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– ¡Bandidos! Tendríamos que haber venido antes -dijo, sacudiendo la cabeza. Acto seguido, en un intento por hacerse con el favor de los británicos, pues bien sabía que él era el principal sospechoso, les habló de otros depósitos de los que acababan de informarle. Thomas se rió. Era exactamente lo que había esperado. A fin de cuentas, estaban en Italia. Más aún, necesitaba una excusa para quedarse otro día y Lattarullo acababa de proporcionársela. Dio al carabiniere una palmada en la espalda.

– En ese caso, tendremos que dar con ellos antes de que lo hagan los hombres de Lupo, ¿no?

Cuando Lattarullo se marchó, los dos hombres fueron dando un paseo hasta la trattoria para tomar una copa. Encontraron allí a Rigs y al resto, sentados al sol y rodeados de muchachas. Aunque Rigs sólo conocía el italiano de las óperas, parecía satisfacer con él a las chicas, que se reían con él, acariciándole las mejillas y el pelo, para desgracia de los miembros más apuestos de la tripulación.

– ¿Quién dijo que nunca se ganaría a una mujer con su canto? -soltó Thomas, riéndose entre dientes-. Apuesto a que podría tener a cualquiera de las chicas que quisiera.

– Eso si no las ha conseguido ya -añadió Jack-. Pero aquí llego yo a aguarle la fiesta con mi amuleto de la suerte. -Llevaba a Brendan permanentemente posado sobre el hombro.

– Esto puede ser interesante -musitó Thomas-. ¡La voz contra la rata!

– ¡Cuántas veces voy a tener que decirte que no es una rata! -replicó Jack.

– Una rata con cola.

– Ah, pero es que nadie imagina de lo que es capaz esa cola -apuntó con una mirada lasciva.

Thomas arrugó la nariz.

– No quiero saber la de cosas por las que debes de hacer pasar a ese pobre animal.

– ¡Digamos simplemente que es un hombre que siente una clara preferencia por los pechos!

– ¡Dios, tus perversiones no tienen límite!

Immacolata no apareció a la hora del almuerzo. Según el camarero, se estaba preparando para Infesta di Santa Benedetta, una ceremonia marcadamente religiosa que requería de todas sus energías. Aun así, había sugerido que comieran rica di mare. Thomas y Jack jamás habían probado los erizos de mar y la mera idea de tragarse esas relucientes entrañas provocó un vuelco en las suyas. Cuando les pusieron el plato delante, una de las chicas les enseñó a comerlos. Con manos expertas, cortó uno por la mitad, exprimió un limón sobre las entrañas todavía temblorosas y las extrajo con ayuda de una cuchara para metérselas directamente en su gran boca abierta.

– Che buono! -exclamó entusiasmada, borrándose el pintalabios con la lengua.

– Ya le diré yo qué otra cosa puede meterse en la boca -bromeó Jack con una sonrisa desdeñosa. Los marineros se rieron de buena gana y la desconcertada muchacha, que no entendía lo que había dicho, les imitó.

Pronto volvieron a convertirse en la diversión del pueblo. A Thomas le resultaba incómodo comer delante de un rebaño de mirones que no dejaba de salivar. Un rato más tarde, apareció il sindacco, impoluto y oliendo a colonia, para ahuyentarlos y alejarlos de allí como lo habría hecho un granjero con sus vacas. Chasqueó luego los dedos con aires de importancia para llamar a un camarero.

– Rica di mare -dijo, tragando la saliva que se le había acumulado en la boca ante la visión de los platos de los ingleses.

Cuando il sindacco levantó su primera cucharada con sumo cuidado, Lattarullo apareció con un rígido sobre de crujiente papel blanco. Thomas lo miró y frunció el ceño. Vio escrito su nombre en tinta con la más exquisita caligrafía. Se detuvo a estudiarlo durante unos minutos, intentando adivinar de quién podría ser. Aunque Lattarullo lo sabía, no dijo nada. No quería estropearle la sorpresa al inglés. Se quedó de pie en pleno calor, secándose la frente mugrienta con un paño, deseoso de echarse una siesta.

