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La tercera serie de medidas de Adolf Hitler para hacerse con el poder absoluto no contestado fue la disolución de los partidos políticos. La primera de las leyes nazis en este sentido fue la del 26 de mayo de 1933, que confiscaba las propiedades del Partido Comunista. Un mes después era declarado ilegal el Partido Socialista y el 14 de julio se promulgaba la ley definitiva en este campo: se prohibía la formación de nuevos partidos políticos, lo que dejaba al NSDAP como la única fuerza política organizada. Simultáneamente, se suprimían los sindicatos de clase, se ocupaban sus locales y se embargaban sus bienes, mientras se creaba el Frente Alemán del Trabajo (DAF), que englobaría a todos los trabajadores del país, y Goebbels se apuntaba otro triunfo propagandístico con la creación, el primero de mayo, del Día Nacional del Trabajo, jornada festiva con grandes manifestaciones nacionalsocialistas.

Por fin Hitler podía respirar tranquilo: ya no existía organización alguna que pudiera disputarle el voto de sus compatriotas, por lo que convocó elecciones al Reichstag el 12 de noviembre de 1933. Los alemanes fueron invitados a votar por la «lista del Führer», lista monocolor, «lista parda», que obtuvo el apoyo plebiscitario del 95 por ciento del censo electoral, pues a aquellas alturas los alemanes ya sabían del extraordinario riesgo que comportaba cualquier tipo de oposición a Hitler: votar No o abstenerse podía ser motivo de detención e internamiento en los campos de concentración que se estaban abriendo en todo el territorio del Reich. Hitler pudo así disponer de un Reichstag cuyos miembros tenían el carnet nazi y, por unas dietas de 800 marcos mensuales, aprobaban sus leyes, escuchaban los discursos que pronunciaba en aquella Cámara y cantaban los himnos nacionales y del partido. En los discretos y escasos ambientes antinazis circulaba por aquellos días este chiste: «El Reichstag es el coro más caro de la tierra.»

Como su sed de poder era ilimitada y como no quería ver barrera alguna ante su tiranía, una de las primeras medidas que adoptó Hitler fue desmontar el sistema bismarckiano de gobiernos estatales. Hitler quería una Alemania unida y controlada por un férreo poder centralizado, el suyo. Para ello, a partir del 31 de marzo de 1933, fue emitiendo leyes que cercenaban las grandes prerrogativas que tenían los Länder. El proceso centralizador concluyó con la Ley para la reconstrucción del Reich de 30 de enero de 1934, que terminó con el Estado federal. Los parlamentos de los Länder fueron disueltos y sus gobiernos, supeditados a Berlín. Manteniendo sus apariencias de legalidad, Hitler obtuvo del Reichstag la disolución de la Cámara federal o Reichsrat. Este diluvio de leyes y de cambios tenía atónito y admirado al país. La situación económica no había mejorado y el paro seguía siendo muy grave, pero gran parte de los alemanes estaban llenos de esperanza porque el nuevo sistema parecía hacer cosas y sus teatrales gestos despertaban expectativas nuevas. Sin embargo, quienes trataban íntimamente a los nuevos dueños de Alemania se sintieron pronto aterrorizados, pues vieron su crueldad y su soberbia. La más leve crítica al nuevo régimen significaba la cárcel, y ésta, con frecuencia, suponía la muerte. El sistema judicial fue minado y corrompido, los juristas que no se plegaron fueron destituidos o eliminados y la justicia se convirtió en un capricho del régimen nazi, que ni siquiera se ocupó de redactar su propio Código.

Los nuevos gerifaltes trataron de construirse sus propios reinos de taifas, dentro de los cuales daban rienda suelta a todas sus pasiones. Goebbels odiaba a Goering y trataba de escamotearle los servicios de su aparato de propaganda. Goering espiaba a Goebbels y se burlaba de él, también espiaba a Röhm, aunque le temía. Röhm aumentaba escandalosamente el número de sus SA, que en 1934 tenía cuatro millones de afiliados, y consideraba que su organización debiera poseer carácter militar, más aún: ser una especie de ejército interior, mientras la Reichswehr sería destinada a la conflictividad exterior. Estos tres hombres, los más poderosos de Alemania en aquellos momentos después de Hitler y del anciano y enfermo presidente Hindenburg, eran una ruina moral.

