Pese a esta visión, la que la mayoría de sus compañeros guardó de él correspondía a un hombre aislado, con escasos amigos, incapaz de divertirse con sus camaradas; su tiempo libre solía pasarlo con un libro en las manos o con sus dibujos, algunos de los cuales son bastante mejores que las postales de Viena o Munich. En suma, su carácter, costumbres y apariencia chocaban con los que eran habituales en el ejército alemán. Algunos biógrafos han mencionado, incluso, su antisemitismo como una de las posibles causas de su marginación en los ascensos: en aquel ejército combatían unos 100.000 judíos y lo estaban haciendo con singular distinción, puesto que 23.000 fueron ascendidos y 35.000 condecorados.
Aparte de excéntrico, reglamentarista y misógino, Hitler comenzó a disfrutar entre sus compañeros de una bien ganada fama de afortunado y casi de invulnerable. Efectivamente, el regimiento List combatió las batallas más duras de la Primera Guerra Mundial y padeció un escalofriante 60 por ciento de bajas, de las cuales casi la mitad fueron mortales; en esa unidad, el enlace Hitler fue respetado por la metralla hasta los combates del Somme, en el verano-otoño de 1916, en los que perecieron cerca de un millón de hombres entre ambos bandos. Allí, a finales de septiembre, se repitió la excelente fortuna del cabo Hitler, que estaba sentado junto a algunos compañeros en un refugio cuando una granada británica les alcanzó de lleno: cuatro resultaron muertos, seis fueron heridos gravemente y sólo dos quedaron indemnes, aunque Adolf padeció algunas lesiones leves en el rostro. Sin embargo, el 5 de octubre de 1916, mientras realizaba una misión de enlace a la que se había presentado voluntario, recibió un cascote de metralla en el muslo, quedando tendido en el campo de batalla hasta que fue retirado por los servicios sanitarios horas después. Sus compañeros siguieron considerándole afortunado: la herida era lo suficientemente grave como para mandarle a un hospital de Alemania, pero no para poner en peligro su vida y ni siquiera la correcta movilidad de su pierna.
Tres días después se hallaba en el hospital de Beelitz, cerca de Berlín. Hacía dos años que Hitler no regresaba a Alemania, dos años de combate ininterrumpido, inconsciente de lo que estaba ocurriendo en la retaguardia. En el hospital, Hitler comenzó a ver los primeros signos de derrotismo: soldados felices de haber sido heridos o que explicaban sin rubor su habilidad para automutilarse; allí, el sufrido cabo, que jamás tenía queja alguna de las penalidades de la guerra, dio muestras de impaciencia: le parecía que, a veces, el personal sanitario resultaba poco diligente y que la alimentación era, con frecuencia, de mala calidad; echaba en falta, sobre todo, los dulces y las ingentes cantidades de té caliente y muy azucarado que solía ingerir en el frente.
Durante su convalecencia, que duró dos meses, tuvo la oportunidad de visitar por vez primera Berlín. La capital del Reich no le impresionó; lo que más le llamó la atención fue el clima de descontento y derrotismo que podía percibir por todas partes. El invierno de 1916-1917 fue muy frío y el combustible para las calefacciones estaba racionado, lo mismo que los alimentos; las gentes andaban mal vestidas, flacas y en la calle no se veía alegría alguna. Lo que sí podía encontrarse eran octavillas clandestinas que decían, por ejemplo: «¡Abajo los mercaderes de la guerra a ambos lados de la frontera! ¡Poned fin a este asesinato masivo!»
Fue dado de alta en diciembre y destinado a un batallón de reserva que prestaba servicio en Munich. Allí vio lo mismo que en Berlín: cansancio, desengaño y ansias de que la guerra terminara. Acerca de su impresión al regresar a la capital bávara, Hitler escribió: «Apenas conseguía reconocer el lugar. ¡Ira, agitación y maldición, doquiera que uno fuese!» Políticamente, la situación era aún peor en Baviera que en Berlín; comenzaba a creerse que la responsabilidad de la mala marcha de la contienda la tenían quienes la manejaban, esto es, los prusianos, los generales y los políticos de Berlín; para cambiar el curso de los acontecimientos, Baviera debería reclamar la dirección de la política y de la guerra.
