Éste asintió y se quitó el sombrero para frotarse el sudor de la frente.
– Son higos -repitió-. Directos del jardín de Dios.
Lattarullo les observó con creciente curiosidad y meneó la cabeza. «Immacolata Fiorelli sabrá qué hacer», pensó, quitándose también él el sombrero y dirigiéndose a la puerta.
Immacolata Fiorelli nunca cerraba la puerta con llave, ni siquiera en esos peligrosos tiempos de guerra. Siendo como era una mujer formidable, se consideraba preparada para plantar cara a cualquier hombre, incluso aunque el hombre en cuestión llevara una bayoneta. Lattarullo asomó la cabeza por la puerta y gritó el nombre de la señora.
– Siamo arrivati -anunció. Luego esperó, haciendo girar el sombrero en sus manos como un escolar retraído. Thomas miró a Jack y puso los ojos en blanco. Immacolata apareció tras un largo instante, todavía vestida completamente de negro, como en luto permanente. Del cuello le colgaba una cruz de plata, elaboradamente decorada con piedras semipreciosas.
– Entren -les apremió con un gesto de la mano.
Dentro, la casa estaba fresca y a oscuras. Las persianas estaban echadas, permitiendo la entrada de una mínima luz en finos rayos. El salotto era pequeño y austero, con sofás desgastados, una pesada mesa de madera y un sencillo suelo de losas. Sin embargo, y a pesar de su austeridad, resultaba acogedor, un hogar claramente vivido. Lo que sorprendió de inmediato a Thomas fueron los pequeños altares, cruces e iconografía religiosa que salpicaban las paredes y los rincones desnudos. En la semioscuridad, la plata y el pan de oro relucían y brillaban de un modo fantasmagórico.
– ¡Valentina! -La voz de Immacolata no bramó esta vez, sino que se redujo a un tono suave y amable como el que se utiliza con los seres queridos-. Tenemos invitados.
– El marido de la signora murió en la guerra de Libia -dijo Lattarullo bajando la voz-. Sus cuatro hijos también están en el frente, aunque dos han caído en manos de los británicos y los otros dos, bueno… quién sabe dónde estarán. Valentina es la menor y más preciosa de sus hijos. Ya verán.
Thomas escuchó al tiempo que el suave canto de Valentina pudo oírse fuera. El fuerte olor a higos la precedía y Thomas sintió que su cabeza se sumergía en el puro placer de aquel aroma. Lo supo antes de que sus ojos se posaran en ella. Lo sintió. Nada se movía salvo la sedosa brisa que se colaba por la puerta, un preludio de algo mágico. Y entonces ella estaba allí, con un vestido blanco que se volvía semitransparente con el sol a su espalda. Con el corazón en un puño, reparó en la pequeña cintura de la joven, la suave curva de sus caderas, la forma femenina de sus piernas y de sus tobillos, los pies en las sencillas sandalias. Su belleza era incluso más impresionante que cuando había desembarcado. Apenas se atrevió a pestañear por temor a verla desaparecer de nuevo. Pero Valentina sonreía y le tendía la mano. La sensación de su piel contra la de ella le agudizó los sentidos y se oyó tartamudear en italiano:
– É un piacere.
La sonrisa de la joven, aunque recatada, estaba colmada de seguridad y de complicidad, como si estuviera acostumbrada a que los hombres perdieran el habla y el corazón en su presencia. La voz de Immacolata rompió el hechizo y de pronto la habitación volvía a moverse al ritmo normal y Thomas no pudo evitar preguntarse si era él el único que había sido consciente del cambio.
– Valentina les mostrará el río donde podrán bañarse -dijo Immacolata, apresurándose hacia la cómoda sobre la que reposaba la fotografía enmarcada de un hombre rodeada de pequeñas velas encendidas y una Biblia negra y gastada. Thomas supuso que el hombre era su marido. Immacolata sacó un pequeño objeto envuelto en papel marrón de uno de los cajones y se lo dio a su hija antes de cerrar el cajón-. Incluso en tiempos de guerra tenemos que ser civilizados -dijo muy seria, indicándoles con un movimiento de la cabeza que bajaran al río. «Debe de ser el famoso jabón», pensó Thomas.
