Las siguientes maniobras de Hitler serán más decididas, pero apoyándose siempre en algún punto fuerte. Anuncia públicamente que Alemania se está rearmando; sin embargo, invita al Reino Unido a discutir la ampliación de las seguridades colectivas. Ante el anuncio alemán, Londres replica con una ampliación de sus presupuestos militares y Hitler, que invita al ministro británico de Asuntos Exteriores a visitar Berlín, anuncia casi simultáneamente que Alemania cuenta ya con una fuerza aérea. En el Parlamento británico se levanta una ola de indignación, pero el Gobierno la controla asegurando que visitarán Berlín para apretar a Hitler las clavijas. Mientras tanto, Francia duplicaba el período de permanencia en filas de sus soldados, con lo que al Führer se le daba la oportunidad de mover ficha y lo hacía el 16 de marzo de 1935, anunciando que se proponía reinstaurar el servicio militar obligatorio y organizar un ejército de 550.000 soldados, eso sí, para poderse defender de los demás, que nunca habían cumplido los acuerdos de desarme y que habían comenzado a incrementar sus presupuestos militares y la cantidad de tropas alistadas.
Se estaba produciendo el comienzo de la carrera armamentística que duraría hasta el inicio de la guerra, en la que Alemania iba claramente a la cabeza. El Reino Unido tenía en 1935 un presupuesto militar raquítico, apenas un 2 por ciento, que aumentó progresivamente hasta el 10 por ciento del presupuesto nacional en 1939. Francia se gastaba en Defensa el 5 por ciento en 1935 y aumentó los gastos hasta el 8 en 1938, para pasar al 23 en 1939, pero esa inyección de dinero llegaría muy tarde. Hitler destinó en 1935 el 8 por ciento al rearme; en 1936 y 1937 se gastó el 13; en 1938, el 17 y en 1939, el 23 por ciento. Es decir, los gastos militares alemanes durante el régimen nazi fueron superiores a los del Reino Unido y a los de Francia juntos.
Ese rearme acelerado crearía una marina de guerra compuesta por cuatro acorazados, tres «acorazados de bolsillo», tres cruceros pesados, seis cruceros ligeros, 34 destructores y 57 submarinos. No era gran cosa para medirse a británicos y a franceses, pero en ese tiempo se creó la tecnología y la estructura para construir millares de submarinos durante el conflicto y para introducir en la guerra submarina los adelantos más sofisticados. La aviación, de la mano de la firma Heinkel, comenzó a fabricar biplanos o monoplanos de ala alta, como los modelos He-45 y He-46, que combatieron en la Guerra Civil española en igualdad de condiciones con los que llegaban desde la URSS a las fuerzas republicanas. Pero a partir de 1935 comenzó a construirse el Messerschmitt BF 109, el avión de caza que con diversas mejoras constituyó la espina dorsal de la aviación alemana durante toda la Segunda Guerra Mundial. Las factorías Junker, Heinkel, Dornier y Messerschmitt fueron preparadas en este período para dotar a Alemania de una superioridad aérea que se manifestaría evidente durante los dos primeros años del conflicto. En esa etapa comenzaba a balbucear el arma acorazada alemana, alma de la Blitzkrieg -la «guerra relámpago»- con el diseño de los carros de reconocimiento y de combate PzKw, modelos I, II, III y IV, que constituyeron un conjunto insuperable en la guerra acorazada hasta 1943. Con ellos colaboró una pieza antiaérea, el cañón 88 mm Flak, que llegó a ser empleada por la Legión Cóndor en la Guerra Civil española y que durante la Guerra Mundial se convirtió en la mejor pieza anticarro, y en el cañón que armó a los blindados alemanes más avanzados, los modelos Tiger y Panther.
Pero todo ello hubiera sido poco y no explicaría el fulminante éxito militar de Hitler en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial si no hubiese contado con la vieja Reichswehr, cuyos cien mil soldados y oficiales constituyeron la médula de la Wehrmacht, el ejército de Hitler. Ellos se convirtieron en los cien mil suboficiales y oficiales que instruyeron a los dos millones de soldados que el Führer había reunido en 1939 y los que idearon una nueva concepción de la guerra muy superior a la de los ejércitos que tuvieron enfrente hasta 1943.
Sin embargo, esas formidables fuerzas no existían sino en la mente de Hitler al final del invierno de 1936, cuando decidió remilitarizar la orilla izquierda del Rin. A mediados de febrero ordenó al jefe del Estado Mayor del Ejército, general Von Fritsch, que preparase nueve batallones de infantería y tres grupos de artillería para proceder a una ocupación simbólica de las guarniciones renanas. El 2 de marzo indicó al militar que debería añadir algunas unidades de caballería y de aviación para que la remilitarización fuera completa, aunque por el reducido número de las fuerzas el asunto seguía siendo meramente simbólico, y que estuviera preparado, en espera de órdenes inmediatas, que le fueron transmitidas el día 6 de marzo. A las 12.50 h del sábado, 7 de marzo de 1936, las botas claveteadas de los soldados, las herraduras de los caballos del ejército y los transportes de artillería retumbaron sobre la estructura del puente Hohenzollern, que cruza el Rin en Colonia. El ejército derrotado que cruzó ese puente hacia el norte en 1918 retornaba; eran pocos, pero simbolizaban el tremendo poder que Hitler estaba forjando dentro de Alemania. Así lo entendieron los habitantes de la ciudad, que se precipitaron a la calle para vitorear a los soldados, mientras Goebbels, rodeado por una corte de periodistas llevados allí para que fuesen testigos del acontecimiento, se hacía fotografiar sonriente con los soldados desfilando al fondo.
Hitler hablaba en aquellos precisos instantes ante el Reichstag: «El Gobierno alemán ha tomado hoy la plena e ilimitada soberanía de su ámbito nacional al ocupar la zona desmilitarizada del Rin.» Los aplausos que suscitaron sus palabras no disiparon la inmensa inquietud que sentía en aquellos momentos. Poco después se trasladó a la Cancillería, donde ya llegaban los ecos internacionales de los sucesos de Renania. En París estaba reunido el Gabinete; en Londres no se apreciaba reacción alguna, los políticos ingleses estaban mucho más preocupados por su fin de semana. Por la tarde las noticias eran inquietantes: el general Gamelin, jefe del Alto Mando del Ejército francés concentraba entre 13 y 15 divisiones ante la frontera alemana. El ministro del Ejército, Von Blomberg, aconsejó al Führer que replegara algo las tropas; Hitler, obstinadamente, le replicó que ya había calculado el riesgo y, si tenía que retirar a sus tropas, lo haría a última hora: había que sostener el desafío. Por dentro estaba menos firme. Años después confesaría: «Las cuarenta y ocho horas que siguieron a nuestra irrupción en el territorio del Rin fueron las más angustiosas de mi vida. Si los franceses hubieran atacado, habríamos tenido que retirarnos de modo ignominioso, pues las fuerzas militares de que disponíamos estaban lejos de ser suficientes para ofrecer una resistencia seria» y, en otro momento: «Yo sé bien lo que hubiera hecho de ser francés: habría actuado sin vacilar, no hubiera permitido que un solo soldado alemán atravesara el Rin.»