El adiestramiento, que duró hasta octubre, no fue muy consistente porque los jefes del regimiento eran casi todos reservistas, comenzando por el propio coronel List. De aquellos tres meses Hitler apenas si recordaba otra cosa que su impaciencia por salir hacia el campo de batalla. Los periódicos publicaron durante ese período la formidable sucesión de victoriosos avances que condujeron a los ejércitos alemanes hasta el Marne. Los reservistas leían rabiosos que los parisinos ya escuchaban atemorizados el lejano fragor de los cañones; parecía claro que la guerra acabaría antes de que ellos completaran la instrucción. Pero los franceses y británicos lograron frenar la ofensiva alemana y pronto fueron necesarias nuevas tropas para reemplazar a los cansados ejércitos que habían operado sin un día de reposo durante tres meses. El 21 de octubre de 1914 el regimiento List salía hacia Francia y, tras atravesar las ciudades flamencas, asoladas por la guerra, llegaron al frente de Yprés el día 28. En la mañana siguiente, Adolf tuvo su bautismo de fuego.
«… Pronto llegaron las primeras andanadas, que explotaron en el bosque y arrancaron árboles como si fueran arbustos. Nosotros mirábamos muy interesados, sin una idea real del peligro. Nadie estaba asustado. Todos esperábamos con impaciencia la orden "¡Adelante!" La situación era cada vez más tensa. Oíamos decir que alguno de los nuestros había caído herido […] Apenas podíamos ver nada entre el humo infernal que teníamos enfrente. Por fin llegó la tan esperada orden: "¡Adelante!"
»Saltamos en tropel de nuestras posiciones y corrimos por el campo hasta una pequeña granja. Las granadas estallaban a derecha e izquierda, pero nosotros no les hacíamos ningún caso. Permanecimos tendidos allí durante diez minutos y entonces nos ordenaron de nuevo que avanzásemos. Yo iba al frente, delante de mi pelotón. El jefe del pelotón, Stoever, cayó herido. ¡Dios mío -yo apenas tenía tiempo de pensar- la lucha empezaba en serio!…»
Así describía Hitler, en una carta de 1915, su primera batalla, en la que aquellos soldados bisoños, con escasa protección artillera, fueron empleados como carne de cañón, hasta el punto de que en cuatro días de lucha ininterrumpida el regimiento List había pasado de 3.500 hombres a sólo 600, varias compañías fueron disueltas para completar los efectivos de las otras y sólo quedaban 30 oficiales aptos para el combate. La unidad hubo de ser enviada a retaguardia para reorganizarse, pero a mediados de noviembre volvía a la acción.
El comportamiento de Hitler en estos combates debió ser muy valeroso porque fue ascendido a cabo, recibió la Cruz de Hierro de segunda clase y fue destinado a labores de enlace. De las tres distinciones era ésta, probablemente, la más importante. La tropa que se pudría en las trincheras envidiaba a los enlaces y les consideraba unos enchufados; los enlaces vivían en la retaguardia, comían caliente y siempre hallaban raciones suplementarias de alimentos en el Estado Mayor o entre la población civil; solían dormir en lugares secos y abrigados, a salvo de ataques de artillería o asaltos imprevistos; no tenían que salir de las trincheras con la bayoneta calada y jugarse la vida en avances segados por las ametralladoras. Si bien eso era parcialmente verdad, a cambio de esas comodidades los enlaces sufrían pérdidas más elevadas que el resto de la tropa, hasta el punto de que operaban por parejas para garantizar que los mensajes llegaran a su destino y aun así, a veces, ambos perecían en el camino; en los primeros tres años de guerra, de un total de 14, murieron 12 de los enlaces del batallón de Hitler. Se requería que fueran muy valerosos, para cruzar sin vacilaciones campos batidos por el fuego enemigo; que tuvieran buen sentido de la orientación, para localizar las posiciones avanzadas y llegar ellas incluso durante la noche o a pesar de las mayores inclemencias del tiempo, y que fuesen astutos, para burlar a las patrullas enemigas.
