Antes de volver a casa para el almuerzo, Toto y Cosima llevaron a Alba a la capilla de San Pasquale. La iglesia estaba situada en pleno centro del pueblo, en lo alto de una estrecha calle que desembocaba en un pequeño patio. Pintada de blanco y azul, su simetría y envergadura le proporcionaban un encanto sin igual. La cúpula de mosaico se elevaba en la fresca brisa marina, erigiéndose como un sereno mirador para palomas y gaviotas. Alba entró por la pesada puerta de madera al mismo lugar donde su madre se había casado con su padre hacía ya casi tres décadas, con su vestido de encaje blanco y el enjambre de margaritas blancas en el pelo. Se detuvo durante un instante y saboreó la panorámica que le ofrecía el pasillo de la capilla, imaginándoselo adornado con flores e imaginando también los relucientes santos y frescos que decoraban las paredes y los brillantes candelabros de oro que atrapaban la luz en un mar de destellos. El altar, con un mantel blanco almidonado pulcramente dispuesto con portavelas de oro y los atributos del ceremonial religioso, se levantaba al pie de un elaborado relieve en el que estaban representadas escenas de la crucifixión. En contraste con la simplicidad del pueblo, la opulencia de la capilla llamaba poderosamente la atención. Sin embargo, lo que de verdad atrapó la atención de Alba fue la estatua de mármol blanco del Cristo que supuestamente había llorado lágrimas de sangre en otro tiempo. Se acercó a ella con paso decidido mientras sus alpargatas acariciaban con suavidad las losas del suelo.
Era más pequeño de lo que había imaginado, sin restos de lágrimas ni de sangre. Estiró el cuello para mirar detrás de la estatua, buscando alguna explicación al supuesto milagro, alguna prueba que delatara el engaño.
– No encontrarás nada -dijo Toto, apareciendo a su lado mientras Cosima se sentaba en la parte de atrás, protegiendo las bolsas de las compras con su vida.
– ¿De verdad ocurrió? -preguntó Alba.
– Oh. No dudo que algo ocurriera. Lo que dudo es que fuera por inspiración divina.
– Pero ¿hace años que no ha vuelto a pasar?
– Desde que murió Valentina. -El tono de Toto era de absoluto pragmatismo.
– Immacolata está convencida de que el milagro dejó de suceder por culpa suya. -Alba pasó los dedos por el frío rostro sin vida de piedra del Cristo.
– Immacolata es una mujer profundamente religiosa. Perdió a su marido, a un hijo y luego a una hija. No es sorprendente que intente explicar todo lo que pasó en esos términos. A su entender, Valentina es una santa, pero era un ser humano. Un ser humano imperfecto como el resto de nosotros.
– No tenía ni idea de la huella que ha dejado en Incantellaria.
– Era una mujer hermosa y misteriosa y murió joven, y éste es un pueblo pequeño y supersticioso. La de tu madre fue una historia romántica y trágica. No hay nada como la combinación del romance y la tragedia para conmover a la gente. No hay más que ver a Romeo y Julieta. Luego tu padre se llevó con él a la hija de Valentina. Es material típico de una novela. -Alba se imaginó a Viv explotando todo ese material e inmortalizándolo en palabras.
– Y veintiséis años más tarde, ella regresa -añadió.
Toto asintió.
– Y todo el asunto vuelve a tomar vida.
– Tu padre está muy triste, ¿verdad?
– Nunca superó la muerte de Valentina. Immacolata tampoco. Pero la pena de Immacolata es el pesar natural de una madre ante la muerte de su hija. Lo de mi padre es como un tormento.
– ¿Por qué? -preguntó Alba, recordando presa de una extraña sensación de déjá vu la inconsolable expresión del rostro de su padre la noche en que le había dado el retrato.
Toto se encogió de hombros.
– No lo sé.
22
La excitación era más que evidente mientras Alba ayudaba a Cosima a ponerse el primero de sus tres vestidos nuevos. Immacolata estaba sentaba en la cabecera de la mesa con el resto de la familia, especulando sobre la naturaleza de la sorpresa.
