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SEÑOR DE HORCA Y CUCHILLO

El deseo hitleriano de incorporar las SA a la Reichswehr se saldó con un fracaso. Hindenburg, aunque apenas se enteraba ya de nada, tuvo fuerzas para decirle: «Señor canciller, ocúpese usted del Gobierno, que del Ejército todavía puedo responsabilizarme yo». Fracasada la vertebración por decreto, se entablaron arduas negociaciones secretas entre el jefe del Estado Mayor del Ejército, general Von Fritsch, y el jefe de las SA, Röhm, alcanzándose un acuerdo: soldados veteranos se encargarían de la instrucción militar de las SA; el ejército proporcionaría armas a las SA si fuera necesario, pero seguiría siendo dueño de tal armamento, que estaría bajo su inspección y control. Hitler, aunque prohibió drásticamente a Röhm que siguiera aumentando las filas de las SA, cuyo presupuesto resultaba monstruoso, estuvo conforme con el acuerdo, que fue firmado en febrero de 1934. Sin embargo, jamás se puso en práctica.

Hitler comenzó a considerar que Röhm sería demasiado peligroso si sus SA estuvieran dotadas de armas de guerra, por más que aquellas pertenecieran a la Reichswehr. Su tremenda desconfianza se vio confirmada cuando Röhm, fanfarrón e incauto, comentó en una sobremesa que los acuerdos con el ejército estaban paralizados porque Hitler era prisionero del «morfinómano» Goering y del «politicastro» Goebbels, que trataban de impedir la evolución de las SA porque le odiaban y envidiaban. «Pero -siguió-esta situación no va a continuar. Si Adolf no quiere, emprenderé yo la marcha y más de cien mil me seguirán.» Horas después, tan imprudente declaración estaba sobre la mesa del ministro del Ejército, Von Blomberg, y poco después llegaba a manos de Hitler.

A partir de ahí fueron enrareciéndose las relaciones entre el ejército y las SA y, al mismo tiempo, Röhm comenzó a ser evitado por los personajes del partido y seguido minuciosamente en todas sus actividades por un colaborador de Himmler: Reinhard Heydrich, un teniente de navío de extraordinaria inteligencia que desempeñaba la jefatura del servicio de seguridad de las SS. Este hombre, consumido por la ambición, veía que la inminente ruina de Röhm entregaría a las SS la preeminencia dentro de las fuerzas paramilitares nazis y, por tanto, impulsaría poderosamente su carrera política. En adelante concentraría todos sus esfuerzos en desprestigiar a Röhm, en difundir rumores sobre sus vicios reales o inventados y en rodearle permanentemente de un aire de conspiración. Von Blomberg comenzó a recibir un rosario de informes falsos o parciales, trufados con algunos datos verdaderos pero irrelevantes o conocidos, cuyo efecto era teñir de verosimilitud aquella conspiración. Según ellos, las SA se armaban en secreto, con el propósito de asaltar el poder. A finales de junio de 1934, Heydrich pisó el acelerador: el día 23, un telegrama anónimo llegaba a la oficina de información de la Reichswehr; según él, las SA debían armarse con toda urgencia, pues «había llegado la hora». La maniobra era tan burda que los jefes del ejército intuyeron pronto quién la había organizado pero la inquietud estaba sembrada y más cuando interceptaron listas -supuestamente dirigidas a los miembros de las SA- con los nombres de los militares que deberían ser eliminados cuando triunfase el putsch.

