Al cabo de una veintena de cestos, nos dieron de comer. Pan untado con margarina, sardinas en aceite, plátanos y agua azucarada en vasos de verdad. Era la primera vez que yo vivía algo así. Todos los trabajadores, niños y adultos, estaban sentados en una esquina, unos en una roca, otros en sus propios talones, algunos directamente en el suelo. Comíamos en silencio, con un respeto absoluto por nuestra hambre, nuestros músculos doloridos y nuestra labor. Igual tuve la impresión fugaz de ser un hombre, de haber trabajado y haberme ganado el sustento. Me sentí más fuerte, con más confianza. Pensaba poder guardarme un trozo de pan, pero tenía demasiada hambre, al igual que David. Cuando acabó de comer, David se dirigió a la veranda para sacar de la bolsa su medicamento mientras yo le daba la espalda, refocilándome aún en ese nuevo sentimiento de comunidad, en esa virilidad de obrero, pero de pronto le oí correr sobre los adoquines.
– Raj, Raj, Raj.
Yo ya conocía ese tono de voz de David, era el tono que usó el día que me sacaron del hospital. Me levanté de golpe y vi un coche negro, largo y reluciente que se acercaba a la mansión. Alguien dijo:
– ¡Atención, el patrón!
Evidentemente, ese coche enorme me resultaba muy familiar. Lo había visto a menudo en el patio de la cárcel, estaba fuera cuando protestaban los judíos, era el del director. David corría con nuestras dos bolsas y, cuando llegó a mi altura, también yo eché a correr. Uno de los trabajadores, un hombre sin rostro, sin voz, alguien al que no le habíamos dirigido la palabra, extendió las manos para intentar agarrar a David. Sólo llegó hasta mi bolsa, pero le cortó el ritmo a David. Recuerdo el cuerpo de David saltando hacia atrás, su boca abierta en una gran O, sus ojos desorbitados. Y entonces yo retrocedo, cojo a David de un brazo y me pongo a tirar de él, chillando. ¿Por qué grité de ese modo? David se ahoga con la correa de la bolsa y yo intento liberarle, el hombre sigue teniéndolo agarrado, luce en la cara una expresión que yo interpreto como una sonrisa y eso me resulta insoportable y de repente me convierto en un monstruo, un monstruo que suelta unos tacos inconfesables que ni yo mismo entiendo, que me despellejan la lengua y la garganta, obscenidades que oí en el campamento, tiempo atrás, y que suelta mi padre cuando sale del bosque completamente borracho y se dispone a pegar a su mujer y a su hijo, le lanzo esos exabruptos vergonzosos al hombre que retiene a David y que abre los ojos, sorprendido por mi lenguaje, y entonces, en ese preciso momento, ya no soy un crío, abandono sobre esos adoquines enlodados al pequeño Raj soñador e ingenuo. Es triste y difícil de reconocer, pero en esos instantes soy el digno hijo de mi padre.
El coche se detiene, la puerta se abre y hace estallar el sol sobre su piel negra, se rompe la correa de la bolsa, el frasco que contiene el medicamento de David y que mi madre preparó con sus dedos de hada y sus hierbas milagrosas se hace añicos, escupiendo en forma de estrella sus trozos de vidrio y su mejunje verdoso sobre los adoquines, y echamos a correr, corremos y corremos, perseguidos por los gritos del mestizo. Clama nuestros nombres y eso nos causa un miedo tal que nos sumergimos de nuevo en el bosque. Y éste, entre el fruncido de la hojarasca, se cierra a nuestra espalda.
13.
