«Parecía realmente grotesco, en el preciso momento en que la nación estaba llamada a desarrollar todavía mayores esfuerzos, el haber comenzado otra campaña contra las iglesias […] Hitler pareció atender a mis argumentos, pero, como en muchas ocasiones anteriores, echaba la culpa de todo a los exaltados del partido. Había dado instrucciones a Martin Bormann para que cesase esta insensatez, pues no estaba dispuesto a soportar conflictos de índole interna. Parece que Bormann dijo a sus Gauleitern que estas instrucciones no debían ser tomadas muy en serio.»
Pero la inquietud política despertada por el obispo Von Galen dio su fruto. Goebbels aconsejó que éste no fuera detenido y el programa de eutanasia quedó en suspenso.
Peor fortuna estaban teniendo los judíos, los gitanos, los Bibelforscher (testigos de Jehová, estudiantes de la Biblia, que eran en Alemania unos 20.000, de los cuales la mitad sufrió penas de cárcel y unos cinco mil perecieron en los campos de extermino), los prisioneros de guerra rusos, la población civil rusa y polaca y los habitantes de todos los países ocupados. En septiembre de 1941, Himmler ordenó que todos los gitanos fueran detenidos y encerrados en campos de concentración, donde deberían ser exterminados: 17.000 de ellos fueron asesinados. Similar resultó el destino de gran parte de los prisioneros de guerra soviéticos, pues Alemania no estaba dispuesta a alimentarlos y, por tanto, los agotó trabajando hasta que murieron o fueron asesinados cuando ya nada más podía sacarse de ellos. Sólo en el campo de Treblinka liquidó a 700.000 prisioneros. Las crecientes necesidades de la industria de guerra fueron cubiertas por población civil deportada de los países vencidos. Procedentes de éstos, más de veinte millones de personas fueron esclavizadas -en su mayor parte rusos y polacos-, aportando pingües beneficios a las empresas que los empleaban y a las SS. Los empresarios solían pagar entre 3 y 6 marcos por trabajador y día a las SS y éstas apenas se gastaban 0,35 marcos diarios en su manutención. Cuando el prisionero había sido reducido a un desecho humano inútil para el trabajo era liquidado, rindiendo su último tributo al Reich: se comercializaban sus cenizas como fertilizantes; sus cabellos, para fabricar fieltro. Sólo el campo de Auschwitz entregó 60 toneladas de cabello humano a la firma Alex Zink, que pagó por ellas 30.000 marcos. Hubo empresas que se constituyeron para aprovechar los últimos residuos humanos como la Acción Reinhard, que adquiría a las SS cuantas pertenencias de los prisioneros pudieran ser comercializadas: relojes, cadenas, joyas, dientes, etcétera.
La guerra no absorbía tanto a Hitler como para hacerle olvidar su odio antisemita. Una directiva de 31 de julio de 1941 le recordaba a Heydrich que las disposiciones existentes dentro de Alemania respecto a los judíos debían, también, imponerse en los territorios ocupados. Para coordinar todos los esfuerzos de los departamentos afectados, Heydrich convocó una reunión en la sede de la Gestapo en Wannsee, a la que asistieron el 20 de enero de 1942 representantes de la Cancillería, de los Ministerios de Justicia, Exteriores e Interior, del Plan Cuatrienal y de las administraciones de los territorios ocupados. Adolf Eichmann, que pertenecía al RSHA (Departamento Superior de Seguridad del Reich) tomó nota de lo tratado y escribió las actas de la reunión. Cuando fue juzgado en Israel, en 1961, declaró que en Wannsee «la discusión consideró la matanza, la eliminación y la aniquilación». En aquella reunión se planificó explotar a los judíos, hombres y mujeres por separado, fundamentalmente en la construcción de carreteras, esperando que la dureza del trabajo aniquilara a muchos de ellos. Los supervivientes deberían ser tratados «según lo acordado» para evitar que, una vez puestos en libertad, el pueblo judío se reprodujese. En Wannsee se cuantificó el «problema judío» en unos 11 millones de seres. Pero ni siquiera la eficacia alemana, las obras públicas de las SS, sus hornos crematorios, sus instalaciones para el gaseado de los prisioneros y las dietas aniquiladoras de sus campos de exterminio pudieron producir tal matanza. Las cifras del holocausto siguen siendo controvertidas, aceptando la mayoría de los especialistas el exterminio de unos cinco millones de judíos.
