Por tanto, ofrecieron a Hitler su apoyo siempre que, previamente, retirara la supresión de los derechos individuales de los decretos del 28 de febrero. Hitler y Goering se comprometieron a entregar una carta a cada portavoz de partido con ese acuerdo. Cuando se reanudó la sesión, las cartas no habían llegado. Goering les aseguró que ya habían sido enviadas, pero se retrasaban porque los mensajeros tenían ciertos problemas para entrar en el edificio debido a la aglomeración de gente. Comenzaron las votaciones y Goering volvió a asegurarles que en cuestión de minutos tendrían en sus manos las cartas prometidas por Hitler. Quince minutos después se había votado y los sufragios estaban contados: 441 votos positivos y 94 negativos: Hitler acababa de ser investido dictador. La carta prometida no llegó nunca y los derechos individuales jamás fueron restituidos. Los demócratas alemanes aprendieron aquel día que, aparte de la violencia, la falta de escrúpulos, el autoritarismo, el antisemitismo y antimarxismo, también se hallaban entre las características esenciales del nazismo la mentira y el engaño. En aquel resultado tuvo notable influencia la postura de Ludwig Kaas, jefe del partido de Centro, con cuyo apoyo, al parecer, ya contaban los nazis antes de que se iniciara el acto. Si la República de Weimar llevaba años agonizando, el día que Hitler llegó a la Cancillería se murió y el 23 de marzo, tras la concesión de plenos poderes, fue enterrada.

OPERACIÓN CONCORDATO

La claudicación del Centro, presidido por el sacerdote Ludwig Kaas, ante Hitler es uno de los asuntos más controvertidos en la conquista nazi del poder absoluto. El elegante Kaas, conocido como El Prelado por su empaque, era experto en Derecho Canónico y diputado en el Reichstag. Había conocido a Eugenio Pacelli en 1920, cuando éste llegó a Berlín como nuncio y comenzó a negociar la firma de un concordato con la derrotada Alemania. En 1928, Kaas se convirtió en el jefe del partido de Centro, parece que alentado por su amigo y mentor, el cardenal Pacelli, que dos años más tarde se convertía en secretario de Estado del Vaticano, es decir, en el jefe de la diplomacia de la Iglesia. Desde entonces fue continua la presencia de Ludwig Kaas en la residencia vaticana del secretario de Estado, hasta el punto de parecer que desde allí se dirigía la política del Centro alemán.

Para nadie era un secreto que Eugenio Pacelli estaba obsesionado con la firma de un concordato con Alemania, que no había podido negociar en los años veinte, cuando fue nuncio en Berlín, y que tampoco había podido sacar adelante a comienzos de los treinta, cuando accedió a la Secretaría de Estado, coincidiendo con la designación de un católico, Heinrich Brüning, como jefe del Gobierno alemán.

John Cornwell, el historiador que con mayor detenimiento ha estudiado la figura de Pacelli en relación con el nazismo, en su polémica obra El Papa de Hitler destaca, al referirse a la claudicación del Centro alemán, que Pío XI y su secretario de Estado, el futuro Pío XII, aborrecían el comunismo y el socialismo, no sólo por su materialismo, sino, sobre todo, a causa de las persecuciones efectuadas contra los católicos en la URSS y en México. Por eso se oponían a la participación de los católicos, como tales, en política y, más aún, a la colaboración de los partidos etiquetados como católicos con los socialistas. Pío XI había presionado al Partito Popolare italiano -mayoritariamente católico y presidido por el sacerdote Luigi Sturzo- en 1924 para que no uniera sus fuerzas a los socialistas en el intento de frenar a los fascistas de Mussolini. Cinco años después, en 1929, tras la firma del Pacto Lateranense -que ponía fin al contencioso entre el Papa y el Estado italiano- forzó la disolución del Partito Popolare, lo que eliminó el último obstáculo para el poder omnímodo de Mussolini.

Algo similar planeaba el cardenal Pacelli para Alemania. No tenía simpatía por los nazis -cuyo racismo, totalitarismo y violencia habían sido condenados reiteradamente por el episcopado católico alemán- pero le parecían aliados aceptables contra el empuje comunista, siempre que respetaran las instituciones católicas y sus prerrogativas en materia de enseñanza: de ahí su enorme interés en la firma de un concordato.

En los años anteriores al acceso de Hitler al poder, durante los gobiernos del católico Brüning, Pacelli le presionó para que firmara ese concordato, negándose el canciller porque, en plena crisis económica, no deseaba introducir un nuevo motivo de conflicto en Alemania. El concordato que pretendía el secretario de Estado era tan ventajoso para la Iglesia católica que hubiera soliviantado a la mayoría protestante del país. En las discusiones mantenidas entre Pacelli y Brüning durante una visita de éste al Vaticano, en agosto de 1931, el cardenal le llegó a pedir que el Centro se acercara a los nazis, que en las elecciones del año anterior habían conseguido 107 diputados y constituían la fuerza emergente más importante del país.