Pronto fue notorio en los ambientes artísticos alemanes que Goebbels era un lujurioso sin escrúpulos ni freno: como controlaba el cine, toda aspirante a estrella era minuciosa y personalmente examinada por el pequeño y contrahecho ministro, que se cobraba en especie y en su propio despacho los favores políticos que otorgaba. Más famoso era Goering, morfinómano, bebedor e insaciable acaparador de riquezas: en un año se había hecho con media docena de casas, ornadas con las mejores alfombras, los muebles más lujosos, las vajillas más finas y las pinturas más sublimes. Solía pasar por los museos y solicitaba, «en calidad de préstamo», los cuadros que más le interesaban, como los dos lienzos de Lucas Cranach que se llevó de la Pinacoteca de Munich. Los empresarios alemanes no ponían obstáculos a sus demandas porque el ministro del Interior y presidente del Reichstag haría lo imposible por complacerles, siempre que el soborno fuera el adecuado.

Röhm era violento, borracho y homosexual. Tenía el complejo de no haber hecho carrera en el ejército, del que se había licenciado como capitán, y le humillaba tener que tratar en inferioridad de condiciones con generales que, en 1918, no tenían mucha mayor graduación que él y que, en 1934, disponían de fuerzas treinta veces menos numerosas.

Hitler, que pasaba por incorruptible, derrochaba el dinero. Regalaba a Eva Braun joyas, villas y coches por cuenta del Estado; movía automóviles y aviones como si fueran de su propiedad privada. Cierto que en aquellos momentos era uno de los hombres que más dinero ganaba de Alemania porque su editor y administrador, Max Amann, había descubierto la gallina de los huevos de oro: el Estado regalaba a todos los recién casados un ejemplar de Mein Kampf operación que le proporcionaba a Hitler unos 300.000 marcos anuales en concepto de derechos de autor. Para calibrar adecuadamente la enorme cifra baste decir que su sueldo como canciller apenas alcanzaba los 2.000 marcos mensuales, que el primer utilitario de la Volkswagen costaba unos 900 marcos o que una casa de campo digna de un ministro alcanzaba un precio de 30.000 marcos. Los derechos de autor de Mein Kampf debieron ser aún más extraordinarios, pues entre 1933 y 1939 fue traducido al inglés -y publicado tanto en el Reino Unido como en Estados Unidos-, al italiano, al ruso, sueco, portugués, japonés, español (Mi lucha), etcétera.

Pero Hitler, el desinteresado Hitler, que disculpaba la lujuria de Goebbels y hacía la vista gorda respecto a la rapiña de Goering, comenzaba a estar preocupado a finales de 1933 por las ambiciones de Röhm. Los únicos poderes que existían entonces en Alemania capaces de oponérsele eran la Reichswehr y las SA y decidió unificarlas, de forma que los militares quedasen neutralizados. El segundo paso sería controlar el resultado de la fusión, para lo que amplió los poderes de Himmler, al que entregó la jefatura de toda la policía de Alemania, exceptuando la de Prusia, y la dirección de las SS, que en 1933 habían pasado de 30.000 miembros a 100.000. Al tiempo, permitía que Goering crease una policía secreta, especialmente dedicada a la represión de los delitos contra el Estado: la Geheime Staatspolizei, la Gestapo. Hitler creía en el principio de «Divide y vencerás», por eso proliferó este tipo de policías paralelas, cuyas misiones fueron siempre muy difíciles de definir, mandadas por personajes diferentes, adictos al Führer y, si era posible, enemistados entre ellos. Así, era pública y notoria la aversión de Himmler hacia Röhm y el desprecio con que éste correspondía a su subordinado. A finales de 1933, Hitler tenía su puzzle de seguridad bastante completo: Röhm, con las SA, controlaría el Ejército; Himmler, con las SS, impediría las tentaciones de Röhm; Goering, con la Gestapo, se encargaba de eliminar a los enemigos políticos del régimen o a cualquiera que se desmandara dentro de la estructura nazi.