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Muestra elocuente de su desinterés por el trabajo del gabinete gubernamental es que las reuniones ministeriales fueran escasas y que la última se celebrara el 4 de febrero de 1938; no volvió a haber otra durante los siete años que aún perduró el régimen nacionalsocialista. Todo el trabajo del Gobierno debía, pues, estar al servicio de los intereses exteriores de Alemania, que en el ideario expresado machaconamente por Hitler en quince años de mítines y minuciosamente descrito en Mein Kampf se dividía en tres puntos. Primero, acabar con las consecuencias del Tratado de Versalles y sus ramificaciones; segundo, llevar el Reich hasta los últimos rincones de Europa donde hubiera alemanes -Austria, Sudetes, países bálticos, Alsacia, Lorena…- y tercero, el Lebensraum, el espacio vital, la expansión imprescindible para la grandeza de Alemania, territorios que habría que conquistar a expensas de Polonia, Checoslovaquia y Ucrania, en los que establecer los excedentes de población alemana -labor especialmente encomendada a los campesinos, que deberían actuar como los colonos norteamericanos de la conquista del Oeste, recuerdo de sus lecturas de Karl May-.

Un sueño formidable al que dedicaba todas sus energías y argucias. En palabras de Alan Bullock,

[…] del mismo modo que el partido nazi había sido el instrumento mediante el cual el Führer adquirió el poder en Alemania, el Estado iba a ser ahora el instrumento mediante el cual se proponía alcanzar el poder sobre Europa.»

Para conseguirlo necesitaba de un poderoso ejército y un armamento adecuado, por lo que estimuló los medios para conseguirlos: reclutamiento obligatorio, instrucción acelerada, política industrial armamentística, excelentes comunicaciones al servicio de la industria y el ejército. Todo eso determinaría un extraordinario desarrollo de los programas de investigación, de producción industrial, de construcción de autopistas y ferrocarriles. La revolución social soñada por los sectores más obreristas del partido había sido burlada, más aún, fue un fraude del NSDAP, pero no había lugar a la protesta pues los sindicatos de clase habían sido exterminados, los líderes comunistas, los socialistas y los sindicalistas estaban en la cárcel o el exilio, la Gestapo y las SS lo controlaban todo y, además, la sociedad alemana estaba alcanzando un bienestar social superior al de los mejores días de la República de Weimar.

El paro, una de las lacras de la Alemania de entreguerras que catapultó a Hitler hacia el poder, disminuyó rápidamente, hasta desaparecer por completo a finales de 1938. Más aún, había tantas cosas que hacer que los estudiantes, obligados a prestar tres meses de su trabajo al Estado desde 1933, vieron aumentada la cuota a seis meses en 1936. Uno de los empeños más populares fueron las autopistas, las mejores del mundo en su época, por las que pronto circularían los populares Volskswagen, cuyos famosos «escarabajos» salieron al mercado en 1936 al módico precio de 900 marcos. Sin embargo, no todos los alemanes -en contra de lo que rezaba la propaganda oficial- podían acceder a ellos porque el nivel adquisitivo de los obreros incluso disminuyó en estos años.

El circuito en el que se movió la economía nazi fue muy sencillo y muy eficaz para sus fines. El Estado se convertía en el gran cliente de autopistas, ferrocarriles, vehículos y armas. Las fábricas trabajaban a plena producción e, incluso, debieron crearse numerosas nuevas industrias para satisfacer las demandas estatales. El paro desaparecía. El pleno empleo otorgaba a todos los alemanes una aceptable capacidad adquisitiva, que se mantendría casi fija hasta el comienzo de la guerra. Los salarios no aumentaron, pero la inflación fue insignificante debido a los controles gubernamentales de los precios. Por medio de la propaganda y el gravamen de los artículos de lujo se consiguió estimular la capacidad de ahorro de los trabajadores, que canalizaron sus economías hacia las inversiones en Deuda Pública. Ahí se cerraba el circuito y el Estado volvía a hallarse en condiciones de invertir nuevamente.

