El 12 de noviembre, los termómetros marcaron 12° bajo cero y las temperaturas continuaron descendiendo hasta menos 35° el 4 de diciembre. Los soldados alemanes fueron sorprendidos con ropas de entretiempo y, además, muy gastadas por la campaña. Los equipos de invierno se retrasaron en la frontera por orden de Hitler, que tenía otras prioridades, lo que supuso un auténtico desastre para la Wehrmacht: los casos de congelación grave afectaron a un 10 por ciento de los efectivos de infantería. La imprevisión frente al invierno fue tan extraordinaria que escaseaba el anticongelante para los motores, por lo que debían permanecer continuamente encendidos, con el consiguiente desgaste mecánico y un extraordinario consumo de combustible. Tampoco habían llegado a primera línea los ganchos que se adaptaban a las cadenas para que los carros de combate pudieran sostenerse sobre el hielo. Los caballos, muy utilizados para mover cargas y piezas de artillería, morían como moscas a causa del frío y del hambre, incapaces de forrajear apartando la nieve, como hacían sus congéneres rusos. En esas condiciones estaba el sector central del frente alemán cuando sus vanguardias alcanzaron los suburbios de Moscú, pero no lograron penetrar en la capital de Rusia porque aquellos ejércitos apenas podían ya dar un paso. Los contraataques soviéticos les rechazaban por doquier, de modo que, entre el 3 y el 5 de diciembre toda la primera línea alemana hubo de pasar a la defensiva, justo cuando los ejércitos soviéticos se disponían a contraatacar.
Hitler no podía creer que, después de haber perdido cerca de tres millones de hombres y no menos de 20.000 tanques, Stalin estuviera contraatacando en el frente de Moscú con diez ejércitos formados por no menos de un millón de hombres, bien dotados de carros, artillería y caballería, mientras la Wehrmacht, con unas pérdidas cuatro veces menores, se hallaba al borde del colapso. Pero el problema alemán era aún más grave del que suponían en Berlín. A comienzos de diciembre, Stalin disponía realmente de unos tres millones de hombres, bien equipados para el invierno y excelentemente armados; sus fuerzas blindadas sólo disponían de 2.600 carros, pero casi todos eran T-34 y KV-1; además, contaba con una importante masa de caballería, muy útil en labores de persecución. Con esas fuerzas rechazó el acoso alemán contra Moscú e hizo retirarse a las divisiones blindadas de Hoepner y Guderian, punta de lanza del dispositivo central de Hitler. Los alemanes, tras el inicial desastre de diciembre, se dispusieron a capear el invierno lo mejor posible y constituyeron un frente formado por «posiciones-erizo», bien abastecidas y capaces de defenderse en todas las direcciones.
Sin embargo, a la Wehrmacht le ocurrió algo peor que su fracaso ante Moscú: enseñó al enemigo su arte de hacer la guerra y le mostró sus puntos vulnerables. También había perdido miles de oficiales y suboficiales irreemplazables y a centenares de jefes de carro con años de entrenamiento y práctica. Nunca los blindados alemanes, aunque fueran más poderosos que los de 1940 y 1941, volvieron a maniobrar con la armonía y celeridad de la primera campaña de Rusia. Y, lo que era peor, sus generales más competentes cayeron en desgracia y fueron retirados del mando: Brauchitsch estaba gravemente enfermo, Reichenau había muerto en combate, Hoepner fue expulsado de la Wehrmacht, Guderian recibió un permiso ilimitado, Von Leeb solicitó el retiro y Hitler se hizo cargo directamente del mando del ejército. Cierto que esta medida fue, inicialmente, acertada, pues infundió espíritu de lucha y sacrificio a un ejército agotado y moralmente hundido. La energía y la falta de escrúpulos del Führer mantuvieron el frente en Rusia, pero esa voluntad política se trasladaría luego a los planes de operaciones, en los que intervendría incluso en los detalles más minuciosos, multiplicando los errores.
Otra consecuencia desastrosa del fracaso ante Moscú fue su repercusión sobre la población civil, que desde el verano era persuadida por la propaganda de Goebbels de que cada una de las sucesivas victorias de la Wehrmacht era la definitiva. Por muchos subterfugios que emplease el ministro de Propaganda, los alemanes, a comienzos de 1942, veían que sus tropas se retiraban, al tiempo que a sus hogares llegaban las terribles notificaciones de la muerte de sus hombres en el frente. Desde que comenzara la guerra, los alemanes habían registrado 270.000 muertos (de ellos, 173.000 en la Unión Soviética) y no menos de 850.000 heridos. Por otro lado, la guerra se acercaba a la patria: seguían los ataques aéreos alemanes contra Gran Bretaña, pero cada día eran más frecuentes las respuestas británicas y los habitantes de las grandes ciudades comenzaron a saber lo que eran las alarmas aéreas, el miedo a los bombardeos, la angustia de los refugios y el desastre e incomodidad de los montones de ruinas en los centros urbanos.
Más sobrecogedora aún para la ciudadanía resultó la noticia de que estaban en guerra con Estados Unidos tras el ataque japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941. Lo increíble es que no fue Roosevelt quien declaró la guerra a Hitler, sino que fue éste quien tomó la iniciativa. El 11 de diciembre, Von Ribbentrop citó en la Cancillería al encargado de negocios norteamericano y, poco después de las 14 h, le leyó la declaración de guerra. Pero una cosa eran las baladronadas de Hitler en el Reichstag, jaleadas por aquella claque, y otra su más íntimo sentimiento. Hay múltiples testimonios que hablan de la inquietud, del desasosiego de Hitler ante la entrada en guerra con Estados Unidos y por la situación en que estaba Alemania, nuevamente obligada a combatir en dos frentes; tanto que decidió aquel mismo diciembre nombrar al mariscal del Aire, Albert Kesselring, comandante supremo del sur.
La vida en Alemania se había ido enrareciendo a lo largo del año. Cada día era más escaso el cupo a que daba derecho el racionamiento y más abundante el trabajo, lo que embrutecía a la población civil, alejándola de cualquier otra preocupación que no fuese la mera supervivencia. Un obrero industrial manifestaría cuarenta años después de la guerra:
«Cuando trabajas con horario partido en tres turnos y cuando, además, te enrolan en el Frente del Trabajo, no tienes tiempo para protestar. Sí, claro, algunos protestaban un poco, pero luego continuaban. Si trabajabas, no tenías tiempo para monsergas. Te levantabas por la mañana a la hora que debías levantarte y no sobrepasabas los tiempos de descanso porque, después de todo, el dinero era tentador. No me preocupaba mucho por los nazis; dejando a un lado mi obligada contribución al Frente del Trabajo, no tenía relación alguna con ellos.»
Sí existía, sin embargo, un frente de oposición callado y tenaz, que terminó en actos de espionaje, sabotaje e, incluso, intentos de asesinato de Hitler o, simplemente, de resistencia pasiva a no colaborar con el sistema. Hubo otras resistencias a las aberraciones del nazismo, por ejemplo al programa de eutanasia impulsado por Bormann, pero bien conocido por Hitler. Se trataba de eliminar a los enfermos incurables y ancianos residentes en asilos, incluidos en la clasificación de «camaradas nacionales improductivos». El obispo protestante de Munster, Von Galen, predicó un famoso sermón, en agosto de 1941, con tan fuertes repercusiones que Von Papen las refleja en sus memorias: