Nadie podía explicarse en qué se fundaban sus ilusiones salvo, quizá, la demencia. Regresó a Berlín desde el «Nido del Águila» uno de sus múltiples cuarteles generales durante la guerra, el 16 de enero. Su tren cruzó docenas de estaciones ferroviarias en ruinas y sufrió demoras que le parecieron intolerables, debidas a la formidable destrucción sembrada en Alemania por los bombardeos aliados. Uno de los coroneles de aquel Estado Mayor que le acompañaba permanentemente pronunció la frase que resumía el momento: «Berlín será el más práctico de nuestros cuarteles generales, pues pronto podremos ir en tranvía al frente del este y al frente del oeste.» Hitler encontró Berlín irreconocible; ni los servicios municipales movilizados por su llegada lograron despejar los escombros que cortaban algunas calles. Se calculaba que había en la ciudad 1.800.000 viviendas y que la mitad de ellas habían sido alcanzadas por las bombas, resultando inhabitable un tercio. Un ala de la Cancillería se había derrumbado, el jardín era un paisaje lunar a causa de los cráteres de la bombas, no había ni un cristal entero en todo el edificio e, incluso, las habitaciones privadas de Hitler eran la imagen de la desolación: fueron limpiadas apresuradamente, pero los muebles estaban rayados y deteriorados por los desprendimientos de yeso y las paredes tenían múltiples grietas. Pese a eso, Hitler se quedó allí a vivir los últimos días de aquel infierno que él había desatado, hasta que nuevos bombardeos le obligaron a internarse en el búnker.
En aquel comienzo de 1945, nefasto para los nazis, se estaba produciendo una conferencia interaliada cuyas repercusiones han alcanzado el siglo XXI: Yalta. En la estación balnearia de Crimea se dieron cita los tres grandes, Stalin, Roosevelt -que para entonces era poco más que un cadáver ambulante- y Churchill. Allí decidieron las fronteras de la posguerra, el nacimiento de la ONU, las zonas de influencia de las ideologías soviética y capitalista, la división de Alemania, etc. Un montaje que se ha ido desplomando a lo largo de medio siglo, pero del que todavía quedan retazos.
Las noticias difusas de Yalta impresionaban poco a Hitler, que enloqueció de furia, sin embargo, cuando se enteró el 7 de marzo de que un pequeño grupo de combate norteamericano había logrado tomar el puente de Remagen sobre el Rin. En aquel caos, Remagen era poco más que una anécdota que, incluso, fue mal aprovechada por los norteamericanos, pero bastó para que Hitler volviera a mostrar una de sus cóleras asesinas y uno de sus empecinamientos absurdos. Por un lado, ordenó el fusilamiento de cuatro de los responsables de unidades próximas al puente y, por otro, mientras Alemania se hundía en el caos, aquel puente fue objeto de todo tipo de ataques, empleando incluso cohetes V-2. El puente se caería solo, mientras los aliados, en su formidable ofensiva del 23 y 24 de marzo, cruzarían el Rin por otros puntos y avanzarían impetuosos hasta el Elba. Medio millón de soldados alemanes resultaron muertos, heridos, capturados o dispersados en estas operaciones. La marcha hacia Berlín sería un paseo militar y, sin embargo, los anglo-norteamericanos se detuvieron en la margen izquierda del Elba: Eisenhower regaló Berlín a los soviéticos. Dicen que el general Bradley informó a su superior que alcanzar la capital alemana les costaría, como mínimo, 100.000 mil hombres y que, a la vista de semejante precio, Ike renunció a la capital alemana. Si esto fue así, demostraría que Bradley no tenía ni idea de las fuerzas alemanas que le cerraban el camino hacia Berlín -no más de 250.000 hombres mal armados, sin aviación, completamente desmoralizados y sin el más mínimo interés en seguir combatiendo contra los aliados occidentales- y que Eisenhower era un ciego político. Las consecuencias de aquella decisión duraron hasta 1989.
Stalin, evidentemente, conocía mejor el valor simbólico y material de la capital alemana y, aunque sus tropas estaban agotadas tras los formidables embates de enero, febrero y marzo, ordenó a sus mariscales que reanudaran la ofensiva. El 16 de abril, el Grupo de Ejércitos del mariscal Zukov abrió fuego con 20.000 cañones a lo largo de 100 km del frente del Oder. Berlín, a unos 80 km de distancia, pudo escuchar sobrecogida el eco del cañoneo. La resistencia alemana duró cuatro días, al cabo de los cuales sus gastadas unidades fueron dislocadas, envueltas, apresadas, rechazadas o destruidas.
