Ese día me pasó lo mismo que a David, eso que me pasaba de vez en cuando, ese nudo que se me hace a menudo en el vientre, esa dificultad para respirar, esas lágrimas que suben y contra las que no hay nada que hacer. Hundí la cabeza entre las hojas y lloré como él, que estaba a unos metros de mí.
No sé cuánto tiempo llevaba con la cara en el suelo, pero de repente oí gritar a mi padre. Dijo algo como, ¡eh, allí! Levanté la cabeza y me quedé estupefacto al observar que David estaba pegado a la verja, puede que la punta del alambre se le clavara en las manos. Contemplaba mi escondite. Estiré el cuello, seguro que mi cara daba miedo a causa de las lágrimas, la tierra y las hojas enganchadas, sin embargo él me sonrió. Intenté devolverle la sonrisa, las lágrimas se habían interrumpido bruscamente, el nudo del estómago se había deshecho, pero me limité a mirarle con ojos desorbitados y enrojecidos y con cara de salvaje. Él siguió sonriéndome. Entonces improvisé una especie de saludo leve con la mano y, a su espalda, vi venir a un policía. Me oculté de nuevo y David se dio la vuelta. El policía le hizo un gesto brusco en plan baja de ahí, y luego, mientras sonaba otro timbre y todos esos seres flacos, sucios y cansados se internaban por el paseo sin sombra o abandonaban su refugio bajo el mango o el tejadillo, el policía llegó hasta la verja y miró en mi dirección. Tras emitir una especie de chasquido con los labios resecos, un «chic» algo hastiado, dio media vuelta.
Y en la sombra negra del paseo que los llevaba hacia no sé dónde, ese lugar al que iban arrastrando los pies de manera fatalista, como si no les quedara más remedio, en esa sombra negra, el brillo del dorado cabello de David se apagó a medida que el sol lo abandonaba.
5.
Esa noche, mi padre apareció con unos mangos. Como mi madre seguía cocinando para cinco, él había traído cinco mangos. Los miré a hurtadillas, como si esos frutos rojos y lisos, constelados de pequeños destellos verdes, supieran exactamente en qué había ocupado yo la tarde. Los había visto, inclinados y colgados en ese follaje espeso, y estaba convencido de que también ellos se acordaban de mí. Cuando tomé uno en la mano, lo noté pesado y tibio.
Mi padre sacó su cuchillito y se sentó sobre la piedra plana que había delante de la casa, frente al bosque. Cortó una rodaja fina del mango de manera lenta y minuciosa, sosteniéndola entre los dedos y el cuchillo, aspirándola. La rodaja anaranjada y reluciente se deslizó en su boca sin ruido y él se la tragó sin masticarla. No sé dónde había aprendido a hacerlo, pues antes, en Mapou, nos acurrucábamos, usábamos las dos manos para comer el mango, se nos caía el zumo por los antebrazos y lo pillábamos rápidamente con la lengua. Antes, en Mapou, del mango nos lo comíamos todo, la piel, el extremo algo duro que lo había sujetado a la rama, y chupábamos el hueso un buen rato, mucho rato, hasta que, rasposo e insípido, sólo servía para echarlo al fuego.
Di una vuelta alrededor de la casa, el calor había vuelto a bajar y el silencio del bosque formaba un espeso escudo frente a nosotros. Me acerqué a mi padre y les di unas vueltas en la boca a las preguntas que le quería plantear. ¿Quiénes eran esos señores, los prisioneros blancos? ¿Eran ellos los canallas, los ladrones y los matones de Beau-Bassin? ¿Por qué caminaban tan lentamente, como si no les quedara en las piernas más que la piel y unos restos de huesos? Y esos niños delgados y débiles, ¿también habían robado o hecho esas cosas que te llevan a la cárcel? Mi padre no me invitó a sentarme a su lado, no me miró, siguió con la vista plantada al frente, manoseando su cuchillito, y se levantó suspirando.
