Era inútil engañarse con bravatas. Los aliados disponían de una población cuádruple para reclutar hombres y, también, era cuatro veces mayor su capacidad industrial y mucho mejor su posición estratégica. En el frente del este, al concluir el invierno de 1942-1943, los alemanes habían retrocedido sensiblemente respecto a las posiciones del año anterior y los generales soviéticos ya tenían claro que ellos serían los vencedores. En el norte de África, la desesperada resistencia germano-italiana era sólo un espejismo del duro desierto: los aliados, señores del Mediterráneo, eran dueños de la victoria. En el mar, mientras los hundimientos ocasionados por los submarinos de Doenitz descendían a la mitad de los del año anterior, las construcciones navales anglo-norteamericanas se duplicaban. En el aire, la Luftwaffe era literalmente barrida por la superioridad numérica y tecnológica de la aviación aliada que, día y noche, comenzó a destruir los centros industriales y las ciudades alemanas, italianas y francesas. En 1943 sufrieron atroces bombardeos Hamburgo, Berlín, Bremen, Rennes, Ruán, Burdeos, Nantes y Roma, los campos petrolíferos rumanos de Ploesti, los centros fabriles de Renania, Colonia, etc. Y, en el Pacífico, las cosas no marchaban mejor; los norteamericanos desembarcaban victoriosamente en las islas Aleutianas, en las Salomón, Nueva Georgia y Nueva Guinea. A lo largo de 1943, el Eje fue obligado a rendirse en el norte de África y los aliados desembarcaron en Italia, donde fue depuesto Mussolini; en el frente del este fracasaba la última gran ofensiva alemana, la tenaza sobre el saliente de Kursk. En la Unión Soviética, incluso el aire comenzó a pertenecer a la aviación roja y, en adelante, todas las ofensivas serían iniciativa de Stalin.
No era menos preocupante la situación en el Mediterráneo en aquel otoño de 1943. Italia se había pasado al bando aliado y se enfrentaba a Alemania. Mussolini, liberado en el Gran Sasso, constituía el gobierno fascista de Saló, títere de las decisiones alemanas. Ante el aliado en desgracia, Hitler tenía palabras magnánimas:
«Es lógico que esté triste ante la singular injusticia que se comete con este hombre y ante el humillante trato que se le ha conferido. Este líder político, durante los veinte años últimos, ha luchado únicamente por el bienestar de su pueblo y ahora se le trata como a un vulgar delincuente.»
En consecuencia, ordenaba a sus fuerzas que fusilaran a todos los jefes italianos que se opusieran a las fuerzas alemanas a la par que debía reforzar sus ejércitos del sur para frenar el avance aliado. Hitler, que había odiado la posibilidad de tener que combatir en dos frentes, estaba abocado a hacerlo en cuatro: el este, Italia, el aire y, pronto, Francia.
A finales de aquel desastroso año, Alemania aún tenía un formidable ejército, compuesto por unos cuatro millones de hombres, pero el país se agotaba. Sus muertos sobrepasaban el millón, sus mutilados graves eran una cifra similar y constituían un reclamo contra la guerra en todas las ciudades germanas. Peor todavía era el acoso aéreo de los ingleses durante las interminables noches y de los norteamericanos durante los angustiosos días. En diciembre de 1943, los norteamericanos efectuaron 5.618 misiones de bombardeo sobre territorios dominados por el III Reich, lanzando más de 25.000 toneladas de bombas sobre centros fabriles, nudos de comunicaciones y campos petrolíferos. Simultáneamente, los británicos se cebaron en las ciudades alemanas: entre noviembre y diciembre de 1943 arrojaron sobre Berlín más de 14.000 toneladas de bombas, convirtiendo la capital del Reich en un campo de ruinas. En conjunto, británicos y norteamericanos tiraron sobre Alemania 135.000 toneladas de bombas en 1943, causando una formidable destrucción civil, tanto en personas como en estructuras. Menos apreciable fue su efecto en la producción industrial, que batió ese año todos los récords, pero debe resaltarse que a la defensa antiaérea del Reich se dedicó a partir de entonces casi una cuarta parte de los hombres y un porcentaje similar de la producción artillera, más que los empleados, por ejemplo, en Italia y Francia (10 y 20 por ciento, respectivamente).