Ese nuevo desastre ocurrió justamente el día 20 de abril, en el que Hitler cumplió cincuenta y seis años. A mediodía subió torpemente las escaleras del búnker y salió al jardín de la Cancillería, donde felicitó con voz apagada a un grupo de chicos de las Juventudes Hitlerianas que se habían distinguido en la lucha. Fue esa la última vez que vio la luz del día. Por la tarde, se dieron cita en el búnker muchos militares y políticos relevantes para felicitarle; recibió uno tras otro a los principales y charló privadamente con ellos unos minutos. Después, sostuvo una reunión de guerra en la que no pudieron convencerle de que abandonara Berlín; sin embargo, ordenó que Doenitz, con los mandos principales de la Jefatura Militar, incluyendo a Keitel y Jodl, estableciera su puesto de mando en el norte de Alemania, mientras Goering, que había dispuesto una enorme caravana de camiones con todos sus tesoros -retirados de sus casas berlinesas y del palacio de Karinhall- se dirigiría hacia Berchtesgaden…Algunos testigos presenciales aseguraron que Hitler se quedó pasmado ante la marcha de Goering; otros, sin embargo, aseguraron que Hitler le despidió cariñosamente, rogándole que tuviera precauciones ante la posibilidad de que los aliados hubieran cortado ya las carreteras. Cuando se fueron, el búnker quedó silencioso. Ya en su despacho, Hitler comentó a las dos secretarias que le acompañaban: «Me siento como un lama tibetano, haciendo girar inútilmente la vacía rueda de oraciones. Debo forzar aquí el destino o moriré en Berlín.» Al día siguiente, por la mañana, fue despertado por su mayordomo, Linge, que, muy asustado, le aseguró que la artillería soviética disparaba sobre Berlín. Efectivamente, era una batería pesada que fue localizada a unos 20 km del corazón de la ciudad. Los soviéticos habían roto las líneas alemanas y avanzaban con rapidez hacia la capital de Hitler. Tres días después, el 24 de abril, la tenaza soviética se cerraba sobre Berlín.
Dentro de la ciudad quedaban más de 2.000.000 de civiles y unos 200.000 hombres armados procedentes de unidades desarticuladas -que se retiraban ante el avance soviético-, de la policía, de los batallones ministeriales, de los municipales, de las Juventudes Hitlerianas y de la Volkssturm. Poseían armas heterogéneas, pues cuantos ingenios bélicos se hallaban en los talleres de Berlín y alrededores fueron incorporados a la defensa de la capital, pero en su mayoría eran armas individuales: rifles, fusiles de asalto, ametralladoras, pistolas y Panzerfausten (las granadas de carga hueca, pensadas como anticarro, que en Berlín se emplearon con enorme eficacia en la lucha callejera).
Ésas eran ya las últimas tropas de Hitler, pues las otras fuerzas, a las que insensatamente se aferrarían hasta el último momento los ocupantes de la Cancillería, eran poco menos que vanas esperanzas. El 9.° Ejército del general Busse constituía una bolsa móvil que se retiraba desde el Oder y avanzaba hacia el oeste, rodeada de ejércitos soviéticos, llevando en su interior millares de civiles fugitivos. La extraordinaria pericia de Busse les condujo hasta el Elba, tras dos semanas de combates, donde se rindió a los aliados. Felix Steiner era un general de las SS promocionado a última hora por Hitler. Recibió la orden de romper el cerco de Berlín por el norte y se encontró ante fuerzas soviéticas muy superiores en número y armamento, por lo que pasó inmediatamente a la defensiva. Steiner era un tipo brutal y poco hábil, pero no idiota, y sabía muy bien que aquellas heterogéneas tropas que mandaba, armadas con poco más que fusiles y ametralladoras, no constituían un ejército de choque capaz de perforar las líneas de Zukov. Steiner fue sustituido por el general Holste, que tampoco pudo cambiar la situación de inferioridad en que se hallaban sus soldados. Mayor fundamento tuvieron las esperanzas en Wenck, un buen general, al mando del 12.° Ejército, que desde el Elba giró hacia Berlín, importándole poco Hitler y su camarilla, pero mucho la población civil de la capital. Sus tropas libraron épicos combates con las vanguardias soviéticas por romper el cerco, consiguiendo enlazar el 28 de abril con la guarnición de Potsdam y con las vanguardias de Busse. El 29 de abril, los Ejércitos 12.° y 9.°, agotados y fuertemente presionados por los soviéticos, comenzaron a replegarse hacia el Elba. Hitler debía enfrentarse a solas con su destino.