Выбрать главу

La encíclica, aunque sin citar personalmente a Hitler ni al NSDAP, condenaba enérgicamente la política del III Reich para con la Iglesia, la violación sistemática del concordato, los esfuerzos por terminar con la enseñanza religiosa y demandaba el respeto para las leyes naturales, pero no condenaba explícitamente el antisemitismo.

Pese a la mesura política empleada por la Iglesia, Hitler reaccionaría como un tigre: exigió que se clausuraran los talleres que habían impreso aquel texto y el encarcelamiento de los propietarios o responsables. Mes y medio después, durante su discurso del Primero de Mayo, amenazó con reducir a los eclesiásticos a su única función espiritual si se les ocurría desafiar al Estado con nuevas encíclicas, pastorales o documentos por el estilo. Esa reacción denotaba, entre otras cosas, que la Iglesia y los católicos alemanes preocupaban a Hitler y que su acción decidida hubiera podido obstaculizar más la política nazi, entre otras cosas, sus programas antisemitas.

En 1995 el episcopado alemán, en el cincuentenario de la liberación de Auschwitz, el más terrible de los centros nazis de exterminio, lo reconocía explícitamente:

«No fueron pocos los que se dejaron envolver por la ideología del nacionalsocialismo y permanecieron indiferentes ante los crímenes perpetrados contra las propiedades y la vida de los judíos. Otros favorecieron estos crímenes y se convirtieron ellos mismos en criminales. Se desconoce el número de aquellos que se horrorizaron ante la desaparición de sus vecinos judíos sin tener la fuerza suficiente para protestar en voz alta. Los que los ayudaron hasta poner en peligro su propia vida se quedaron, por lo general, solos. Hoy se lamenta profundamente que sólo hubiera esporádicas iniciativas a favor de los judíos perseguidos y no hubiera una pública y explícita protesta, ni siquiera en ocasión del pogrom del mes de noviembre de 1938…» (citado por Andrea Riccardi, El siglo de los mártires).

Con todo, según los datos de la Conferencia Episcopal Alemana, más de diez mil de sus religiosos y sacerdotes sufrieron persecución, interrogatorios, calumnias, apaleamientos, detenciones, internamientos en campos de concentración y 250 perecieron por la defensa de la fe en los campos de exterminio nazis y, alguno de ellos, como Bernhard Lichtenberg, por su lucha expresa contra el antisemitismo.

Cuando Austria fue incorporada al Reich, en mayo de 1938, se aplicaron allí las mismas políticas que en Alemania. También hubo decenas de sacerdotes, religiosos y religiosas muertos en defensa de la fe, auxiliar a judíos o mantener posturas antinazis defendiendo la vida o la libertad. Peor sería la suerte de la Iglesia en los territorios ocupados durante la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en Polonia, pero también en Francia, Italia y demás países sojuzgados, donde fueron asesinados muchos millares de sacerdotes, religiosos y religiosas.

La idea que sobre la Iglesia católica tenía Hitler era clara: exterminio siempre que no se plegara a sus designios. En diciembre de 1941, cuando aún pensaba que su victoria militar era indudable, fantaseaba sobre el futuro y veía que uno de los objetivos que le quedarían por cumplir sería la extinción del catolicismo: «La guerra llegará a su término y yo, ante la solución del problema de la Iglesia, tendré la última gran tarea de mi vida.» La Iglesia había negociado con el monstruo suponiendo que podría dominarlo y sólo se ganó su desprecio. La Iglesia no fue la única engañada: las democracias occidentales también hubieran podido frenarle y optaron por tratar de convivir con él hasta que se hallaron abocados a la guerra.

De cualquier forma, éste es un asunto sobre el que la Historia todavía no ha escrito su versión definitiva: quedan por investigar los papeles de la época, que el Vaticano pondrá a disposición de los investigadores a partir de 2003. Pero no adelantemos acontecimientos.