– ¡Por el amor de Dios! ¡Ábrelo, jefe! -dijo Jack, impaciente, tan curioso como él. Thomas rasgó el sobre y extrajo una elegante tarjeta con el nombre de Márchese Ovidio di Montelimone grabado en la parte superior en letras azul marino. Debajo, con la misma caligrafía exquisita, había una invitación para tomar el té en su casa, el palazzo Montelimone.

– ¿Así que éste es el famoso márchese? -dijo, mirando a Lattarullo al tiempo que arqueaba las cejas.

– Sí, el aristócrata que vive ahí arriba, en lo alto de la colina. El mismo cuyo chofer intentó matarnos ayer.

– ¿Qué quiere de mí?

Lattarullo se encogió de hombros y puso su cara de pez.

– Bo! -respondió, sin ser de ninguna ayuda. Thomas se volvió a mirar a Jack y éste imitó al carabiniere.

– Bo! Vayamos a averiguarlo. Quizá quiera disculparse por el comportamiento de su chofer.

– En ese caso, debemos aceptar -respondió Thomas, volviendo a meter la tarjeta en el sobre-. Por una simple cuestión de cortesía. Aun así, imagino que debe de ser una excusa para presentarse. Conozco bien a esa clase de hombres. Les encanta hablar de ellos y de lo importantes que son.

– Dicen que tiene una bodega del tamaño de una casa. Que los alemanes no pudieron dar con ella. Vale la pena la visita aunque sólo sea por eso -dijo Lattarullo, pasándose una lengua seca por sus labios escamados-. Será mejor que vaya con ustedes. Además, no conocen el camino.

Esa tarde, los tres emprendieron el camino de ascenso por el polvoriento sendero. Tras un corto trayecto en coche, Lattarullo giró cuesta arriba por una empinada colina donde el sendero trazaba una curva muy acusada. Los árboles invadían gradualmente el camino hasta que casi fue imposible pasar con el coche, que avanzaba a trompicones, ahogándose y tosiendo como un anciano enfermo hasta que un par de puertas de un negro imposible indicaron la entrada del palazzo Montelimone. Las dos puertas estaban oxidadas y desconchadas, y sin duda llevaban años en el más absoluto abandono. Era como si el bosque invadiera poco a poco la finca, entrelazando sus verdes tentáculos alrededor de las puertas hasta que un día la casa desaparecería del todo, engullida por la superior fuerza de la naturaleza.

Se adentraron en la propiedad, silenciados por el escenario que se abrió ante sus ojos. El edificio era hermoso aunque corroído por la falta de cuidados y por el implacable paso del tiempo. La glicina se derramaba sobre sí misma en gloriosa abundancia como si el palazzo intentara enmascarar la podredumbre con lujosas prendas. Los jardines estaban en estado salvaje. Aunque las flores habían germinado valientemente por doquier, nada podía impedir el gradual ahogo impuesto por los malintencionados hierbajos.

Lattarullo aparcó el coche delante de la recargada fachada de frontones y molduras que se elevaban sobre torres y torreones y una maltrecha bandera que ondeaba débilmente a merced de la brisa. La puerta se abrió de inmediato con un silencioso bostezo. Un anciano encorvado vestido de negro les esperaba en el umbral con actitud solemne. Thomas y Jack reconocieron en él de inmediato al chofer del márchese.

– Es fiel como un perro -dijo Lattarullo, sin molestarse siquiera en ocultar su odio-. Lleva décadas al servicio del márchese. Vendería sus dientes de oro por él si tuviera que hacerlo. Nadie imagina lo que sabe y probablemente se lo lleve todo a la tumba. ¡Y espero que no tarde!

– No creo que desaparezca con todo ese vino oculto en las bodegas -le dijo Thomas a Jack entre risas-. El vino lo mantiene con vida. -Lattarullo, que no había entendido lo que habían dicho en inglés, dijo exactamente lo mismo en italiano.