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Ella hizo un puchero pleno de coquetería, se sentó sobre sus rodillas, se abrazó a su cuello y en sus ojos oscuros relampaguearon las facciones de aquel rostro tostado y terriblemente atractivo.

– ¿Tu futura esposa es menos importante que una simple partida de café?

La chica no tenía remedio, era una zalamera de pies a cabeza. Don Álvaro no reprimió una risa franca y Miguel, tomándola de la cintura, la puso en pie.

– Mi futura esposa, jovencita, debería tener más sesera y dejar Maracay para mejor ocasión -la regañó sin convicción.

– ¡Eres tan puñetero como el abuelo!

– ¡Niña!

A Miguel eso le divertía. A veces, la lengua afilada de aquella beldad le mostraba la espontaneidad que se pierde con las buenas formas.

– De acuerdo -acabó por acceder-. Si tu abuelo da su consentimiento, haz ese viaje. Te acompañarán varios hombres de escolta y estarás de nuevo en «Linda Rosita» a finales de mes. Quiero tu promesa.

– Prometido -respondió ella con rapidez-. El tiempo justo de enterarme de si Elisa se ha quedado embarazada.

– ¡Santo Dios! -exclamó su abuelo.

– Es la cosa más natural, ¿no es verdad, Miguel? -Se le acercó tanto que sus formas juveniles quedaron pegadas al pecho masculino-. Cuando nosotros nos casemos, pasará lo mismo. ¡He decidido que deberíamos tener seis hijos! -Se rió ante su gesto de estupor-. Tres niños y tres niñas. ¡Y quiero que todos tengan tus ojos!

Después, sin más, echó a correr llamando a una de las criadas para preparar el equipaje.

Miguel se dejó caer contra el respaldo del asiento que ocupaba.

– ¡Jesús! -exclamó, arrancándole una carcajada a Requejo-. No lo encuentro divertido, señor.

– Pues yo sí, muchacho. Yo, sí. -El hombre seguía riendo, palmeándose los muslos.

A Miguel, aquella muestra de familiaridad le relajó. Apreciaba de veras al vejete. Éste había hecho las veces de padre para Diego y para él desde su llegada y se había ganado no sólo su admiración, sino también su cariño.

Pero… ¡seis hijos…! Aquello era harina de otro costal. Una cierta ingravidez se le fijó en la boca del estómago.

3

Maracaibo. 1669

Maracaibo había sufrido ataques de piratas holandeses en 1614 y franceses en 1664.

Su enclave estratégico entre la península de Guajira y la de Paraguaná convertían aquel puerto en la punta de lanza del tráfico marítimo. Por eso, la ciudad, víctima de tantas incursiones, se había preparado para otros posibles ataques, aunque no con demasiado ahínco. Habían construido pequeñas torres de vigilancia y establecido turnos de guardia, aunque los que llevaban a cabo la tarea mataban el rato más pendientes del contoneo de las prostitutas del puerto que del peligro que se pudiera avecinar por mar. La única defensa de relevancia era el fuerte de La Barra, que dominaba el estrecho canal, lo bastante pertrechado de armas como para rechazar a los intrusos.

El enlace entre Miguel y Carlota estaba previsto para un mes más tarde y la muchacha había comprado tal cantidad de artículos que don Álvaro acabó protestando por los gastos. Pero ella, entre mimos y carantoñas, consiguió su beneplácito, y su abuelo, aunque no del todo convencido, dio por bueno el monumental despilfarro.

Fue Miguel quien no aceptó tal dispendio y la obligó a devolver doce mantelerías bordadas provenientes de España, un juego de seis mesitas lacadas llegadas desde China y cuatro vajillas completas adquiridas a un traficante francés.

El humor de Carlota se acercaba peligrosamente a la cólera. Llegó incluso a amenazar con romper el compromiso.

– Me tratas como a una criatura, Miguel.

– Te trato como lo que eres.

– ¡Me gustaban esas cosas!

– Carlota, por amor de Dios. -La sujetó por los hombros-. Piensa un poco. Has comprado al menos veinte mantelerías, seis vajillas y más de una docena de mesas. ¿Quieres decirme dónde pensabas colocar todo eso?