LA INQUISICIÓN NAZI

Volvamos a aquella aprobación de la Ley de Plenos Poderes por el Reichtag en la tarde del 23 de marzo de 1933. Con tal arma en sus manos ya nada podría detener a Hitler. Los primeros destinatarios de su furor y poder omnímodo fueron los judíos. El primero de abril de 1933 se convocó una jornada de boicot contra ellos; se promulgó, a continuación, una serie de decretos que ordenaban abandonar a todos los «no arios» sus puestos en la Administración, la Universidad, la Jurisprudencia y la Medicina. Esas medidas afectaron a muchos millares de judíos, que hubieron de cambiar de trabajo o se exilaron. El caso más espectacular fue el de Einstein, profesor de Física en Berlín, que emigró a Estados Unidos en 1933. El propio presidente Hindenburg, que apenas si se enteraba ya de lo que estaba ocurriendo, escribió a Hitler una carta protestando por aquellas medidas y recordando los relevantes servicios de los judíos durante la Gran Guerra: «… Si fueron dignos de luchar y desangrarse por Alemania, también debe considerárseles merecedores de seguir sirviendo a la patria desde sus trabajos profesionales.» Hitler esgrimió ante el presidente sus razones, le prometió ser clemente y no revocó ninguna de sus disposiciones, aunque momentáneamente pospuso el paquete de medidas antisionistas que ya tenía meditadas.

El siguiente paso afectaría al mundo de las ideas. Goebbels, ya para entonces ministro de Propaganda, organizó la quema de obras literarias, políticas o filosóficas de todos aquellos autores considerados contrarios a las ideas nacionalsocialistas. En las piras que se encendieron en Berlín, primero, y luego en toda Alemania, ardieron las obras de Mann, Remarque, Proust, Wells, Einstein… Ni siquiera literatos del pasado, como Heine o Zola, se salvaron de la quema. El mismo destino les estaba reservado a los cuadros de los pintores odiados por Hitler, como Kandinsky, Klee, Nolde, Dix, Picasso, Kokoschka o Van Gogh, que se salvaron de las llamas porque Goebbels convenció al Führer de que lo interesante era retirarlos de la vista del público y, luego, venderlos en el mercado internacional, ya que había gentes dispuestas a pagar elevados precios por ellos.

La segunda parte de este ataque nazi llegó al mundo de la enseñanza. Todos los jóvenes de ambos sexos, desde los diez a los dieciocho años, debían integrarse en las Juventudes Hitlerianas, aunque la afiliación no se hizo obligatoria hasta 1939. Comportaba tales desventajas no afiliarse que la mayoría de los niños y jóvenes alemanes terminaría por figurar en ella. En la Universidad, los estudiantes fueron obligados a integrarse en la Organización de Estudiantes Alemanes, a trabajar para el Estado cuatro meses al año y a pasar otros dos más en un campamento de las SA.

La ideología nazi se dejó sentir profundamente también en el contenido didáctico de todos los niveles de la enseñanza. Fueron tergiversadas la Historia, la Literatura y la Lengua alemanas y el fanatismo llegó hasta la Biología, cuyos capítulos sobre genética hubieron de soportar las manipulaciones de los teóricos nazis sobre la superioridad aria. No menos drástico fue el ataque sufrido por el profesorado poco adepto o de origen semita: de los 7.700 profesores que componían las plantillas de la Universidad, más de 1.100 debieron dejar las aulas; entre ellos estuvieron los premios Nobel Albert Einstein, Thomas Mann, Gustav Hertz, Fritz Haler y James Franck. De los que se quedaron, cerca de un millar estaba afiliado al partido y otros se mostraron entusiastas del nuevo sistema, como el filósofo Martin Heidegger, rector de la Universidad de Friburgo, que llegó a decir: «Las ideas y los dogmas no deben ser la razón de vuestra existencia. El Führer y sólo él es el presente y el futuro de la realidad alemana y su única ley.» El famoso filósofo se mostraba en plena consonancia con las ideas nazis sobre la educación: «El principal objetivo de la escuela es la de formar a la juventud en el espíritu del nacionalsocialismo para el servicio de la nación y el Estado.»