El principal beneficiario de la maniobra, Hitler, comenzó a inquietarse, temiendo que su propia mentira hubiese cobrado vida. Sin embargo, tanto Röhm como los diversos jefes de las SA eran ajenos a toda aquella trama y en aquellos días disponían las vacaciones de sus hombres y su máxima preocupación eran los viajes de recreo o las semanas de descanso que se aprestaban a tomar. Era el momento esperado por Hitler, que el 28 de junio se trasladó a Essen a la boda de uno de sus Gauleitern. Tras el banquete, los invitados continuaron la celebración con un baile, momento que aprovecharon Hitler, Goebbels y Goering para retirarse a una habitación donde planificaron minuciosamente el exterminio de los principales responsables de las SA, con el pretexto de que tramaban una sublevación. Heydrich les proporcionaba el ambiente adecuado con sus continuos mensajes en los que sostenía la ficción del putsch: todos los desplazamientos vacacionales, todas las reuniones de amigos para despedirse antes del verano, eran interpretados como movimientos para concentrar tropas, coordinar acciones, trazar planes o impartir consignas. En aquella habitación, a la que llegaba atenuada la música de la fiesta, se repartieron los papeles en el exterminio de Röhm y los suyos: Goering regresaría a Berlín, Hitler se trasladaría a Munich y Goebbels, que era el único en ver clara toda la trama y el papel que cada uno tomaba en ella, decidió quedarse junto a Hitler en un gesto de fidelidad a ultranza; en realidad, el ministro de Propaganda presentía que todo se desarrollaría sobre un terreno extremadamente movedizo y temía alejarse del Führer pues cualquier error en su actuación le hubiera incluido en el bando de los malditos.

En la madrugada del 30 de junio de 1934 llegó Hitler a Munich. La última información enviada horas antes por Heydrich era que las SA se manifestaban esa noche contra el canciller en la capital bávara. Efectivamente, a su llegada a Munich aún pudo ver el Führer a grupos sueltos que regresaban a sus casas. Lo que no sabía Hitler es que la manifestación no había sido dirigida contra él, sino a favor del sistema, y que había sido convocada mediante órdenes impresas que no conocía ningún responsable local. La maquiavélica mente de Heydrich había convocado la manifestación y, a la vez, la había denunciado al Führer, cuya cólera fue exacerbada convenientemente con esta maniobra, de modo que no quedase en él reparo alguno hacia las criminales medidas proyectadas. Inmediatamente comenzaron las detenciones en Munich, efectuadas por agentes de las SS. El propio Hitler se encargó de enviar a la prisión de Stadelheim al jefe de la policía muniquesa, Schneidhuber, y al máximo responsable local de las SA, Schmid.

Antes de que amaneciera, llegaba Hitler al hotel de Wiessee, cerca de Munich, donde Röhm había establecido su cuartel general para las vacaciones, esperando tener allí el descanso que le habían recomendado para reponer su maltrecha salud. Los matones que acompañaban a Hitler arrollaron a los que guardaban al jefe de las SA, adormilados e impresionados por la presencia de Hitler. Algunos de los guardias fueron asesinados a tiros en sus literas; otros, reducidos a culatazos. Cuando llegaron a la habitación de Röhm les costó despertarle, pues dormía mediante calmantes a causa de una neuralgia. Cuando abrió la puerta se encontró sumido en una especie de pesadilla compuesta por los gritos coléricos de Hitler, los empellones de sus teóricos subordinados, la humillación de las esposas y la sorpresa de verse subido a un autobús de prisioneros incapaces de comprender lo que les estaba sucediendo.

Esa noche, que pasaría al acervo popular como la «Noche de los cuchillos largos» o la «Noche alemana de San Bartolomé», fueron detenidos o asesinados todos los responsables de las SA que pudieron ser hallados en Alemania, exceptuando un pequeño grupo cuya salvación decidió el Führer. Pero no fueron ellos los únicos objetivos de la vesania hitleriana, que aprovechó la ocasión para cobrarse viejas cuentas: las SS mataron a palos en Dachau a Von Kahr, el antiguo comisario general de Baviera que retiró su apoyo a Hitler el 9 de noviembre de 1923, tras el putsch de la cervecería Bürgerbraükeller de Munich. Otras víctimas de aquel día en la capital bávara fueron el fraile jerónimo Stempfle, corrector de estilo del Mein Kampf y el músico Wilhelm E. Schmidt, confundido con un médico del mismo apellido.