Mucho tiempo después, cuando me convertí en padre y amé a mi hijo de un modo del que no creía capaz a mi corazón, cuando cogía a mi hijo en brazos, un gesto que mi cuerpo y mis extremidades llevaban a cabo sin que me diera cuenta, nunca dejé de preguntarme qué le habría costado a él, a mi padre, mirarme con normalidad, sin esos ojos de loco amenazador, aunque sólo fuera una vez, invitarme a que me sentara a su lado y contarme una o dos cosas de su día, o no contarme nada y limitarse a compartir conmigo un momento de silencio nocturno, ¿qué le habría costado?
Pero en esa época, cuando mi padre estaba así, frío y distante, yo le daba gracias a Dios, como me había enseñado mi madre, por cada noche tranquila en la que volvía a casa sobrio, silencioso, inofensivo, con el corazón duro y plano como la piedra en la que se sentaba después de cenar. Esa noche no le hice mis preguntas y le agradecí a Dios su enorme bondad, su gran misericordia, al habernos ofrecido una velada sin un padre que lanza la mano o los pies sobre nosotros, sobre mi madre, sobre mí.
Durante las semanas siguientes, cada mediodía le llevé el almuerzo a mi padre a la prisión. Yo tenía los días muy ocupados y ya no podía deambular tanto por el bosque. Desde hacía un tiempo, mi madre ayudaba a la costurera del pueblo, la señora Ghislaine, que vivía en una casa tan blanca que te hacía entornar los ojos al mirarla. Alrededor de la casa había plantado dalias rojas y era muy bonito verlas, esas flores que se apretaban contra la pared, rojo sobre blanco, como hermanos y hermanas inseparables. Mi madre le echaba una mano en año nuevo y se dedicaba, como ella decía, a los «acabados»: coser el dobladillo con sólidas puntadas, añadir volantes, fruncir la cintura con pliegues regulares, cortar todos los hilos sueltos, almidonar, planchar, doblar. Durante esas vacaciones, mi madre me enviaba a primera hora de la mañana a buscar vestidos, faldas, corsés, enaguas, pantalones. Había que tomar el camino de detrás de la casa, andar una buena media hora y, a la entrada del pueblo, la primera casa era la residencia blanca y pespunteada de rojo de la señora Ghislaine. La costurera ponía las prendas en una sábana cuyos extremos ataba en el centro con un gran nudo. Luego me ayudaba a echarme a la espalda ese enorme fardo y, como si fuera de lo más normal que un crío canijo como yo se las tuviera que apañar con semejante peso al hombro, volvía rápidamente a su máquina de coser negra.
Con las dos manos, yo agarraba por encima del hombro el enorme nudo y recorría de nuevo el largo camino hacia casa. La sábana resbalaba y yo tenía que ir dando caderazos para subir el fardo y volver a agarrar el nudo con firmeza. No podía detenerme, pues tendría que dejar la sábana sobre la tierra o sobre la hierba y se ensuciaría. Tenía mucho miedo de que se me cayera el hatillo, de que se desperdigaran por ahí vestidos, faldas, corsés, enaguas y pantalones, y de que mi madre, al igual que mi padre, se pusiera también a lamentar que hubiese sido yo, Raj, el superviviente. Anil habría cargado con el fardo sin problemas, con todas sus fuerzas, y Vinod hubiese inventado un sistema para alternar mejor el peso en la espalda y lo habría llevado sonriendo, como en otras ocasiones, cuando iba cargado de cubos temblorosos con agua hasta el borde.
Era un camino largo el que yo recorría con la espalda inclinada y enseguida ardiente, con las rodillas flexionadas y los brazos y los dedos insensibles como si toda su fuerza se hubiese apagado, pero nunca dejé caer el sustento de mi madre. Cuando llegaba a la casa, ella salía corriendo a recibirme, yo oía sus pasitos y las palabras que pronunciaba para compadecerme y felicitarme. Mi pobre Raj, mi pequeño Raj, mi chavalote, bravo.
En cuanto ella me liberaba de ese peso, mi cuerpo vacilaba, me caía al suelo como un pelele, unos puntitos negros se me encendían en la mirada. Mi madre me preparaba un vaso grande de agua bien azucarada y yo me la bebía chasqueando la lengua y emitiendo unos mmm que me salían del fondo de la garganta. Luego me quedaba tirado en la hierba, y a veces tenía la impresión de que la tierra se me tragaba por lo mucho que me pesaban y me dolían los músculos.