Mientras las ciudades alemanas se convertían en escombros, sus habitantes eran acosados por el incesante peligro de los bombardeos, por el hambre que no podían calmar las escuálidas porciones del racionamiento, por el luto que ya afectaba a la mayoría de las familias, por el agotamiento de interminables jornadas laborales, por el miedo a la Gestapo, cuyas cárceles estaban atestadas de gentes que se habían atrevido a disentir. Hacia ese pueblo alemán, agotado, famélico, aterrado, pero que aún combatía con desesperación en el frente y en la retaguardia, Hitler sólo sentía desprecio: «Si el pueblo alemán nos defrauda, no merece que luchemos por su futuro; en ese caso podríamos prescindir de él con toda justicia.»
Luego estaba Francia. Desde finales de 1943, un criado turco de la embajada británica en Ankara, que se hacía llamar por el nombre clave «Cicerón», le estaba proporcionando al embajador alemán en Turquía, Von Papen, un interesante material que informaba de la apertura del segundo frente, cuyo nombre clave era «Overlord». Hitler hablaba del asunto en su directiva número 51:
«… El peligro continúa en el este, pero una amenaza todavía mayor ha surgido en el oeste: ¡un desembarco anglo-norteamericano! En el este, la magnitud del territorio nos permite ceder terreno, incluso en importantes proporciones, sin que el sistema neurálgico alemán padezca un desastre irreparable. ¡Pero la situación no es igual en el oeste! Si el enemigo consiguiera perforar nuestras defensas, las consecuencias serían desastrosas. Todo indica que el enemigo iniciará una ofensiva contra la fachada occidental europea no más tarde del final de la próxima primavera o, tal vez, antes.»
En previsión del ataque aliado en la fachada atlántica de los países conquistados en 1940, Hitler había ordenado construir la «Muralla del Atlántico», una línea de fortificaciones que iban desde la frontera española hasta Noruega. Realmente la Muralla era un término muy pretencioso, pues en pocos lugares era verdaderamente consistente, tal como pudo comprobar el mariscal Rommel cuando, a finales de 1943, Hitler le encomendó la misión de acelerar las construcciones defensivas.
Para defender esa costa atlántica contaba Hitler con cerca de medio millón de hombres, cuya vida resultaba más incómoda cada día debido a la creciente resistencia francesa. Los franceses habían sido, en general, unos colaboradores cómodos de los alemanes en 1940, pero en 1941 Berlín comenzó a necesitar su mano de obra y a deportarla a Alemania y eso lanzó a muchos franceses al maquis. La resistencia aumentó en 1942, hasta el punto de que los alemanes ejecutaron a 476 rehenes entre noviembre de 1941 y mayo de 1942 para frenar la oleada de atentados. Los efectivos de la resistencia, su coordinación y sus medios subieron vertiginosamente en 1943. En ese año se les enviaron desde Gran Bretaña 8.455 toneladas de material, de las que los alemanes lograron interceptar casi la mitad. De la eficacia de la resistencia es buena muestra que, en mayo de 1944 -en vísperas de la operación «Overlord»-, destruyese más locomotoras, vagones de tren y metros de vía férrea que la aviación anglo-norteamericana en toda aquella primavera. No menos expresivas son las cifras de atentados, 7.597, contabilizados por los alemanes entre septiembre de 1943 y marzo de 1944. Otro dato elocuente de su actividad fueron sus bajas, 8.230 muertos y 2.578 desaparecidos. La resistencia activa contó en su momento álgido con unas 150.000 personas, de las cuales dos tercios fueron informadores y correos; la tercera parte, hombres armados.
Con ser importante el acoso de la resistencia, lo que más preocupaba a los alemanes en Francia era adivinar dónde descargarían su golpe los aliados. Había tres opiniones: Rommel suponía que el punto elegido por sus playas y escasas defensas sería la bahía del Sena; Von Rundstedt, comandante en jefe del oeste, creía que la elección aliada recaería sobre Calais, mejor defendido, pero más próximo a las islas Británicas y con mejores comunicaciones hacia París; Hitler opinaba que, incluso, podrían desembarcar más al norte, para caer sobre los Países Bajos y atacar directamente el corazón de Alemania. Consciente de los interrogantes que se estarían planteando los generales de Hitler, el mando aliado, presidido por el general Eisenhower, les obsequió con una formidable campaña de desinformación: bombardeó por igual las defensas de las posibles zonas de desembarco e hizo lo imposible por hacer creer a los alemanes que «Overlord» caería sobre la zona de Calais. La segunda gran cuestión que se planteaban los mandos alemanes era cómo había que responder ante el ataque. Rommel sostenía que era imprescindible arrojar a los aliados al mar en las mismas playas de desembarco; Von Rundstedt, por el contrario, defendía que la resistencia en la costa era imposible, por lo que debería derrotárseles cuando avanzasen hacia el interior sin haber consolidado suficientemente sus cabezas de playa ni organizado a fondo sus suministros.