¿Pero quiénes fueron los responsables directos de semejante vesania? Son docenas, pero hay que destacar a Himmler, a Bormann, a Heydrich, a Kaltenbrunner, a Goebbels, a Keitel (responsable de la represión militar), a Frank, a Frick y, por encima de todos ellos, a Hitler, sin cuyo conocimiento y aquiescencia no se movían en Alemania ni las hojas de los árboles. Y, sin embargo, es curioso constatar la opinión que del Führer tenía la gente sencilla: «Un hombre sincero y hogareño… Ama a los niños y a los perros», decía el jardinero Neisse en 1939. Grete, una jovencita en los días de la guerra, recordaba que su madre, antigua afiliada al NSDAP, jamás obtuvo ningún beneficio salvo sentarse en las filas de honor durante los actos del partido; adoraba a Hitler y cuando llegaban a sus oídos los crímenes horrendos del nazismo aseguraba que eran calumnias de los envidiosos. Sin embargo, la madre de Grete tuvo una experiencia aterradora, pues se encontraba entre los civiles alemanes que fueron obligados por los norteamericanos a visitar el campo de Dachau, pocos días después de su liberación. «Mi madre sufrió una crisis nerviosa y necesitó mucho tiempo para recuperarse.»
También es curiosa la amnesia que afectó a Alemania respecto a la política exterminadora de los nazis: nadie sabía nada, a lo sumo había oído rumores -como le ocurría a la madre de Grete-. Esta ignorancia general es, terminantemente, falsa. Hubo más de 50.000 miembros de las SS que prestaron servicio en los campos de exterminio y que se dedicaron a la matanza de rusos y polacos. Hubo más de 100.000 policías controlados por la RSHA cuyo cometido fue enviar a disidentes, judíos, gitanos, polacos, checos, rusos a los campos de exterminio. Cientos de miles de alemanes vivían cerca de algunos de estos campos y durante cuatro años se les pegó a la piel el olor a muerto que emanaban aquellas instalaciones, a las que llegaban las gentes por docenas de millares y de las que nadie salía con vida. Lo sabían las grandes industrias alemanas, que producían los gases venenosos para exterminarlos o se beneficiaban de su trabajo, de sus objetos o de sus restos. Gran parte de los alemanes supieron fehacientemente lo que estaba ocurriendo, entre otras cosas porque desde que Hitler llegó al poder hasta su suicidio más de dos millones de alemanes murieron a manos de los nazis. ¿Cómo, pues, se produjo tan impenetrable silencio? Durante el III Reich, el terrible crimen fue cubierto por el manto de la propaganda y las bocas, silenciadas con el candado del miedo: nadie quería engrosar la cifra de los encerrados en los campos de exterminio a causa de una indiscreción. Tras la guerra, los alemanes prefirieron «disimular», unos porque defendían su actuación, otros porque no querían complicaciones y los más porque se avergonzaban de lo que había ocurrido a la puerta de su casa. Manfried Rommel, hijo del mariscal Rommel y alcalde de Stuttgart en los años noventa, se refería a esa «ignorancia generalizada»: «Mucho se sabía, algo más se hubiera podido saber y el resto no se quiso saber.»
Claro que los alemanes debieron dedicarse animosamente a sobrevivir a partir de 1942. Entre enero y marzo, las noticias que llegaban del frente del este se reducían a victorias defensivas que obligaban a los ejércitos alemanes a retroceder. Aquel primer trimestre de 1942, 52.000 hombres murieron en los helados campos rusos y 180.000 regresaron a casa heridos. Las calles alemanas comenzaron a estar muy frecuentadas por héroes mancos, cojos o parapléjicos. Mientras, las noticias del norte de África eran muy alentadoras, ya que allí Rommel avanzaba hacia la frontera egipcia. En el mar, los submarinos alemanes amenazaban con aislar las islas Británicas. En el Pacífico, los japoneses se adueñaban de Filipinas, Malasia e Indonesia, y parecían estar a punto de arrojar a los norteamericanos de las Hawai. Hitler preparaba meticulosamente su campaña de primavera contra la URSS y llamaba a filas a nuevas quintas. Un millón de hombres fue instruido entre el verano de 1941 y la primavera de 1942.