En Munich, Adolf se tropezó con los que querían la paz a cualquier precio, con los que deseaban aumentar el esfuerzo bélico y con los que pretendían dirigirlo. Aquello, pensaba, sólo era provechoso para el enemigo; alguien estaba corrompiendo y dividiendo la retaguardia y, como siempre, halló en los judíos la responsabilidad de todas las calamidades. Es desconcertante que en esta época aumentara su antisemitismo; ya se ha visto que los judíos estaban contribuyendo al esfuerzo bélico general con energía semejante al resto de la población: fue reclutado un 12 por ciento de los judíos, frente a un 13 por ciento de la población alemana en general; murieron 12.000 judíos (el 2 por ciento de su número), mientras que las bajas generales alemanas ascendieron a 1.773.000 (el 3,5 por ciento de la población). Tales diferencias no son tan abismales como para que Hitler pensara que todos los judíos eran unos emboscados que escamoteaban sus esfuerzos en pro de la victoria. Se sabía que sin el descubrimiento del amoniaco sintético, realizado por el químico judío Fritz Haber, la industria de explosivos alemana se hubiera paralizado en 1915. Notoria era también la figura de Walter Rathenau, de origen judío y presidente de la AES, que organizó la industria de guerra con asombrosa eficacia, lo que explica que Alemania, sometida a un feroz cerco de abastecimientos, pudiera competir con las armas aliadas durante cuatro años.
La vida de guarnición en Munich ahogaba a Hitler, que solicitó ser reclamado por su unidad. El 10 de febrero de 1917 Hitler regresaba al frente y lo hacía en el peor momento: en las trincheras alemanas había aparecido el hambre y en las enemigas, la opulencia. Una abundancia de alimentos y de armas que su propaganda se ocupaba de hacer llegar a las líneas alemanas y una profusión de medios de combate y de hombres que los generales británicos y franceses les iban a lanzar encima a partir de abril.
El regimiento List lucharía sin tregua hasta el 31 de junio en Flandes y Artois, enfrentándose unas veces a franceses, otras a británicos, en los combates más duros de la guerra. Por dos veces estuvo entre las fuerzas que frenaron al mariscal británico Haig y entre las que ganaron a los franceses en el derrumbamiento del Chemin des Dames, pero el 3 de agosto sus restos fueron retirados del frente: de los 1.500 hombres que tenía al comienzo de estas batallas sólo quedaban 600 soldados al concluirlas. El regimiento fue enviado a retaguardia para ser reorganizado y Hitler, sorprendentemente, tomó su permiso reglamentario de 1917 y lo pasó con sus tíos Theresa y Anton en Spital, el lugar de las vacaciones de su niñez. Hitler regresaba a la casa familiar con veintiocho años, tras once de ausencia. Todo había cambiado en Austria durante este tiempo. Sus tíos habían envejecido, en la comarca que le vio nacer no halló sino pobreza y tristeza. En Viena la miseria se veía en la calle: refugiados de las regiones en guerra, mendigos, gentes mal vestidas y rostros famélicos; el viejo emperador Francisco José había fallecido, a los ochenta y seis años de edad, en noviembre de 1916, dejando como sucesor al emperador Carlos, que se afanaba por sacar a Austria de una guerra que ella había provocado.
Nuevamente Hitler regresó al frente abrumado por la situación en la retaguardia. Para él comenzó a estar claro que había dos factores interpuestos entre Alemania y la victoria: la buena propaganda anglo-francesa, que los alemanes habían sido incapaces de contrarrestar, y la desmoralización en la retaguardia, provocada por agentes judíos. La guerra, afortunadamente, parecía mejor encaminada en esa época. Alemanes y austriacos batían a los italianos en Caporetto y los rusos firmaban el armisticio. Alemania podría, finalmente, volver todas sus fuerzas sobre Francia y contar con superioridad de hombres y medios.