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No sé cómo explicar lo que sentí cuando se puso ante mí, con su cabello rubio, sus ojos verdes, sus mejillas hundidas, la sonrisita que tenía -eso que hacía de levantar sólo una comisura, a eso se le llamaría hoy día una sonrisa displicente, pero no era nada de eso, no tenía nada, nada que ver con la ironía, él no era en absoluto capaz de algo así, no, David no, era como el esbozo de una sonrisa, el comienzo de algo mejor, de algo hermoso que te llevaría a quedarte ahí, esperando con impaciencia la continuación-, su camisa vieja como la mía, un trozo de su cadena de oro que le recorría el cuello, caía en el hueco de la clavícula, remontaba el hueso saledizo para desaparecer bajo ese tejido gris, la manera dubitativa que tuvo de apartar la mosquitera y mirarme con la misma benevolencia que la vez anterior, cuando lloramos juntos… ¡Estaba tan contento de volverlo a ver y, sobre todo, me sentía tan tranquilo al saber que existía realmente!

Al principio me habló muy bajito, en ese idioma extraño y susurrante. Eso no me preocupó, y él se puso a murmurar durante un buen rato. Se había inclinado sobre mí, y para mis orejas su discurso era un largo silbido que me tranquilizaba sobremanera, como si se tratara de una oración que alguien me soplara al oído. A fin de cuentas, puede que fuera una oración. Lamenté no entender lo que me decía, lo que le salía del corazón y quería compartir conmigo antes incluso de saber cómo me llamaba, pero le escuché sin quitarle ojo de encima y me sentí bien, rodeado de su presencia y de sus palabras. Cuando terminó, se incorporó y se me quedó mirando. Tuve la impresión de que esperaba que yo hablara, así que le dije, como lo había aprendido en el colegio, separando las sílabas mientras, en la cabeza, tenía la imagen de esta frase escrita por una mano imaginaria a medida que yo la iba pronunciando:

– Me llamo Raj y vivo en Beau-Bassin.

David me miró y dijo, con la misma lentitud:

– Me llamo David y vivo aquí. Antes vivía en Praga.

Yo no tenía la menor duda de que Praga estaba aquí, en este país, en alguna parte, algo perdido, algo olvidado, como Mapou. Recuerdo que en la escuela, en la pared, había un mapa de nuestra isla, pero Mapou no figuraba y yo se lo había dicho a la señorita Elsa. Ella me enseñó Pamplemousses, luego otra ciudad cuyo nombre he olvidado, y me dijo que estaba por ahí, moviendo los dedos, y me sonrió mientras me decía que lo sentía mucho pero que en un mapa sólo salían las ciudades importantes y las grandes poblaciones. Esa tarde, cuando David me dijo que antes vivía en Praga, yo pensé, evidentemente, que eso andaba por allí, perdido entre dos ciudades importantes, porque era un simple pueblo, demasiado insignificante como para destacar en un mapa.

– ¿Por qué estás en la cárcel?

– No lo sé. ¿Y tú?

– No lo sé.

– ¿Eres judío?

– No.

– ¿Tu mamá está aquí?

– No, está en casa. ¿Y la tuya?

– Está muerta. Mi padre también está muerto. ¿Tienes hermanos y hermanas?

– No, estoy solo.

– Yo también.

Creo que fue así como sucedió. Después de todos estos años, rasco y rebusco en mis recuerdos y pido disculpas, pues a veces me resulta más difícil de lo previsto. Es posible que no fuera ése el orden en que me dijo las cosas, es probable que mi mente arregle un poco los recuerdos, pero lo que sé con seguridad es que hablamos muy despacio, durante horas, a la luz declinante de la tarde. Las palabras en esa lengua francesa nos resultaban extrañas a los dos, esa lengua que a partir de entonces había que adaptar a nuestra manera de ser, a lo que queríamos decir, en vez de, como hacíamos en la escuela, contentarnos con descodificarla y repetirla. Hacíamos el mismo esfuerzo para comunicarnos, y lo hacíamos con lentitud, pacientemente, y tal vez gracias a eso pudimos decirnos, con mucha rapidez, cosas importantes como: estoy solo. Yo también.

Esa noche, la enfermera de ojos azules nos deseo un buen año. Separó las manos y batió palmas varias veces. Era como un aplauso en cámara lenta y resultaba muy extraño. Nadie movió un dedo. Yo tenía la cara contra la pared, pensaba en mi madre, confiaba en que me esperara en casa y me decía que tenía nueve años. Mi madre me había dicho que el primero de enero yo cumplía un año más. Pronto sería tan alto como Anil. Pensé en la ropa que habíamos recibido en Mapou, esas prendas que nos hacían sentir tan importantes y con las que habían muerto mis hermanos.