Valentina se volvió y salió de la casa. Thomas reparó en que caminaba de forma inusuaclass="underline" con los pies hacia fuera, el estómago metido y empujando el trasero hacia atrás, balanceando las caderas. Era un andar alegre y único, y a él se le antojó el más encantador que había visto en su vida. Deseó poder estar a solas con ella y no con Jack, que parecía tan maravillado como él. Los dos hombres la siguieron cuesta abajo por un empinado sendero, tan estrecho que sólo permitía caminar en fila india.
El aire era caliente y pegajoso y estaba lleno de mosquitos. El olor a higos seguía impregnándolo todo, aunque Thomas no logró ver ninguna higuera, tan sólo eucaliptos, limoneros, pinos y apreses. Los grillos, cuya cháchara incesante y rítmica resultaba ruidosa para quien no estuviera habituado a ella, cantaban en la falda de la colina. El sendero estaba perfectamente delineado y el suelo era pálido, seco y estaba salpicado de piedras y de pequeñas agujas de pino. De vez en cuando encontraban pequeños escalones de madera en el trazado para prevenir resbalones. Por fin, Thomas alcanzó a ver el río entre los árboles. Era más un arroyo que un río, aunque lo bastante ancho como para poder nadar en él. Bajaba por la colina, burbujeando entre las rocas y las piedras pulimentadas, reposando un rato en un estanque de aguas cristalinas antes de bajar a desembocar al mar. Era allí donde iban a bañarse.
Valentina se volvió y sonrió. Esta vez en su rostro se dibujó una sonrisa amplia y llena de humor.
– Mamá debe de tener muy buen concepto de ustedes -dijo-. No crean que regala su precioso jabón a cualquiera. -Thomas estaba sorprendido de que la madre de la joven le permitiera andar por ahí sola con dos desconocidos. Sin duda debía de tener muy buen concepto de ellos. Valentina les tendió el pequeño paquete-. Tómenlo y disfruten de él. Y háganlo durar. -Thomas lo cogió, irritado una vez más por tener a Jack a su lado, sin duda a punto de estropear el momento con uno de sus chistes malos.
– ¿No se baña con nosotros? -preguntó Jack, con una sonrisa picara.
Valentina se sonrojó y meneó la cabeza.
– Les dejaré que se bañen en privado -respondió cortesmente.
– ¡No se vaya! -jadeó Thomas, consciente de la desesperación que revelaba su voz. Se aclaró la garganta-. Espere a que nos metamos en el agua y quédese a hablar con nosotros. No sabemos nada sobre Incantellaria. Quizá pueda contarnos un poco sobre el pueblo.
– A menudo me sentaba a ver cómo se bañaban mis hermanos -dijo ella, señalando la orilla alcanzada por una gran mancha de sol-. No paraban de salpicar.
– Entonces siéntese y háganos compañía -insistió Thomas.
– Hace mucho que no disfrutamos de la compañía de una mujer. Desde luego de ninguna tan hermosa -añadió Jack, acostumbrado como estaba a seducir a las chicas. En circunstancias normales, Thomas se habría mantenido al margen y habría dejado que Jack la cortejara con su irreverente ingenio y su encanto disoluto. A fin de cuentas, era Jack, y no él, quien se granjeaba siempre la atracción de las chicas. Pero esta vez, no tenía intención de dejarse dominar por él.
– A mamá no le gustaría la idea de saberme sola en compañía de dos hombres que se están dando un baño.
– Somos oficiales británicos -dijo Thomas, haciendo lo imposible por meterse en su papel, poniéndose en posición de firmes e inclinando la cabeza formalmente. Era lo que Freddie habría hecho-. Está usted en manos muy seguras, signorina.
Valentina sonrió tímidamente y fue a sentarse a la orilla, apartando la cara mientras ellos se desnudaban. Se volvió al oírles chapotear en el agua.
– ¡Está espléndida! -exclamó Jack entusiasmado, jadeando cuando el agua fría encogía su ardor-. ¡Supongo que es justo lo que necesitaba!