Transcurrieron varias semanas. Como ya he dicho, yo no contaba los días, no estaba impaciente, no me había marcado una fecha más allá de la cual dejaría de acudir a la cárcel. Hacía mucho calor a principios de aquel 1945. Alrededor de casa, la hierba se había secado y oscurecido. Nuestro pozo estaba cada vez mas seco, y había que hundir mucho el cubo para sacar agua. De buena mañana, ya notábamos el temblor del calor envolviéndonos. Por la noche, los insectos revoloteaban mucho rato, enloquecidos por la temperatura, y si prestabas atención, la hierba achicharrada crujía a veces bajo los pasos de un roedor, de un gato salvaje, de un perro errante. El bosque había perdido parte de su verde brillo y de su espesor, parecía alejarse de casa, dejándonos cada vez más a merced de la inmensidad del cielo y las espadas del sol.
El día en que volví a ver a David, por fin, las flores fragantes y coloridas, el césped crecido y verde, el mango con su sombra y su espeso follaje, las buganvillas ávidas y rápidas, todo eso había sido como fulminado por un rayo, y el resultado era un paisaje empequeñecido, reseco, coagulado. Mi arbusto ya no era el mismo, y tuve que recurrir a un amasijo de ramas secas, astillas y hojas para camuflarme. Sonó el timbre y, como cada día, el corazón me empezó a latir con más fuerza. David llegó el primero, y eso me sorprendió, pues seguía mentalizado para buscarle, para, por así decirlo, descubrirle. Los demás aparecieron lentamente y, en su mayor parte, sin moverse mucho. David caminó a lo largo de la casa de las buganvillas, apoyado contra el muro de madera, y miró en mi dirección. A un metro de él, había un policía que no paraba de quitarse la gorra para secarse la cabeza con un pañuelo. Salí de mi escondite y me arrastré hasta la alambrada, bien pegado al suelo. David miraba hacia el sitio en el que se había sentado y llorado, hacia donde me había visto y sonreído con aquella sonrisa, con aquella manera de levantar una comisura que tanto quise imitar yo, sin más resultado que una mueca siniestra. Mirar, arrastrarse, esperar y rezar. Rezaba para que se fuera el policía, para poderme poner de pie, para hacer una señal, agitar la camisa o la bolsa de tela, decirle estoy aquí, siempre he estado aquí, no te dejaré en esta cárcel, Dios mío, sólo unos segundos, eso era todo lo que necesitaba.
Pero el policía se quedó cerca de David, hasta intercambiaron algunas palabras, y entonces,sonó el segundo timbre. David se apartó del muro y penetró en la sombra, seguido por todos los demás. Yo sólo tenía nueve años, y la paciencia de la que había hecho gala durante esas largas semanas desapareció de golpe. Contuve los berridos ante el inmenso despecho que acababa de experimentar, golpeé el suelo con ambas manos y me agarré a la alambrada con una rabia que pocas veces había conocido hasta entonces. Tenía los ojos bañados en lágrimas, y la prisión no era más que una imagen borrosa. Apretando los dientes, hundí las palmas en los nudos de hierro, el dolor se me mezcló con la cólera, sacudí la barrera con todas mis fuerzas y, con un ruido ahogado, algo saltó de repente como una mala hierba arrancada. Parte de la alambrada se había salido del suelo. Temblaba.
Me podría haber partido un rayo y nada habría cambiado. Todo en mí se detuvo, la ira que me cegaba, la rabia en manos y pies, las lágrimas que caían, me había convertido en un bambú seco. Me deslicé hacia el escondrijo. Me quedé ahí esperando, muerto de miedo, pero no apareció nadie. Me levanté y eché a andar hacia casa. Hoy día, así como recuerdo los rizos de David, me acuerdo también del olor a óxido y sangre de mis manos. En el bosque, de regreso, me olisqueaba las palmas como si fueran una droga, y con cada aspiración me hacía con una bocanada de serenidad y de esperanza.