– Las mesitas eran chinas.

– ¡Como si fueran del fin del mundo, por las llagas de Cristo!

Carlota se fijó detenidamente en el color de aquellos ojos convertidos en fuego verde, como solía suceder cuando Miguel se enfadaba de veras. A regañadientes, aceptó su derrota con un puchero infantil.

– No tendremos vajillas suficientes para atender a los invitados que nos visiten cuando nos casemos.

– ¡Santa María! -murmuró él, alejándose unos pasos. A veces, conseguía sacarlo de sus casillas con tanto capricho.

Los brazos femeninos rodearon su torso y le acariciaron la espalda, pero el arrumaco no desfrunció su cejo ni amortiguó su pose irritada. Carlota se mostraba como una niña que no ha roto un plato en su vida. Era una criatura inconstante, pero enloquecedora cuando se lo proponía. Miguel acabó por reír bajito, se volvió, la enlazó y agachó la cabeza para besarla. Halló unos labios tibios, abiertos a los suyos, sumamente placenteros. Carlota tenía ese don que incitaba a rendirse a su feminidad. Y él, aunque se resistía con fiereza, tampoco era inmune a sus caricias.

Se absorbieron mutuamente, ella suspiró y se abandonó a él.

– Te amo, Miguel.

– Lo sé, viborilla.

– ¿Y tú? -preguntó, clavando aquellos inmensos ojos del color del café en los suyos-. ¿Me amas tú, Miguel?

– ¿Por qué crees si no que me voy a casar contigo?

Ella hundió su cara en el torso masculino y no pudo ver el relámpago de culpa que atravesó el rostro de él. Miguel no dijo nada, porque no la amaba. La quería, sí. Y deseaba hacerla su esposa. Estaba seguro de que a su lado podía conseguir la paz que buscaba y que le fue arrebatada al salir de España. Necesitaba una mujer, hijos, un hogar propio. Ya había comprado una pequeña propiedad que lindaba con la hacienda y que iba a bautizar como «Mariana», por su madre. Todo, gracias a la generosidad y el aval de don Álvaro. Por el momento, la casa no era más que un montón de vigas y muros a medio levantar. Hasta que estuviera terminada seguirían viviendo en «Linda Rosita», junto al abuelo de Carlota. Pero en poco tiempo tendría su propio hogar y una tierra de la que ocuparse. Había llegado a convencerse de que era eso, y no otra cosa, lo que más deseaba en el mundo.

Sin embargo, el destino le preparaba un revés mucho más cruel que el destierro.

La puerta del salón se abrió con estrépito y Diego entró fuera de sí y con el rostro congestionado.

– ¡Nos atacan!

– ¿Nos atacan? -preguntó Miguel-. ¿Quién nos ataca?

– ¡Piratas ingleses!

Fue don Álvaro de Requejo quien contestó a su pregunta. Llegaba detrás de Diego, pálido como un cadáver, con el miedo anidando en su expresión.

Se pusieron en marcha inmediatamente. Miguel se armó y armó a cuantos hombres pudo reunir, incluidos los que trabajaban en lo que sería su futuro hogar. A pesar de las protestas de Carlota, le ordenó no moverse de la hacienda bajo ningún concepto y dejó un pequeño retén de guardia para proteger a mujeres y niños. No quiso ni oír hablar de que don Álvaro los acompañara y su hermano y él salieron a caballo hacia la ciudad. Ahora, Maracaibo era su hogar, el lugar que los había acogido, y debían defenderlo con uñas y dientes. Los De Torres nunca le daban la espalda a un compromiso.

Su marcha apresurada impidió a Miguel percatarse de que Carlota los seguía a cierta distancia.

La ciudad estaba gobernada por el caos más absoluto y el pánico había cundido ya. Naves inglesas bloqueaban el puerto y lanzaban andanadas sobre los muros de las pequeñas fortificaciones. Los gritos y lamentos se oían por doquier. Edificios enteros ardían y una muchedumbre enfebrecida corría de un lado a otro, sin saber bien cómo salvarse, huyendo del horror y de una muerte segura. Algunos cargaban sus pertenencias sobre carretas o caballos, en una puja contra el tiempo.