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– Parece estar muy seguro -observó-. Pero podría salirle el tiro por la culata y hacer que su cliente perdiera dinero y algo más.

– Sé que usted no va a perderlo. Diga otra cosa o me marcho.

– Está bien -se plegó-. El sesenta y trescientas de intereses. Es una ganga.

– Es verosímil, por lo menos. Vaya trayendo el pagaré.

El notario contó uno a uno los seiscientos y pico billetes. Fue un ritual sórdido, que dejé transcurrir entre la cara compungida de la Virgen de la estampa y el trasiego que abajo en la plaza producía el despertar de la ciudad. Yo siempre había sentido inclinación por Toledo, donde había tantas huellas de la intermitente grandeza de los hombres. Compartir su aire con aquel sujeto era un ultraje del que no iba a resarcirme mi sueldo de aquel mes y algo que me ensuciaba más allá de lo que podía aguantar. Cuando el notario hubo terminado su recuento, cogió el teléfono y marcó un número.

– Clara -nombró a quien apareció al otro lado de la línea-. Llama a Antonio al banco para que nos tengan preparada la caja. Después te vienes por aquí.

Me entregó el pagaré y lo cotejé con la copia. Hecha la comprobación, me guardé el papel en el bolsillo y le señalé el dinero.

– Ahora es suyo. Disfrútelo.

Me acompañó hacia la puerta, sin perder su mefítica sonrisa. El notario era un hombre de unos cincuenta años, obeso y desgarbado. Su barba estaba mal rasurada y el aliento le olía a sentina. Lo percibí cuando se acercó demasiado para aseverarme, como si lo que habíamos librado hubiera sido un caballeresco duelo a espada:

– Es un oponente duro, pero ha sido un placer.

No le di la mano, ni tampoco los buenos días. Diez minutos después estaba en mi coche, haciendo chirriar los neumáticos contra el empedrado de las calles para olvidar el tamaño ínfimo al que aquella mañana había conseguido reducirse mi existencia.

A la entrada de Madrid, más o menos en el primer semáforo, se acercó a mi ventanilla un hombre de unos cincuenta y cinco o cincuenta y seis años. Iba aseado y vestido con ropa de saldo de hipermercado. Tejanos de imitación de mil pesetas menos un duro, camisa sintética de setecientas, zapatillas Made in China de trescientas. Si los calzoncillos le habían costado ciento cincuenta, todo lo que le cubría sumaba 2.150, menos un duro. La quinta parte de lo que hacía poco más de media hora había contado seiscientas veces el notario. El precio de un par de copas en una terraza de la Castellana. El de uno de mis cubrebotones, que eran más que sencillos. El hombre vendía pañuelos y me ofreció. Había últimamente muchos como él. La mayoría eran personas ingenuas que hacia 1960 habían creído que conseguir un trabajo decente era un sostén seguro y una esperanza para la vejez. Habían hecho lo que se les había pedido durante treinta años y con cincuenta los habían echado a la calle. Habían agotado todos los subsidios y ahora tenían que pedir para comer y dar de comer a los suyos. La vida es a veces dura para todos y eso no tiene remedio, pero ellos tenían que conformarse mientras el dinero llovía en abundancia a tantos ociosos, delante mismo de sus narices. A pesar de todo, el hombre no era hostil, te abordaba con educación y todo lujo de disculpas, comprendiendo que te distraía y acaso que era imperdonable por su parte esperar que bajaras la ventanilla para deteriorar la atmósfera climatizada de tu vehículo con una infiltración del calor que a él le caía sobre las costillas. Cuando me enseñó los pañuelos y demandó cualquier suma, porque nada podía dejar de estar a la insignificante altura de su mercancía, dudé. ¿Podía comprar un solo gramo de buena conciencia dándole veinte duros, mil pesetas, diez mil? ¿Acaso era eso una objeción para darle limosna, o al revés, valía más ayudarle aun a riesgo de rebajarle y hacerle sospechar que con ello me aliviaba? En eso cambió el semáforo y todo el mundo empezó a tocar el claxon. No pensaba resolver mi dilema más rápido por tal motivo, pero el hombre, viendo que estaba entorpeciendo, se retiró. No tenía sentido seguirle mirando mientras los energúmenos me apretaban, así que metí la marcha y solté el gas, mordiendo con rabia aquella sensación de culpa y fracaso.