8.
Fue el ciclón que cayó en la región esa misma noche lo que más me ayudó en toda esta historia. Cuando regresé esa tarde, con las manos oliendo a óxido y a sangre, el sol era un disco redondo y de color amarillo pálido oculto tras espesas nubes, y así escondido, podíamos contemplarlo. Mi madre observaba el cielo como antes miraba los cúmulos enganchados a la montaña de Mapou, con las manos en las caderas, olisqueando el aire. Me acerqué a ella y, sin bajar la cabeza, abrió uno de sus brazos, me atrajo hacia sí y nos quedamos un segundo de esa guisa. Aún lo recuerdo, la naturaleza y mi madre parecían estar al acecho; y yo, el pequeño Raj, me sentía, sí, creo que puedo afirmarlo, me sentía bien. Justo entonces, en el preciso instante en que mi cabeza se hundió en su cintura y sentí su mano en el hombro, mientras yo la agarraba del talle, en ese momento exacto, pensando en David, pensando en el alambre de espino arrancado, el calor de mi madre se funde en mis brazos y me encuentro bien. Mi madre era la parte tierna de nuestra vida hecha de miseria, tristeza y bambú que te azota el cuerpo. Me quería, me protegía, me curaba, me hablaba suavemente, era cariñosa, me daba de comer con sus dedos desnudos cuando estaba enfermo y su paciencia no parecía tener límites. Nunca he visto eso en ninguna otra parte, y era gracias a esa paciencia, gracias a esa manera de llegar hasta el fondo de todo, por penoso y lento que fuera, pienso que era gracias a eso que tenía ese don con las plantas. Mi madre fue la oportunidad de mi vida, lo que me ofreció la existencia para mantenerme en vereda, en el buen camino, un pilar de fortaleza, de bondad, de constancia y de renuncia, para hacerme entender que había otras cosas en la tierra, y con ella a mi lado durante la infancia no me volví loco, ni malo, ni desesperado.
Mi madre soportó durante toda su vida, al igual que yo, la muerte de Anil y de Vinod; y, al igual que yo, nunca consiguió ponerle nombre a ese duelo. Puedes decir que eres huérfano, viudo o viuda, pero cuando has perdido dos hijos el mismo día, dos hermanos queridos el mismo día, ¿qué eres? ¿Con qué palabra te defines? Esa palabra nos habría ayudado, habríamos sabido de qué sufríamos exactamente cuando las lágrimas nos asomaban de manera inexplicable a los ojos y cuando, años después, bastaba un olor, un color, un sabor en la boca para caer de nuevo en la tristeza, esa palabra nos habría podido describir, disculparnos, y todo el mundo lo habría entendido.
Tras un largo instante de inmovilidad, mi madre me dijo, sin dejar de mirar el cielo:
– Mañana no hay colegio.
Y ésa era la señal que estaban esperando el bosque, las nubes y el mundo que nos rodeaba. El viento se levantó, atravesó el bosque de extremo a extremo, todo se agitó y, a nuestro alrededor, los árboles cantaron un largo y hermoso lamento. Nubes bajas, deshilachadas y negras como fantasmas maléficos desfilaron con rapidez sobre nosotros, mientras las que estaban pegadas a la cúpula celeste se espesaban a toda prisa, amenazadoras. Las copas de los árboles danzaban contra el ballet de las nubes, una bandada de pájaros echó a volar súbitamente, graznando, y detrás de nosotros, de forma repentina, surgió un relámpago y yo, como me había enseñado a hacer Anil, me puse a contar para saber a qué distancia estaba la tormenta. Uno, dos, tres, cuatro… La tierra tembló, y yo, como si hubiese recibido un golpe en la cabeza, no sé por qué, pero, en cuestión de segundos, me fui hacia atrás en el tiempo y empecé a gritar. ¡Vinod, Anil, Vinod, Anil!