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– Si flaqueas, Diego, juro por lo más sagrado que te saco las tripas antes de que nos cuelguen.

El menor de los De Torres se irguió, se tragó su miedo y sostuvo la mirada de los ojos esmeraldinos de su hermano con confianza.

– No dejaré mal a la familia, Miguel. Lo juro.

– Más te vale, renacuajo. Más te vale.

Y así, apoyado en el ánimo de su hermano, Diego lo precedió y entró en la sala.

Londres. Finales de 1667

El bergantín Pretty Olivia estaba a punto de partir. Era una nave ligera de dos mástiles y velas cuadradas, rápida y ágil en las maniobras, dedicada al transporte de pasajeros. Aun así iba armada con ocho cañones a babor y estribor y los marineros que la gobernaban no eran novatos en enfrentamientos con embarcaciones enemigas.

Acaso porque la ruta que seguirían era comercial y estaban preparados -aunque en aquellos tiempos nadie podía confiar en no encontrarse con barcos rivales-, Colbert no se sentía especialmente intranquilo.

Su hija, Kelly, partiría en menos de una hora hacia Jamaica, donde pasaría una muy larga temporada en la hacienda de su hermanastro, Sebastian. Era una decisión que había tomado y no la revocaría. Ni los llantos de su esposa ni las protestas de su hijo lo habían hecho modificar su determinación. Kelly debía aprender. La había criado en el amor, pero tal vez se habían equivocado en la forma de educarla, porque, aunque siempre acató sus órdenes, su negativa al matrimonio que le había concertado lo había llenado de indignación.

Dentro del carruaje en el que se encontraban a solas sus dos hijos, se oía sollozar a la muchacha.

– Vamos, brujilla -dijo su hermano pasándole un brazo por los hombros-, no es el fin del mundo.

– ¡Oh, James! ¿Cómo puedes decir eso? -se quejó ella-. ¡Maldición, no eres tú el que se va!

El rostro atractivo del joven se tensó y Kelly se abrazó de inmediato a él y lo besó en el mentón. Sus ojos, azul zafiro, se clavaron en los de su hermano, ligeramente más claros.

– Lo siento. No quería decir eso.

– Lo sé. Y es lógico que estés de tan pésimo humor. Pero piénsalo de otro modo: vas a conocer Jamaica.

– ¡Me importa un pimiento Jamaica! -estalló de nuevo ella-. ¡No quiero irme de Inglaterra! James… ¿de veras crees que nuestro padre no podría…? -Él negaba con la cabeza-. ¡Pues no pienso tomar ese barco!

James Colbert no pudo dejar de esbozar una sonrisilla burlona ante el gesto de su hermana pequeña, con el cejo fruncido y los brazos cruzados bajo el pecho, como una niña enfurruñada. La besó en la nariz y dijo:

– Será poco tiempo.

– ¡Tres años, por el amor de Dios!

– El tiempo pasará sin que te des cuenta, brujilla. Además… ¿quién te dice que en Port Royal no conocerás a un guapo muchacho del que te enamores? Ya que tu pretendiente de aquí te disgusta…

Kelly se apercibió de la burla de su hermano y le dio un puñetazo en el pecho, que lo hizo reír de verdad.

– ¡Eres un mulo, James! En Port Royal no hay más que plantadores y piratas. Ni a unos ni a otros me entusiasmaría tenerlos como marido. ¡Casi preferiría al que eligió padre!

– Entonces, cede y cásate con él.

– ¡Antes, muerta!

Al joven lo atenazaba un profundo dolor en el pecho al pensar que al cabo de unos minutos tendría que despedirse de su hermana, a la que amaba profundamente. La muchacha se había pasado llorando días enteros cuando su padre le dio la noticia de su inminente partida. Y a James le desagradaba verla hundida. Porque hundida, no era Kelly. Pero rabiosa sí, entonces volvía a ser su adorada hermanita. Ella no era arisca, ni mucho menos. La servidumbre la adoraba, porque siempre tenía una palabra amable para todos, odiaba la injusticia e intentaba ayudar a cuantos podía. Pero cuando se enfadaba, le salía un genio de mil diablos. Y él la prefería enfurruñada antes que vencida. Azuzándola, lo estaba consiguiendo.