Media hora más tarde, me detuve ante la barrera de la urbanización. El vigilante me escrutó y dedujo de la hechura de mi camisa que no tenía por qué impedirme el paso. Le agradecí la deferencia con un ademán y me adentré por las silenciosas y umbrías calles. Iba al número cincuenta y tantos de una de ellas, pero hube de recorrer casi un kilómetro desde el inicio de la calle en cuestión, por el hecho simple de que la longitud de cincuenta números es función directa del tamaño de las veinticinco fincas pares o impares de que en cada caso se trate. Aparqué el coche en la puerta e hice sonar la campana. Vino a abrir una sudamericana aindiada de ojos huidizos, con cofia, que debía estar avisada de mi visita porque me hizo pasar en seguida a un salón de larguísimos ventanales que daban a una piscina. A través de ellos vi venir, anudándose el albornoz, a la dueña de la casa. Antes de que la prenda ocultara sus muslos, pude apreciar la longitud felina de sus piernas, en las que la carne temblaba un poco con el golpe rítmico de sus pies descalzos sobre el sendero de pizarra gris. Entró en la habitación asegurándose con ambas manos el recogido de su pelo sobre la nuca, sin ninguna emoción en la cara. Me tendió una mano lacia que me quitó apenas fui a cogerla y no dejó de mirarme desde arriba ni siquiera cuando se hubo sentado en el sofá.

– Señora Navata -empecé, apremiado por despachar el trámite.

– Xiao -me interrumpió, con una voz átona. Yo había pronunciado el apellido de su marido temiendo la corrección, pero no había tenido más remedio, porque desconocía su apellido chino, como casi todos.

– Desde luego, perdone. Bien, señora Xiao, asunto concluido. Aquí le traigo el pagaré.

– ¿Cuánto le ha dado a ese puerco? -me espetó, sin preámbulos.

– Seis trescientas. No quería bajar de siete, pero…

– ¡Seis trescientas! -gritó.

– Su marido nos autorizó hasta seis y medio. Le forcé mucho para que bajara, así que apenas entró quise amarrarle. Si hubiera regateado más podría habérsenos escapado.

– Para ese viaje no necesitaba a nadie -protestó, entrecerrando sus formidables ojos rasgados-. ¿Y cuánto le voy a pagar por el éxito?

La señora Xiao hablaba con poquísimo acento, y había aprendido a marcar la entonación irónica del español con maestría.

– Lo ignoro. Yo me he limitado a cerrar la transacción. El señor Navata trató eso con mi jefe, me imagino.

– Aquí no pinta nada el señor Navata. El dinero es mío. Por eso viene a rendirme cuentas a mí. Se lo aclaro por si no lo había cogido hasta ahora.

– Tendrá que disculparme. Sé lo que me dicen, nada más. Si le he dado motivo de queja puede llamar a mi jefe. Me he limitado a negociar lo mejor que he podido. Sólo me gustaría que tuviera en cuenta que no nos dedicamos a hacer estos trabajos, normalmente.

– Eso a mí me importa un bledo.

Al articular aquella última D se le había notado la extranjería. Acaso por querer intensificarla demasiado. Me envenenaba que aquella zorra me estuviera chuleando, mientras restregaba los pies contra el sofá de cuero y se abrazaba a su albornoz color marfil. Me ofendía también, aunque de forma algo más confusa, que fuera tan alta y su cutis se viera tan inmaculado y tuviera aquel cuello de gacela. En ese momento me vino a la memoria, después de haberlo estado buscando, el nombre de pila que había adoptado para sustituir al original, que no debía satisfacerla tanto como el apellido: Liana. También me detuve a recordar cómo había llegado a poseer aquel albornoz, una mansión con piscina en una de las mejores urbanizaciones de Madrid y una esclava india. Cinco años atrás la policía la había descubierto, con otros veinte inmigrantes ilegales, en un taller de confección oculto en los sótanos de un restaurante chino. Los otros habían sido en su mayoría reexpedidos a su tierra, pero ella se las había arreglado para captar de forma especial la atención del profesor Navata, próspero penalista y catedrático, que se había visto envuelto en aquel incidente en su condición de presidente de la asociación pro derechos humanos que había ofrecido su inmediata asistencia a los inmigrantes. No se pudo evitar la expulsión de la mayoría de ellos, pero sí la de Liana, merced a su entrada en el servicio doméstico de Navata. En sólo un año lo había persuadido de librarse de su mujer y sus hijos y ahora reinaba despóticamente en su corazón y sus cuentas corrientes. En su fulgurante adaptación a las nuevas circunstancias, Liana había exhibido una astucia natural que junto con su presunta sensualidad salvaje eran la comidilla de medio Madrid, dudoso entre compadecer y envidiar al atrapado Navata. Yo había oído algunos chismes acerca de la depravación de aquella devoradora, chismes que iban desde la vulgaridad hasta la más delirante fantasía, y la gestión que acababa de hacerle no me disuadía de dar crédito a alguno de ellos. En cualquier caso, ya me había escupido bastante. Le tendí el pagaré y me puse en pie para marcharme de su intimidante presencia.