El pleno empleo permitía vivir a todos, aunque no todos vivieran mejor. La falta de libertades hacía sufrir a muchos alemanes; sin embargo, la mayoría se sentía razonablemente satisfecha con la sensación de progreso, orden y prestigio internacional. Para ello, 1936 fue el año clave: el 7 de marzo se remilitarizó Renania; el 9 de mayo se iniciaban los vuelos transoceánicos mediante los grandes dirigibles, correspondiéndole al Hindenburg el viaje inaugural; el 19 de junio la gloria boxística germana de los grandes pesos, Max Schmeling, ganaba por KO al campeón norteamericano, Joe Louis, en el duodécimo asalto (combate que tendría su contrapartida dos años más tarde, con victoria del «Bombardero de Detroit» en el primer asalto, pero eso lo pasó por alto la propaganda del doctor Goebbels); el 16 de agosto se inauguraban los Juegos Olímpicos de Berlín, cuya perfecta organización y fastuosidad fueron un elemento propagandístico de primer orden para el régimen nazi, al que únicamente le faltó un ario para ser proclamado rey de los Juegos, papel que desempeñó, para fastidio de los racistas, un maravilloso atleta negro norteamericano, Jesse Owens, que consiguió cuatro medallas de oro. Ese mismo año Alemania se atrevía a salir de sus fronteras y a intervenir en España, al lado de los militares sublevados el 18 de julio contra la II República; en la península Ibérica combatió la Legión Cóndor, unidad que contó con unos seis mil hombres y que estaba dotada de modernos aviones y artillería antiaérea. Cerraba ese año triunfal de Hitler la firma con Mussolini de un tratado de cooperación, que fue conocido como Eje Berlín-Roma.

Todo esto fue posible porque Hitler cubrió sus movimientos con un tupido telón de mentiras, de gestos apaciguadores, de hábiles maniobras pacifistas, de sutil aprovechamiento de las debilidades y contradicciones de las demás potencias. Hitler, con su escaso bagaje cultural, con su brutalidad tabernaria, fue mucho más astuto, decidido y sagaz analista de la situación internacional que sus rivales, salidos de las mejores universidades europeas y placeados en los más brillantes salones de la diplomacia continental. Inmediatamente después de instalarse en el poder, adoptó una posición internacional pacifista procurando que todos los países cumplieran los acuerdos de desarme y, como no lo consiguiera -tampoco esperaba lograrlo-, inició un discurso victimista: sólo Alemania estaba manteniendo los acuerdos internacionales, sólo Alemania estaba inerme, sometida a un papel internacional subalterno e imposibilitada para atender a su propia defensa; el paso siguiente fue retirarse, en 1933, de la Conferencia de Desarme y de la Sociedad de Naciones. Gran parte de la prensa internacional aceptó como lógica la postura alemana.

Hitler comenzó entonces una discreta política de rearme, tratando, sobre todo, de no alarmar a nadie y, para eliminar cualquier suspicacia, encomendó a Goering una aproximación a Polonia, el país más amenazado por el resurgimiento alemán a causa del corredor de Dantzig, que partía Prusia Oriental. Goering viajó varias veces a Varsovia y se ganó la confianza del Gobierno polaco, tratando incluso, de manera informal, de una posible alianza germano-polaca para atacar a la URSS. Ese estrechamiento de relaciones desembocó en un pacto de no agresión con Polonia en enero de 1934. La firma de ese acuerdo causó cierto malestar en Alemania, que Goebbels permitió exteriorizar suavemente a la prensa para que el taimado Hitler pudiera decir en el Reichstag: «Alemanes y polacos tendrán que aprender a coexistir.»

El Pacto de no agresión con Polonia desmantelaba el tinglado francés de alianzas, pero más alarmante era aún para París la opinión británica de qué debería concedérsele a Alemania la igualdad de armamentos con las restantes potencias europeas. Hitler, cuyas angustias con ocasión del asesinato de Dollfuss han sido objeto de mención, se sintió obligado a continuar disimulando. Ante el diputado por el departamento del Sena, Jean Goy, que le visitó en noviembre de 1934, entonó un canto a la paz y el trabajo. El NSDAP, con su política de pleno empleo y bienestar social, había hecho más por Alemania que ninguno de los caudillos que llevaron al país a docenas de conflictos. «Usted y yo sabemos bien la inutilidad y los horrores de la guerra.» La prensa francesa dedicó amplias informaciones a la visita y a los comentarios de Hitler. París comenzaba a tranquilizarse, sobre todo porque su ministro de Asuntos Exteriores, Louis Barthou, enérgico anti-germano y nada proclive a creerse los gestos pacificadores de Hitler, cayó asesinado y su cartera pasó a manos de Pierre Laval, un experto en negociaciones y componendas. En este ambiente, se produjo el mencionado plebiscito del Sarre y su reincorporación a Alemania, el día primero de marzo de 1935.