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– Así que ¿llegaron, se tomaron un café, fumaron una pipa y se marcharon juntos?

– Eso me dijo.

– ¿En barco?

– No lo sé. No dijo nada sobre un barco. No, espera, creo que se fueron en un cabriolé.

– ¿Los cuatro?

– Los cinco.

Yashim levantó la mirada de repente, Preen soltó una risita disimulada.

– Llegaron cuatro, pero se fueron cinco.

– Sí, ya veo. Y tú, Preen, ¿no sabes nada de ese número cinco?

– Oh, sí. Era un ruso.

– ¿Un ruso? ¿Estás segura?

Yashim reflexionó sobre esto. En esos tiempos los habitantes del barrio viejo de Estambul tenían tendencia a considerar que cualquiera vagamente extranjero, y rubio, era ruso. Era una consecuencia de la última guerra, y de todas las guerras que la Sublime Puerta había librado contra los hombres del zar los pasados cien años.

– Estoy bastante segura -dijo Preen-. Iba de uniforme.

– ¿Qué?

Preen se río.

– Blanco, con galones dorados. Muy elegante. Un pez muuuy gordo. Y con una especie de medalla en el pecho, como una estrella, con rayos.

– Preen, esto es oro en polvo. ¿Cómo lo conseguiste?

Ella pensó en el joven marinero griego.

– Hice algunos sacrificios -dijo sonriendo.

Entonces se acordó de Yorg y su sonrisa se desvaneció.

Capítulo 31

Estambul no era una ciudad que se acostara tarde. Después de las diez, en su mayor parte, cuando el sol hacía ya mucho rato que se había hundido bajo las islas de los Príncipes, las calles estaban silenciosas y desiertas. Algunos perros gruñían y se peleaban en los callejones, o se dedicaban a aullar en la playa, pero esos sonidos, como la llamada del muecín a la oración, al alba, eran los ruidos nocturnos de Estambul, y nadie les concedía su atención.

Ningún lugar de la ciudad estaba más tranquilo que el Gran Bazar, un laberinto de calles cubiertas que serpenteaban y se retorcían como anguilas colina abajo desde Bayaceto hasta las playas del Cuerno de Oro. De día, el zumbido del bazar pertenecía a lo que era, incluso entonces, quizás el más fantástico caravanserrallo del mundo, un mercado de oro y especias, de alfombras y telas de lino, jabones y libros y medicinas y cuencos de barro. Pero no era sólo el lugar donde se comerciaba con la producción del mundo; dentro de los casi tres kilómetros cuadrados de callejones y cubículos, se manufacturaban diariamente algunos de los productos más delicados y útiles del imperio. Era una concentración de la riqueza y la laboriosidad turcas; tenía sus propios cafés, restaurantes, imanes y hammams, los baños turcos, y se dictaban leyes estrictas para su seguridad.

La altura que dominaba el bazar -la llamada Tercera Colina de Estambul-, en donde se alzaba la mezquita de Bayaceto, había sido elegida por el Conquistador, el sultán Mehmed, para levantar su palacio imperial; pero el edificio seguía incompleto cuando empezó a trabajar en otro palacio, Topkapi, sobre la punta del serrallo, destinado a ser mucho mayor y más magnífico que el primero. El viejo palacio, o Eski Serai, como llegó a ser conocido, servía por lo tanto como una especie de anexo de Topkapi. Era una escuela donde se preparaba a los esclavos del palacio; una compañía de jenízaros estaba acantonada en sus muros, y sus habitantes reales eran los prisioneros más tristes del imperio, porque eran las mujeres de los anteriores sultanes, enviadas al Eski Serai a la muerte de su amo y señor. Esta deprimente práctica había caído en desuso muchos años antes. Con el tiempo, el Eski Serai se fue deteriorando, y finalmente se convirtió en una ruina; sus restos fueron limpiados, y de los escombros se alzó la torre contra incendios que aún se cernía sobre el Gran Bazar, tal como Yashim iba más tarde a observar.

La bolsa, que apareció durante la noche, estaba atada con cordeles a la pesada reja de hierro que protegía el Gran Bazar de ojos fisgones y ladrones decididos. Al amanecer, más de una docena de personas lo habían comentado, y al cabo de una hora, delante de una apretujada multitud, fue finalmente descolgada.

Nadie parecía querer abrirla. Nadie pensaba que fuera a contener un tesoro. Todo el mundo creía que, contuviera lo que contuviese, sería sin duda horrible, y todo el mundo quería saber lo que era.

Finalmente, se decidió llevar la bolsa, sin abrir, a la mezquita y pedirle al cadí su opinión.

Capítulo 32

Siete horas más tarde, la bolsa fue abierta por segunda vez aquella mañana.

– Es algo terrible -volvió a decir el cadí, retorciéndose las manos. Era un hombre mayor y el shock había sido grande-. Nada parecido…, nunca… -Sus manos se agitaban en el aire-. No tiene nada que ver con nosotros. Gente pacífica… buenos vecinos…

El serasquier asintió, pero no estaba escuchando. Estaba observando cómo Yashim tiraba de las cuerdas. Yashim se puso de pie y vació el contenido de la bolsa sobre el suelo.

El cadí se agarró a la puerta para sostenerse. El serasquier se apartó a un lado de un brinco. El propio Yashim se quedó respirando pesadamente, contemplando con fijeza el montón de blancos huesos y cucharas de madera. Apretujada en la pila, inconfundiblemente oscura, había una cabeza humana.

Yashim inclinó la cabeza y no dijo nada. «La violencia es terrible -pensó-. ¿Y qué he hecho yo para evitarla? Guisar una comida. Y he ido a buscar un caldero de juguete.»

Guisado una comida.

El serasquier alargó un pie calzado con una bota y removió el montón con la punta. La cabeza se asentó. Su piel aparecía estirada y amarilla, y sus ojos brillaban débilmente bajo unos párpados medio cerrados. Ninguno de los dos hombres se dio cuenta de que el cadí había salido de la habitación.

– No hay sangre -dijo el serasquier.

Yashim se puso de cuclillas al lado de los huesos y cucharas.

– Pero ¿es uno de los suyos?

– Sí. Me parece que sí.

– ¿Se lo parece?

– Estoy seguro. El bigote.

Hizo un gesto señalando débilmente la cabeza cortada.

Pero Yashim estaba más interesado en los huesos. Los estaba separando, uno por uno, prestando particular atención a los occipitales mayores… y la espinilla, el fémur y las costillas.

– Es muy extraño -murmuró.

El serasquier bajó la mirada.

– ¿Qué es extraño?

– No hay ninguna marca. Están limpios y enteros.

Cogió la pelvis y empezó a darle vueltas entre sus manos. El serasquier hizo una mueca. Trataba con cadáveres bastante a menudo… pero acariciar huesos. Aaaaj.

– Era un hombre, en cualquier caso -observó Yashim.

– Por supuesto que era un maldito hombre. Era uno de mis soldados.

– Era sólo una idea -replicó Yashim pacíficamente, situando la pelvis en su posición. Vista desde arriba parecía casi obscenamente grande, emergiendo de los restos del esqueleto esparcidos sobre el suelo de mármol-. Quizás habían usado otro cuerpo. No tengo ni idea.

– ¿Otro cuerpo? ¿Para qué?

Yashim se puso de pie y se limpió las manos con el borde de su capa. Miraba fijamente al serasquier, sin ver nada.

– No me lo imagino -respondió.

El serasquier señaló a la puerta y lanzó un suspiro.