Avanzada la noche, David vino a despertarme. Yo dormía a medias, como la mayoría de los pacientes de la sala, y descubría que la enfermedad no es algo silencioso. Le seguí en la oscuridad, su camisa blanca me servía de guía, eso me recordó a Anil y el día del diluvio, pero seguí tras él, lentamente, paso a paso. David me hacía reír con su manera de andar, él sabía que hacía ruido y trataba de mejorar, pero era en vano. Parecía el chaval más ingrávido de la tierra, lleno de gracia, y en efecto todo empezaba bien: levantaba la rodilla, la alzaba bien alto y lentamente, muy lentamente, ponía la pierna delante de él, pero en vez de posar con suavidad el pie en el suelo, lo dejaba caer de golpe como si se fatigara de repente y no pudiera controlar sus movimientos. Con cada ¡plac! se quedaba quieto, y yo, en la oscuridad, imaginaba que su cabello rubio se le ponía de punta; pero nadie nos prestaba atención, ni siquiera la enfermera de guardia, quien, a no ser que fuera sorda, tendría que habernos oído. Creo que desde que David estaba en el hospital salía tal cual todas las noches, pues era su única manera de ser un niño, y todos los enfermos de ese dormitorio sucio, atestado y trufado de quejas y gemidos lo habían entendido y le dejaban andar a su aire.

Yo aún tenía el cuerpo dolorido, la nariz hinchada, los labios encerrados en una costra frágil que amenazaba con quebrarse en cualquier momento y soltar un hilillo de sangre. David tenía accesos de fiebre, a causa de la malaria, y pasaba la mitad del tiempo evacuando en las letrinas o metido en la cama, alimentado con suero, pero todo eso resultaba irrisorio comparado con la excitación que sentimos esa noche mientras nos deslizábamos hacia el exterior, como auténticos lAdrOnEs.

El hospital estaba encajado al fondo de la prisión, al norte, en una zona que yo no podía ver desde mi escondite. En el interior de la cárcel había otro muro que separaba el área de los hombres de la de las mujeres, y el hospital se hallaba en la parte reservada a éstas. Fue David quien me lo explicó durante nuestros jueguecitos vespertinos.

David no necesitaba luz cuando nos escapábamos del hospital, se lo conocía todo de memoria. Durante tres noches, hicimos siempre lo mismo; como todos los niños del mundo, instauramos una rutina, un ritual. Esperábamos hasta el final de la cena, el apagado de luces, las quejas que la noche fomentaba entre los enfermos y los desdichados; y entonces, finalmente, disponíamos de unas horas sin agitación, de una penumbra con la que podíamos contar como si fuera un amigo fiel que nunca te falla. Yo le seguía, le escuchaba, olvidaba Mapou durante unas horas, a mi madre, a mis hermanos, a mi padre, y ni una sola vez me asustó la inmensidad de la noche ni me entraron ganas de buscar un agujero en el que meterme. Podíamos convencernos de que disponíamos de un enorme patio de recreo. Durante el día eso resultaba imposible de creer, pues los muros eran negros, el alambre de espino te saltaba a la cara, había un policía con porra en cada esquina, el sol servía como proyector, no había donde esconderse, no se podía jugar a nada. Y, de todas maneras, a mí no se me permitía abandonar el dormitorio de los enfermos.

Los juegos eran nuestro idioma fraternal. Escuchar nuestros pasos, a menudo ahogados por la hierba que anunciaba el muro de separación, seguir sus cabellos y no perder de vista ni un segundo esa aureola rubia, recurría a todas mis fuerzas para ello, para no perderle, oír cómo se acercaba el viento que hacía temblar las hojas secas del eucalipto de la izquierda, cerca del campamento de las mujeres, atrapar con el pañuelo los insectos que revoloteaban en torno a las lámparas de petróleo junto al hospital, reír al oír al policía de guardia canturreando y haciendo mmm, mmm, mmm en tono muy agudo, morirse de risa sin hacer ni un solo ruido, limitarse a dejar temblar de alegría a nuestros cuerpos hasta que nos doliera la tripa. Enseñarle cómo dejar caer el pie sin hacer ruido, a pegar los brazos al cuerpo para colarse mejor entre dos árboles, a caminar sobre una línea imaginaria sin desviarse jamás -cerrar los ojos e imaginar que estábamos en un puente sobre un río crecido- y, por primera vez, a hacer el avión.