Hitler dio sobradas muestras de todas esas virtudes porque sobrevivió a la guerra después de haber cumplido centenares de misiones, recibiendo solamente una herida. Fue, según sus jefes y compañeros, un soldado que, incluso, se excedía en el cumplimiento del deber, presentándose voluntario en cuantas ocasiones se solicitaban y rechazando hasta 1917 los permisos que reglamentariamente le correspondían. Por eso, a lo largo de la guerra recibió numerosas condecoraciones: la mencionada Cruz de Hierro de segunda clase, la Cruz del Mérito Militar de tercera clase con espadas, el diploma del regimiento, la Cruz de Hierro de Primera Clase -una de las más apreciadas y rarísima entre la tropa-, la Cinta Negra -que se concedía a los que sufrían heridas de guerra- y la Medalla al Servicio Militar de tercera clase. Pese a ser un soldado sin duda heroico, un escrupuloso observador del reglamento -hasta el punto de asistir a los oficios religiosos, pese a su anticlericalismo, porque así lo decían las ordenanzas- y uno de los hombres de tropa más condecorados del ejército alemán, Hitler nunca fue ascendido por encima del modesto grado de cabo.
Ésta es una de las cuestiones que más ha sorprendido a sus biógrafos al tratar esta época. ¿Por qué no ascendió Hitler en un ejército que a lo largo de la guerra sufrió cerca de dos millones de muertos, muchos de los cuales eran suboficiales y oficiales? Sin duda se trataba de un tipo excéntrico, inquieto, malhumorado; un discurseador que tenía a sus compañeros aburridos con sus teorías nacionalistas y antisionistas; un lector retraído, que pasaba muchos ratos leyendo a Schopenhauer y a Nietszche, mientras sus camaradas jugaban a las cartas; un misógino que no solamente no compartía el interés de sus compañeros por el sexo femenino, sino que les reprochaba sus aventuras con las muchachas francesas o belgas; su imagen física chocaba con los clichés populares en el ejército: desgarbado, encogido, aparentemente débil; carecía de la concisión y claridad que apreciaban los militares: era incapaz de dar una respuesta rápida y concreta; por el contrario, sus informes eran largos, farragosos y cargados de digresiones.
Uno de sus compañeros de guerra, destinado también a misiones de enlace, Hans Mend, escribió un libro en los años treinta en que se resaltaban hasta la exageración las hazañas de Hitler (Adolf Hitler en el frente, de 1914 a 1918, citado por Lothar Machtan). Fue un trabajo encargado y pagado por el partido nazi para realzar los méritos militares de aquel político que ya aspiraba a la Cancillería. Algún tiempo después, en 1932, parece que Mend trató de extorsionar a Hitler y relató en diversos momentos que el líder nazi sostuvo durante años una relación homosexual con otro compañero de armas, Schmidt, que proseguiría en Munich, tras la desmovilización de ambos. Según el mismo testigo, Hitler había sido un cobarde «emboscado» que debía su fortuna a que jamás se había expuesto al fuego enemigo; sus condecoraciones se debían a la mentira, a sus dotes de actor y a sus actividades homosexuales. Más aún, la anómala falta de ascensos se debería a que no quería separarse de su «novio». Esta historia -resaltada por Machtan- sería espectacular si el testigo tuviera garantías, pero se trataba de un sablista y extorsionador habitual, «un tipo poco fiable» que visitó varias veces las cárceles por estafa y chantaje. Todo indica que Mend fue un hombre utilizado unas veces por el aparato de propaganda del partido, otras por los servicios secretos de Canaris y probablemente también por los de Himmler. Cada uno de ellos le pagó la historia que le interesaba oír. Sus versiones peyorativas sobre el valor de Hitler están en abierta contradicción con otros testimonios -que, ciertamente, pudieron ser también fabricados- y con sus condecoraciones, éstas más difíciles de lograr con simples actuaciones teatrales. Sea como fuere, algunos de los defectos dominantes en la personalidad de Hitler fueron perfectamente captados por Hans Mend: era un mentiroso crónico, capaz de emplear el engaño para conseguir sus propósitos y un actor consumado para dar ante los demás una imagen bien diferente a la realidad.