Cerca de la medianoche del 29 de abril llegó al búnker el jefe de la defensa de Berlín, general Weidling. Desconocía la situación fuera de la ciudad, pero sus noticias de la lucha callejera eran malas. Se combatía con fiereza a aquellas horas en la estación de Potsdam, pero sus hombres carecían de granadas y armas pesadas; ya no había medios para reparar los carros de combate ni los cañones de asalto y escaseaban los Panzerfausten.
«Mein Führer, nuestros hombres están luchando con una entrega y una fe sin límites, pero estamos siendo desbordados y acorralados. No podremos sostener la lucha durante veinticuatro horas más.»
Se produjo un silencio sepulcral, interrumpido por un hilo de voz de Hitler que preguntaba al general de las SS Mohnke, jefe militar del búnker, si compartía aquella opinión.
«Sí, Mein Führer, ya carecemos de armas pesadas y son muy escasas las municiones. No podemos cubrir los huecos de los muertos por falta de todo tipo de reservas. Incluso es tan reducido el espacio que nos queda que estamos expuestos a ser divididos en dos zonas por los ataques soviéticos.»
Hitler había escuchado bastante. Se incorporó con un gran esfuerzo e hizo ademán de abandonar la pequeña estancia, pero fue detenido por la pregunta del general Weidling:
«Mein Führer, ¿qué órdenes debo dar a nuestros hombres cuando ya no dispongan de munición?»
Hitler meditó unos segundos:
«Como no puedo permitir la rendición de Berlín, cuando se agoten las municiones, sus hombres se reunirán en pequeños grupos y tratarán de cruzar las líneas soviéticas y de reunirse con las fuerzas del almirante Doenitz.»
Abandonó la habitación, pero la última idea le preocupaba tanto que, a continuación, escribió una carta confirmando esta orden a los generales Weidling y Mohnke. Apenas había terminado de redactar la nota, cerca de la medianoche, cuando llegó el esperado telegrama de Keitel que respondía a las cinco preguntas formuladas por Hitler a las 19.52 h:
«1) La vanguardia de Wenck ha quedado detenida al sur del lago Schwielow. 2) En consecuencia, el 12.° Ejército no puede proseguir su ofensiva hacia Berlín. 3) El grueso del 9.° Ejército está cercado. 4) Las fuerzas de Holste se han visto obligadas a pasar a la defensiva.»
Un impresionante silencio acogió la lectura del telegrama. No necesitaron comentario alguno para entender lo que aquello significaba: las últimas fuerzas alemanas estaban siendo rechazadas. Cualquier esperanza de auxilio quedaba descartada. Estaban condenados a muerte.
Es imposible precisar cuánto duró aquella situación, pero a alguna hora entre las 2 y las 4 de la madrugada del 30 de abril, Eva Braun reunió a las mujeres en el pasillo de la planta superior del búnker, que hacía las veces de comedor comunitario. Magda Goebbels, las secretarias, la cocinera, varias enfermeras y esposas de oficiales que prestaban servicio allí, se alinearon junto a las paredes. Pálidas, ojerosas, cansadas, eran la vívida imagen de la derrota alemana. Hitler salió de su despacho, acompañado por Bormann, subió arrastrando los pies las pocas escaleras que separaban ambos pisos y les fue estrechando la mano en silencio, una tras otra, musitando frases ininteligibles en respuesta a tímidos mensajes de esperanza. Una enfermera perdió los nervios y le endilgó un histérico discurso, pronosticándole la victoria. Hitler cortó su perorata: «Hay que aceptar el destino como un hombre», dijo con voz ronca y siguió estrechando manos. Cuando terminó, regresó a su despacho seguido de su sombra, Martin Bormann.
La enfermera Erna Flegel -cuyas declaraciones a los agentes norteamericanos del Strategic Service Unit, en 1945, fueron hechas públicas en julio de 2001- corrobora la patética despedida: «Una mujer le animó "Führer creemos en usted y en la victoria". Él respondió: "Cada uno debe permanecer en su puesto y resistir y si el destino lo decide, deberá caer allí"… luego se alejó mortalmente cansado.»
La despedida del Führer fue interpretada como su intención inmediata de suicidarse. La voz corrió rápidamente por la planta superior del búnker y pronto fue notable el ruido de voces, risas y fiesta. Los soldados de las SS, largamente recluidos en su vigilancia del búnker, solían salir por la noche a hacer razias por los alrededores en busca de mujeres con las que divertirse. Esas fiestas eran discretas, conocidas y toleradas, pero aquella madrugada, la francachela dominaba cualquier sonido bélico del exterior, hasta el punto de que el propio Hitler pidió a sus ayudantes militares que impusieran orden y silencio; pero parece que no tuvieron mucho éxito, pues en la juerga participaba el propio general Rattenhuber, jefe de la guardia personal del Führer. Para Hitler debió de resultar amargo que su próxima muerte pudiera generar tal algarabía, incluso entre las gentes más allegadas. Sin embargo, no se trataba de un estallido de júbilo, sino de una sensación de alivio por el final de aquella tremenda opresión en que vivían desde hacía semanas y, a la vez, una válvula de escape ante el temor a lo que, ineluctablemente, estaba a punto de ocurrir. Todos sabían que en pocas horas habrían muerto o serían prisioneros de los soldados soviéticos. No se sabe si Hitler pensaba quitarse la vida aquella madrugada, pero lo cierto es que hacia las 4 h había desistido y se retiró a su habitación con Eva Braun, dispuesto a dormir y a vivir, a la mañana siguiente, los desastres que deparase el nuevo día.
El día 30 de abril Hitler se levantó extrañamente descansado. Había dormido bien cinco o seis horas, más que lo habitual en los últimos tiempos. Se afeitó cuidadosamente, rasurando con su navaja -«no me gusta que nadie ande con una navaja junto a mi cuello», comentó en una ocasión a una de sus secretarias- la dura barba canosa que se ocultaba en las arrugas de su cuello. ¿Y si ocurriera un milagro? En muchas ocasiones comprometidas de su vida ocurrió un prodigio que las resolvió a su favor. Amargamente, desechó aquella fugaz esperanza. Los hados hacía tiempo que le habían vuelto la espalda. Se vistió con pulcritud y buen gusto: camisa verde y traje negro, con calcetines y zapatos a juego. Salió a su despacho; Eva no estaba y decidió irse a desayunar solo, pero en ese momento llamaron a la puerta. Era el comandante militar del búnker, general de brigada Mohnke, que traía algunas noticias ligeramente alentadoras. Durante la noche había continuado la feroz pelea por cada piedra de Berlín. La artillería soviética había disminuido la intensidad de su fuego, algo perceptible incluso aquella mañana en el búnker, pero la infantería mantuvo sus ataques concéntricos y la presión de sus cuñas, desde el norte y el sur, tratando de cortar en dos el centro de la ciudad, lo único que aún se defendía. Según Mohnke, las SS habían inundado los túneles del metro, ahogando o rechazando a los rusos que avanzaban por ellos y contraatacando en las salidas, a favor de la sorpresa, con una lluvia de granadas de mano y de mortero. Se había recuperado -en un asalto a base de bombas de mano y de cuchillo- la estación de metro de Schlessischer y algunos edificios, con lo que la presión soviética era un poco menos agobiante que a última hora del día 29.