– Se van a quedar de piedra -dijo Alba, haciéndole un perfecto lazo a la espalda-. Pareces un ángel. -A punto estuvo de mencionar a la madre de la pequeña. Desde su llegada, nadie había pronunciado su nombre. Aunque Cosima se comportaba como si no existiera, Alba sabía muy bien cuál era la verdad porque se reconocía en el silencio de la niña. En el interior de la pequeña bullía una serie de preguntas que algún día se desbordarían y provocarían el dolor de todos a menos que encontraran respuesta de inmediato, con honradez y sensibilidad-. Ahora sal ahí fuera y enséñales lo guapa que estás.
Cosima salió a la luz del sol, bailando con la ligereza de una ninfa. Su entrada fue bienvenida con un exuberante aplauso y gritos de «Hay más…» por parte de la pequeña, que no tardó en volver a entrar a la casa para cambiarse.
Alba compartía la felicidad de Cosima. Veía la expresión de la familia de la niña, ninguna tan indulgente y encantada como la de su padre. Suspiró hondo y recuperó el recuerdo del suyo. No era una mujer dada a darle vueltas a los recuerdos. El presente le resultaba más agradable. Aun así, recordó, no sin cierta sorpresa, el día que su padre la había llevado a los bosques que había detrás de la casa de Beechfield a cazar conejos. Habían subido la colina de la mano, él con la escopeta colgada al hombro y su caminar de grandes y decididas zancadas. Luego se habían estirado boca abajo, con la hierba húmeda haciéndoles cosquillas en la barbilla. El olor de los campos de maíz recién cosechado le alcanzó desde el nebuloso pasado y sintió un pequeño arrebato de nostalgia. Su padre había matado a un conejo, lo había despellejado y destripado y habían hecho una fogata para cocinarlo mientras el sol inundaba el paisaje, tiñéndolo de rosa. Solos los dos. Hasta ese día, Alba no había vuelto a acordarse de la excursión.
Cosima la despertó bruscamente de su rememoración cuando volvió a entrar para cambiarse por tercera vez. Alba ayudó a la pequeña a ponerse el último vestido. Se vio entonces recogiendo la ropa que la niña había dejado en un montón en el suelo y doblándola para dejarla cuidadosamente sobre el respaldo de la silla. De pronto fue consciente de su gesto de desacostumbrada pulcritud y de su entusiasmo casi maternal, y le sorprendió encontrarlo de lo más normal. Al término del desfile, salió de las sombras y se unió al aplauso. Toto le dio las gracias y ella supo leer entre líneas: desde su llegada al pueblo, él sentía más aún la ausencia de su esposa.
Después del almuerzo, Immacolata desapareció en el interior de la casa para echar una siesta. Falco se ofreció a llevar a Alba a la tumba de Valentina. Deseosa de acompañarles, Cosima saltó de la silla y miró a Alba consternada. Pero ésta quería hablar a solas con Falco. Le sugirió a la pequeña que podían salir las dos solas a hacer un picnic más tarde. Con ello logró aplacar a la niña, que, en cuanto les vio alejarse por el olivar, se volvió de espaldas y se puso a jugar con el burro.
– Es una niña adorable -dijo Alba, deseosa de distraer a Falco, al que imaginó pensando en su hermana muerta.
Su tío asintió.
– Es un encanto. Mi hijo es un buen padre. No le ha sido fácil.
– Está hecho todo un padrazo. Le da a Cosima todo lo que necesita.
– No puede dárselo todo -replicó hoscamente Falco-. Debería casarse otra vez y darle una madre a la pequeña.
– Nadie puede sustituir a la madre de Cosima -respondió Alba un poco demasiado apresuradamente, pensando en sí misma.
– No, naturalmente que no. -Falco la estudió con atención durante un instante-. Aunque no hay más que ver cómo ha florecido desde tu llegada.
– Pero si sólo le he comprado unos vestidos -dijo Alba, encogiéndose de hombros.