Volvió a abrazarla y la instó a bajar del carruaje.

– Debes escribirnos en cuanto llegues. El capitán Mortimer nos traerá tu carta.

– Me moriré sin vosotros. ¡Lo sé!

Su madre, que se debatía aún entre el amor a su hija y la decisión de su esposo, se echó a llorar. Había intentado por todos los medios que éste cambiara de idea, suavizar el castigo, pero sus ruegos cayeron en saco roto y ahora acudía desalentada a despedir a la muchacha.

– Yo también, cariño. -Se abrazó a ella-. ¡Te voy a extrañar tanto…!

– ¡Basta ya! -oyeron la voz poderosa del cabeza de familia-. Nadie va a morirse por esta separación. Kelly conocerá a sus parientes de Jamaica y eso es todo. Y, de paso, aprenderá a respetar.

Durante unos segundos, la mirada color zafiro de la joven fue un lago tormentoso. Se mordió la lengua para reprimir la respuesta que pugnaba por escapársele. En el fondo, ella sabía que, para su padre, aquella decisión tampoco resultaba agradable, pero que, escudado en sus principios, no cambiaría de idea. Mantenerla alejada durante tres largos años supondría para él una pena que trataría de mantener oculta. Se acercó, se alzó de puntillas y depositó un beso en su barbilla. Estaba enfadada, sí, pero lo amaba tanto que no deseaba partir dejándole un mal sabor de boca, de modo que forzó un semblante amable y dijo:

– Os echaré de menos. Y trataré de portarme como esperáis. Tal vez así, decidáis traerme de regreso antes de tiempo, papá.

Colbert carraspeó y se envaró con la tosecilla de su hijo James a su espalda. Aquella tigresa de cabello dorado y ojos de luna llena conseguía todo lo que se proponía. Ahora, acababa de formar en su casa un frente común en contra de su decisión. Pasarían muchos días hasta que todo volviese a la calma. Pasó un brazo sobre los hombros de la joven y murmuró:

– Lo pensaré. -Deseaba abrazarla con fuerza, pero se obligó a mostrarse sereno.

Tras una larga despedida de su madre, nadando ésta entre las dos aguas que suponían la carencia de la hija y el sometimiento al marido, y de los últimos consejos de su hermano, Kelly subió por la pasarela del Pretty Olivia y se acodó en la borda. Agitó la mano, respondiendo al postrer saludo de su madre. El llanto que se obcecaba en no derramar le formaba un nudo en la garganta que la ahogaba. Pero también sentía que la sangre corría más aprisa por sus venas, porque, a fin de cuentas, iba a emprender una aventura.

El barco se fue alejando poco a poco del puerto, henchidas las velas, bebiendo el viento. Las órdenes del capitán y el trajín de los marineros llegaban hasta ella, pero sólo tenía oídos para el ánimo que su madre le enviaba y que llegaba a ella en ráfagas que se perdían entre el bullicio del puerto y el ulular del viento. Sus seres queridos se quedaban allí y ella se marchaba. A los pocos minutos, se convirtieron en pequeñas figuras que desdibujaba la neblina.

El vozarrón del capitán Mortimer pareció devolverla a la realidad y, con paso cansino, bajó a su camarote. Cerró la puerta, se apoyó en ella y respiró hondo, intentando armarse de valor.

La cámara era estrecha y apenas disponía de lo imprescindible. Le pareció incómoda y triste. Allí pasaría varias semanas, entre un camastro, una mesa y un par de sillas atornilladas al suelo. Por el ojo de buey se coló un rayo de luz mortecina. El último rayo de luz de Inglaterra.

Entonces sí, estalló en un llanto histérico.

2

Huelva. Enero de 1668

Una finísima llovizna empapaba los redingotes de los que aguardaban la partida del navío hacia el otro lado del mundo. A pesar del mal tiempo, el puerto estaba inmerso en una febril actividad y se ultimaban los preparativos para el desamarre del Natividad, el galeón que pondría rumbo a América.