Como si fuéramos animales, la huida agudizaba nuestros sentidos. Yo lo veía todo, observaba desde lejos dónde había que saltar, cuándo era necesario agacharse, preveía el giro a la izquierda, aceleraba en el momento preciso y, como si esprintara, tomaba carrerilla, daba zancadas y, sobre todo, no me paraba nunca, nunca. Oía a David detrás de mí y reproducíamos los mismos gestos, que producían los mismos sonidos hasta en nuestros resoplidos rápidos y sincopados. Una rama se partía a mi paso, unos segundos después volvía a partirse bajo los pies de David; atravesábamos un terreno cubierto de musgo y nuestros zapatos hacían el mismo ruido ahogado. Más que nunca, David era mi sombra, el eco de mis más pequeños movimientos, mi espejo, a veces reconfortante, a veces insoportable, y así era como yo no podía sustraerme a mi responsabilidad y a mis decisiones, por nimias, ínfimas o insignificantes que fueran. Todo lo que yo hacía se imprimía en mi memoria por partida doble. Cuando escuchamos el ruido sordo del agua, apenas aminoramos la marcha, nos dirigimos de cabeza a ella sin hacernos preguntas, sin pensar en nada más. Nos arrojamos a esa agua sucia, espesa y turbia. Arrastraba todo lo que había cedido ante el ciclón, pero bebimos de ella con glotonería, cerrando los ojos.
Hay que perdonarme. Esas cosas, sobre todo las que vienen a continuación, se han quedado conmigo durante mucho tiempo. Han macerado entre otros recuerdos y el momento de explicarlas es ahora o nunca, no puedo hacerme el despistado una vez más, tengo miedo, ¡tengo setenta años y le temo a mi memoria! Quisiera explicar exactamente lo que sucedió, es lo menos que puedo hacer por David, quisiera contar lo importante, quisiera ponerle a él, por fin, en el centro de esta historia, convertirle en un individuo, darle la oportunidad de expresar su tristeza y su dolor, pero David no hablaba de eso, no había aprendido a pensar en sí mismo, a decir, como yo podría haber hecho: añoro a mis hermanos, tengo frío en el bosque, tengo miedo, quiero volver con mi madre.
Yo eso no lo había entendido en aquella época, David era para mí un compañero formidable, admiraba su presencia tranquila, su fuerza insospechada, me decía que él era más valiente que yo, que era de la cuerda de mis hermanos, con esa manera que tenía de hacer justo lo que yo esperaba de él, esa manera de sacrificarse por mí, de no decepcionarme. Ni un solo momento pensé que, simplemente, no había aprendido a pensar en sí mismo y que había visto tanta muerte y tanta desgracia que su cuerpo, su corazón y su cabeza habían dejado de existir. Atravesaba la vida como si supiera que lo que les había ocurrido a los suyos también le alcanzaría a él, cantaba sus canciones aprendidas no sé dónde, quiero creer que fue su madre quien le metió esas palabras en la boca, a veces hablaba a toda velocidad, y ahora entiendo que se agarraba a su lengua materna, el yiddish, porque era lo único que le quedaba. Su idioma era una especie de música para mí; y, en el bosque, cuando caía la noche, empezaba a cantar como lo hacían ciertas personas en la cárcel, al atardecer, cuando cantaban para liberarse de esa isla que detestaban, de ese país que para ellos siempre sería una prisión.
Recuerdo que un día encargué uno de esos libros para aprender idiomas, El yiddish de bolsillo, se llamaba. Había encontrado en una revista una hoja de pedidos y, sin pararme a pensarlo, la rellené y la envié. La espera duró dos meses, y cuando por fin llegó el paquete, lo dejé sobre la mesa de la cocina sin poderlo abrir de lo mucho que me temblaban las manos. Tenía la impresión de que ese paquete contenía un poco de David, de mi infancia, de aquellos días de verano en los que, a veces, cuando David intentaba decirme algo sin éxito, se enfadaba y le venía a la lengua su idioma materno. Fue mi mujer quien abrió el paquete en mi lugar y quien me puso en las manos su contenido. Era un libro pequeñito, cosa que me decepcionó. El paquete parecía grande porque estaba lleno de papel de embalar. Me llevé el librito al corazón y, tras respirar hondo, lo abrí primero por las últimas páginas, como esa gente que empieza los libros por el final porque no soportan la espera. Había un léxico francés-yiddish. Busqué las palabras «hermano», «hambre» y «madre», y se me llenaron los ojos de lágrimas. Cerré el libro para no volverlo a abrir jamás, pues intentaba leer en voz alta y ese silbido que salía de mi boca me golpeaba en la memoria y todo me resultaba de una tristeza insoportable.