Выбрать главу

Aunque curioso, anhelaba el fin de la ceremonia para poder llevar a Valentina a algún rincón tranquilo donde poder quedarse a solas con ella. Justo cuando imaginaba ya el primer beso, las pesadas puertas de madera volvieron a abrirse y una ráfaga de viento entró a la par que tres mujeres menudas envueltas en largos vestidos negros y velos diáfanos. Cada una de ellas sostenía un cirio que iluminaba su rostro marchito, dándole un efecto espeluznante. Immacolata caminaba un poco por delante de las otras dos, que avanzaban arrastrando los pies tras ella como dos damas de honor de unos desoladores esponsales. Llevaban la cabeza gacha mientras que Immacolata, que tenía los ojillos fijos en el altar no sin cierto engreimiento, mantenía el mentón en alto con gesto orgulloso. Hasta el cura, el padre Diño, caminaba detrás de ellas con un rosario en la mano y sin dejar de musitar sus plegarias. Un monaguillo le acompañaba, balanceando suavemente un incensario con el que impregnaba el aire de incienso. Todos los presentes se pusieron en pie.

La procesión llegó al altar y las tres parenti di Santa Benedetta ocuparon sus lugares en el banco delantero. El sacerdote y el monaguillo se hicieron a un lado. Nadie hablaba. No hubo ningún pequeño discurso de bienvenida, ningún cántico y tampoco música, tan sólo un silencio ansioso y la invisible fuerza de la oración. Los ojos de Thomas estaban, como los de todos los demás, fijos en la estatua. No podía creer que una escultura de mármol pudiera llegar realmente a sangrar. Sin duda tenía que tratarse de un truco. En cuanto lo viera, lo sabría. A él no iban a engañarle. Todos miraban. Nada ocurría. El reloj del pueblo dio las nueve. La congregación contuvo el aliento. El calor en el interior de la capilla era ya intenso y Thomas empezó a sudar.

Y entonces ocurrió. Thomas parpadeó varias veces. Debía estar imaginándolo. Se había dejado llevar por el inmenso deseo que inundaba a la congregación y había empezado a alucinar. Se volvió a mirar a Valentina, que se persignó y masculló algo ininteligible. Cuando volvió a mirar al Cristo, la sangre se deslizaba por el rostro impasible de la estatua, escarlata contra el blanco mármol, goteando al suelo desde el mentón.

Immacolata se puso de pie y asintió solemnemente. La campana de la capilla tañó en lastimera monotonía y el cura, el monaguillo y las tres parenti di Santa Benedetta salieron en fila del templo.

Un estallido de júbilo engulló al pueblo entero. Los músicos tocaron sus instrumentos y se formó un gran círculo en el centro de la muchedumbre. De pronto las muchachas, hasta entonces tan modestas, se pusieron a bailar la tarantella con la exuberancia de las poseídas. La multitud aplaudía y vitoreaba. Thomas siguió la escena fascinado, también él aplaudía. Valentina apareció en el centro de la celebración, provocando un gran aplauso y los silbidos lobunos de los hombres y las miradas sorprendentemente rencorosas de las mujeres. Thomas pensó en lo feas que sus celos las hacían, deformando sus rasgos normalmente hermosos para convertirlos en grotescas parodias, como los reflejos de los espejos burlones de las ferias. Valentina siguió adentrándose en el centro de la escena hasta que terminó bailando sola. Bailaba con elegancia, con el pelo suelto y agitándose alrededor de su cabeza al tiempo que ella giraba y se retorcía al vivo ritmo de la música. Thomas estaba perplejo: lejos ya de la sombra de su madre, la joven se mostraba sorprendentemente sociable. No había el menor asomo de inhibición en el modo en que movía su cuerpo ni en cómo la falda se le subía piernas arriba al bailar, dejando a la vista sus relucientes pantorrillas y muslos. La parte superior de los pechos, a la vista gracias al amplio escote del vestido, se elevaba como un soufflé de chocolate con leche, y Thomas sintió las férreas tenazas del deseo. El encanto virginal de Valentina se fundía ante sus ojos con una sexualidad desbordante que él encontró irresistible.

