Sin embargo, pasó las horas siguientes en una inquieta espera, hasta que su embajada en Roma informó que, sin duda alguna, las tropas italianas estarían al día siguiente en la frontera. Mussolini estaba dispuesto a considerar cualquier petición de ayuda por parte de Austria. Eso sumió a Hitler en una profunda angustia. Si Austria pedía apoyo a Italia y ambas atacaban a Alemania podían ocurrir dos cosas: que el agonizante Hindenburg rechazase la guerra, en cuyo caso ofrecería a los austriacos su cabeza y sería arrojado de la Cancillería por la Reichswehr, o que decidiera combatir. Si había guerra, Alemania lucharía en una tremenda inferioridad numérica, pues los ejércitos austriacos e italianos les triplicaban en número y en medios de combate, ya que Italia disponía de aviones, artillería y buques de guerra, armas prohibidas a Alemania por la paz de Versalles y, por tanto, escasas, aunque Berlín hubiera estado vulnerando los acuerdos con ayuda de Moscú. Más aún, en los mercados internacionales austriacos e italianos hallarían quienes les vendiesen cuanto necesitaran, mientras que Alemania se encontraría sola. La derrota era, pues, más que probable y su ocaso político, fulminante. Hitler se retorcía de impotencia y de cólera. No podía permitir una declaración de guerra que le sería nefasta. Había que buscar una salida política. Entonces se acordó de Von Papen, probablemente el único hombre en Alemania que podría negociar en Viena y que estaría dispuesto a hacerlo en nombre de Hitler.
El 27 de julio Franz von Papen llegó a Bayreuth y expuso sus condiciones, que el Führer aceptó sin pestañear: destitución de Theo Habicht, un nacionalsocialista austriaco que gozaba de prebendas y honores en Alemania y máximo responsable del magnicidio; compromiso de negar toda colaboración a los nacionalsocialistas austriacos y la renuncia alemana a cualquier intento de obtener por la fuerza la anexión de Austria. Tan sólo eso bastó para desinflar el contencioso en las fronteras. La anexión de Austria era cosa de tiempo, pero estaba decidida; las encuestas de opinión daban mayoría a los partidarios de la unión con Alemania y, a aquellas alturas, las potencias vencedoras en la Gran Guerra no se opondrían a ella.
Pero Hitler había perdido, momentáneamente, interés en este asunto. Respiró aliviado cuando comenzó la misión de Von Papen e, inmediatamente, debió de ocuparse de otro asunto perentorio: Hindenburg se moría. El Presidente había abandonado Berlín a comienzos de junio, y aún pudo hacerlo por su propio pie, para dirigirse a su finca de Neudeck, en Prusia, donde deseaba morir y ser enterrado, porque allí estaba sepultada su mujer. A finales de junio ya no podía levantarse de la cama y, a mediados de julio, los médicos suponían que su fallecimiento se produciría de un momento a otro. El 30 de julio, el vencedor de Tannenberg agonizaba. Hitler suspendió su temporada de ópera y se dirigió a Prusia, llegando a Neudeck el día 31. Pese a la negativa inicial de los médicos, Hitler porfió hasta que se le permitió ver unos minutos a solas al Mariscal. Cuando abandonó la habitación, aseguró que Hindenburg había tenido un momento de lucidez y que había hablado con gran serenidad. Los médicos dudaron mucho de que tal lucidez se hubiera producido, pero la propaganda de Goebbels sacó partido a aquellos minutos, asegurando que Hindenburg había reconocido a Hitler y que le había dado ciertas recomendaciones.
La agonía de Hindenburg concluyó a las 9 h del 2 de agosto de 1934. El médico, Sauerbruch, que velaba a su cabecera, aseguró que horas antes pudo escuchar cómo el anciano musitaba «Mein Kaiser, mein Vaterland» -«Mi káiser, mi patria»-. Pero no se había enfriado aún el cadáver del presidente cuando el Boletín Oficial del Reich publicaba un decreto según el cual el cargo de presidente quedaba vinculado al de canciller y, por tanto, todas las atribuciones presidenciales «convergen en la persona del Führer-canciller Adolf Hitler, el cual nombrará a sus más allegados colaboradores», cosa que se apresuró a hacer designando un nuevo Gobierno, en el que la mitad de los ministros eran nazis. Así obtuvieron sus carteras Hess, Seldte, Darré y Rust, además de los que ya las tenían: Goering, Goebbels y Frick.
Von Blomberg, que seguía en el Ministerio de Defensa, tuvo que firmar el decreto según el cual todos los miembros del Ejército deberían prestar el siguiente juramento, del que -según el historiador H. S. Hefner- no existía precedente alguno en Alemania y que tenía una enorme trascendencia, pues sólo podía romperse con la muerte: «Juro por Dios obediencia incondicional al Führer del Reich alemán, de su pueblo y jefe supremo del Ejército, Adolf Hitler, y estoy dispuesto como soldado a ofrendar mi vida en aras de este juramento.» Von Blomberg -conocido como «leoncito de goma», por su pretensión de ofrecer un fiero aspecto respaldado por una nula energía- emitió también la orden de que todos los militares deberían dirigirse a Hitler como mein Führer. Ya sólo le quedaba a Adolf un pequeño trámite para verse investido de todos los poderes y respaldado por todas las apariencias de legalidad: ser confirmado en la presidencia por el voto de los alemanes. Para lograrlo convocó un plebiscito el 19 de agosto, convocatoria que fue respaldada por todo el aparato propagandístico del NSDAP y del Estado y por todo el brutal poder de convicción de las SA, las SS y la Gestapo. Las urnas ofrecieron el resultado apetecido: 38,3 millones de alemanes le reconocían como jefe del Estado. Pero había algo que no gustó ni a Hitler, ni a Goebbels, ni a Goering, ni a Himmler: 4,2 millones de alemanes votaron en contra y 870.000 depositaron sus papeletas en blanco, lo que constituía la muestra de un valor extraordinario, pues los aparatos represivos nazis tenían medios para averiguar en la mayoría de los casos quiénes habían sido los opositores.
Más brillante, y también más auténtico, resultaría el referéndum del Sarre, que estaba bajo control internacional desde su evacuación por Francia en 1930. El 13 de enero de 1935, la población del Sarre acudió entusiásticamente a las urnas y votó su reincorporación a Alemania en un 91 por ciento, decisión que fue respetada internacionalmente, aunque Francia plantease sus reticencias. Hitler, feliz, trató de eliminar cualquier suspicacia declarando que era la última cuenta pendiente que le quedaba por saldar con Francia. El 1 de marzo, el Sarre volvía al seno de Alemania.
Hitler, sin embargo, mentía. Justo con la recuperación del Sarre comenzaba su campaña internacional, que para él era sinónimo de labor de gobierno. El Führer estaba poco interesado en las actividades de sus ministerios. Les cedía competencias sin inmiscuirse en su funcionamiento siempre que sirvieran a sus planes; cuando no era así, les «puenteaba» o destituía. Hjalmar Schacht, prestigioso economista que contribuyó al acceso de Hitler al poder y que fue ministro en sus gobiernos durante una década, escribió al respecto:
«Mientras estuve en activo, tanto en el Reichsbank como en el Ministerio de Economía, Hitler nunca interfirió en mi trabajo. Jamás intentó darme instrucciones, sino que me dejaba sacar adelante mis ideas, a mi manera y sin críticas… Sin embargo, cuando se dio cuenta de que la moderación de mi política financiera era un obstáculo para sus planes temerarios (en política exterior), empezó, en connivencia con Goering, a vigilarme y a oponerse a mis disposiciones.»