¿Acaso olvidé, en el bosque, por qué estábamos allí? ¿Acaso olvidé al policía, con su porra lustrosa y esa voz que buscaba a David? ¿Acaso olvidé el rostro sudoroso de mi padre, sus ojos inyectados en cólera cuando nos miró a mi madre y a mí? ¿Acaso bastaron unos cuantos juegos, esa ilusión de libertad pueril -gritar y reír a carcajadas, correr y saltar por todas partes-, bastó con eso para olvidar lo que le prometí, para que me equivocara de camino? Pues de pronto, el bosque se acabó, su protección verde y tupida remitió y nos encontramos al borde de un camino de tierra limpia y bien batida, algo incongruente tras el ciclón. Recuerdo perfectamente que el camino hacía bajada y que, prosiguiendo con nuestra formidable fuga, saltamos del declive con los pies juntos, contentos, orgullosos y fuertes, y que ese camino terrible era tan liso como se imagina uno que son las vías del paraíso, pero resultó que llevaba a una verja cerrada con candados y cadenas encima de la cual se pavoneaba una enseña que, al igual que el camino, parecía haber sido respetada por la tempestad y que gritaba con sus caracteres gruesos y bien marcados:
WELCOME TO THE STATE PRISON OF BEAU-BASSIN
David soltó un grito -un sueño roto, una alegría frustrada-, se dio la vuelta y se lanzó contra el declive para escalarlo, agarrándose a las raíces y a las ramas, pues todo había desaparecido de golpe, nuestra dicha, nuestro empuje, nuestra fuerza y nuestro orgullo, y bajo sus pies la tierra cedía y se desmoronaba a puñados.
Lo que ocurrió después acabó de quebrar la frágil inocencia que nos rodeaba desde el comienzo de la huida. Yo no conseguía encontrar el camino adecuado y tenía la impresión de que la naturaleza, hasta entonces dormida, benévola y acogedora, se ponía al acecho en posición defensiva. Los árboles se apretaban unos con otros, la tierra se deshacía bajo nuestros pies, los troncos arrancados nos impedían el paso, entrábamos en zonas húmedas, putrefactas, sin luz, nos dejábamos atraer por falsos senderos e íbamos a parar a callejones sin salida, amenazados por árboles malévolos en los que adivinábamos, entre la mezcla de hojas y ramas, rostros de monstruos y de diablos. Nos deteníamos, con el cuerpo temblando y el corazón latiendo, para escuchar mejor los ruidos que habíamos creído oír. Resbalábamos, tropezábamos, nos atacaban las zarzas; nuestras bolsas, que antes se mantenían fijas en la espalda y el pecho, ahora se nos clavaban en la carne, se enredaban en los arbustos y nos lanzaban bruscamente hacia atrás. Tres veces seguidas sentimos renacer la loca esperanza al descubrir un lindero cercano, y tres veces seguidas nos dimos de bruces con el camino terrible, liso y pulcro que llevaba a la prisión. Y en cada ocasión, la misma verdad: éramos unos mAtOnEs y, a partir de entonces, ése era nuestro sitio.
Cuando por fin encontramos el camino, de puro milagro, y vi la enorme piedra pintada de blanco que marcaba la entrada del pueblo, sólo éramos dos animales asustados y temblorosos. Yo me daba cuenta de que no habíamos avanzado, de que se hacía de noche y habíamos necesitado toda una tarde para recorrer un camino que yo antes me hacía en media hora, ¡y cargado con un fardo de ropa!
Por primera vez, pensé en regresar a casa. Lo que me esperaba se me antojaba menos horrible que lo que había vivido, y creí que lo mismo le sucedería a David con la cárcel. Este pensamiento terrible y vergonzoso en la cabeza, esos instantes en los que quise volver a encerrarlo…, eso es a lo que debo enfrentarme, que nadie se llame a engaño. No quise sacar a David de la prisión porque allí era desdichado, no, quise sacarle porque el desdichado era yo. Unas cuantas horas en el bosque habían bastado para reducir mi generosidad a un valor de pacotilla.
Justo después de la piedra blanca, a la vuelta del camino, veríamos aparecer la casa blanca de las dalias rojas de la señora Ghislaine. Rodeé con el brazo los hombros de David -ese temblor de animal herido que lo sacudía, esos huesos que destacaban como los míos… ¿cómo pude pensar, aunque sólo fuera por un momento, en volverlo a encerrar?- para ayudarle a agacharse y que pudiera pasar bajo el seto de bambú de la costurera, pero ya no había ni casa ni dalias, no había bambú donde, a veces, esa mujer que amaba a Jesús, el hijo de Dios, me enseñaba nidos de gorriones en los que reposaban unos huevos con manchitas marrones, y lo hacía con la paciencia y la admiración de una persona que mostrase la propia obra de Jesús, el hijo de Dios. La hilera había sido aplastada por un pie gigantesco, de la casa de la señora Ghislaine quedaban tres muros de madera. El tejado, desaparecido, al igual que el tejadillo con frisos y las columnas de la veranda en la que a veces me esperaba. En el patio, una cama de hierro patas arriba, prendas colgadas de aquí y de allá, una o dos cacerolas, leña astillada por todas partes, y mientras yo daba la vuelta a la casa desmembrada, vi la máquina de coser negra, rota y tirada en el suelo.
Todo el pueblo estaba igual, desplomado, y pensé en nuestra casita minúscula, encajada al fondo del bosque, que sí había resistido. Los setos que resguardaban de las miradas indiscretas las casas de los aldeanos, esos árboles que a veces estaban tan cargados de fruta que parecía que se inclinaban de manera exagerada para que se les quitara algo de peso, las flores, los huertos, la sombra para reposar, la luz para secar la colada…, todo había desaparecido. Como en el patio del colegio, la devastación venia acompañada de un silencio espeso y aterrador. No había nadie para lamentar la pérdida de su casa, de sus cosas, sólo había ese cielo abierto de par en par, y yo recordé lo que nos había contado mi padre cuando regresó de la prisión, todas esas personas desaparecidas cuyos nombres iban siendo desgranados en la radio. -
Encontramos un rincón resguardado del viento. Habíamos compartido pan y fruta, y David había ingerido concienzudamente su mejunje verde. Yo pensaba en mi madre y me veía obligado a apretar los dientes y a agarrarme las rodillas contra el pecho para no salir corriendo en su busca. La noche nos envolvía y yo iba perdiendo la seguridad y la confianza, pues la dificultad de la tarea se me hacía evidente. La duda, el miedo y la ausencia de mi madre me pesaban, y sólo mi promesa y la presencia de David -ese algo indescriptible, una mezcla de ternura, simplicidad y deber, sí, algo me decía que estaba en deuda con él, ¿acaso no le había impedido salvar a su amigo, no me lo había llevado conmigo, con lo que, ahora y allí, qué dirían mis hermanos si supieran de mi cobardía? me impedían dar media vuelta.