Siguió observándola totalmente trasfigurado. Ella le miraba a la cara. Sus ojos oscuros y risueños parecían leerle la mente, pues se le acercó sin dejar de bailar y le tomó la mano.

– Ven -le susurró al oído y él la dejó que lo sacara de la plaza y lo llevara por las callejuelas al mar. Caminaron de la mano por la playa, y más allá, hasta que llegaron a una pequeña ensenada aislada donde la luz de la luna y el suave romper de las olas revelaba una playa de piedrecillas vacía donde por fin podrían estar a solas.

Thomas no perdió el tiempo hablando. Deslizó la mano alrededor del cuello de Valentina, todavía caliente y húmedo por el baile, y la besó. Ella respondió de buena gana, separando los labios y cerrando los ojos al tiempo que dejaba escapar un profundo y complacido suspiro. Todavía se oía la música procedente del pueblo, no lejos de allí: un canturreo distante como el alegre zumbido de las abejas. Tan ajenos estaban a la realidad que la guerra bien podía estar teniendo lugar en otro planeta. Thomas la envolvió entre sus brazos, atrayéndola hacia sí para poder sentir la blandura de su carne y la fácil rendición de su cuerpo. Valentina no se apartó cuando él le hundió en el cuello el áspero rostro, saboreando la sal de su sudor en la lengua y oliendo el aroma enmudecido de los higos. Echó la cabeza hacia atrás, exponiéndola entregada para que los labios de Thomas pudieran besar la línea de su mandíbula y la tierna superficie de su cuello. Thomas sintió que la excitación le tensaba los pantalones, pero ella no se retiró. Él pasó los dedos por la aterciopelada piel donde los pechos de Valentina se inflamaban hasta asomar por el vestido. Enseguida los rodeó con las manos, acariciando el pequeño botón de su pezón con el pulgar. Ella soltó un gemido ronco, como un susurrante suspiro de viento.

– Facciamo l'amore -murmuró. Thomas no cuestionó si estaba bien o mal hacer el amor, ni si era una falta de caballerosidad tomarla así, en la playa, después de conocerla desde hacía sólo un par de días. Eran tiempos de guerra. La gente se comportaba de forma irracional. Valentina y él estaban enamorados. Quizá no volvieran a verse. La inocencia de la joven era algo que se llevaría con él. Esperaba que si la hacía suya en ese instante, ella le esperaría. Volvería a buscarla al final de la guerra y se casaría con ella. Rezó a Dios para que la protegiera hasta que él pudiera hacerlo por sí mismo.

– ¿Estás segura? -le preguntó.

Ella no respondió. Simplemente se limitó a acariciarle los labios con los suyos. Deseaba a Thomas. Con un rápido movimiento, él la levantó en brazos y subió por la playa hasta un lugar abrigado donde la depositó sobre las piedrecillas. A la luz fosforescente de la luna, Thomas le hizo el amor.

Se quedaron entrelazados hasta que los rojos rayos del alba mancharon el cielo del horizonte. Él le habló de su vida en Inglaterra. De la hermosa casa en la que vivirían algún día y de los niños que tendrían juntos. Le dijo cuánto la amaba. Que era posible, después de todo, perder el corazón en un instante, rendirlo jubilosamente.

Volvieron caminando por las rocas. Las celebraciones habían concluido y el pueblo estaba sumido en un silencio fantasmagórico. Tan sólo un gato callejero se deslizaba por una pared a la búsqueda de ratones. Antes de acompañarla a casa, Thomas pasó por el barco a recoger el maletín con el material para pintar.

– Deja que te pinte, Valentina. No quiero olvidar jamás tu rostro.

Ella se rió y meneó la cabeza.

– Che carino! -exclamó tiernamente, tomándole la mano-. Si tú quieres… Sígueme, conozco un lugar precioso.