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– ¿Lo cual significa…?

– Lo cual significa que tu muchacho es probablemente un buen soldado, pero no un grande. Aristocracia de cuarto grado, o inferior. Podría ser un soldado de carrera.

– ¿En Estambul?

– Agregado a la embajada. No hay otra explicación. Lo averiguaremos ahora mismo.

Palieski se liberó de su sillón y fue a rebuscar en un estante bajo. Sacó varios ejemplares de Le Moniteur, la gaceta de la corte otomana, volvió a su asiento y empezó a hojear las páginas.

– Estará aquí… Quién llega, quién se marcha, quién presenta sus credenciales en la corte. Veamos: chico nuevo en la embajada británica, encargado de negocios americano que asciende al rango consular, emisario plenipotenciario persa recibido en la corte, bla, bla, bla. Pasemos al siguiente. Nuevo agente comercial ruso, se equivocó de país; marcha del cónsul francés, ah, desearía haber asistido a esa fiesta; etcétera, no. Siguiente. Aquí lo tienes. N. P. Potemkin, agregado subalterno del agregado adjunto de asuntos militares, presenta sus credenciales a los visires de la corte. Bastante modesto. No es una acreditación completa. Quiero decir, no llegó a ver al sultán.

Yashim sonrió. La recepción del propio Palieski por el sultán había sido el punto culminante de su por lo demás malograda carrera diplomática. Y era una historia que Palieski contaba de la manera más concisa posible.

Por un capricho de la historia, el embajador polaco era mantenido en Estambul a expensas del sultán. Era un salto atrás a los tiempos en que los otomanos eran demasiado grandes para someterse a las costumbres habituales de la diplomacia europea, y no permitían que ningún rey o emperador se considerara igual al sultán. Un embajador, razonaban ellos, era una especie de demandante en la fuente de la justicia mundial, más que un grande revestido de inmunidad diplomática, y, como tal, ellos siempre habían insistido en pagar sus facturas. Otras naciones habían puesto con éxito en tela de juicio dicha concepción de lo que era una embajada; los polacos, recientemente, no podían permitírselo. Desde 1830, su país había dejado de existir cuando la última parcela, alrededor de Cracovia, fue engullida por Austria.

El estipendio que el embajador polaco recibía no parecía cubrir el coste del mantenimiento de la propia embajada, había observado Yashim, pero al menos le permitía a Palieski vivir en un confort razonable. «Hablamos de justicia cristiana -decía Palieski-, pero la única justicia que Polonia ha recibido ha sido del viejo enemigo musulmán. ¡Vosotros, los otomanos! ¡Vosotros comprendéis la justicia mejor que cualquier otro país del mundo!» Palieski se cuidaría muy mucho de no quejarse de que el estipendio que recibía no había cambiado en los últimos doscientos años. Y Yashim nunca diría que ambos sabían la razón: que los otomanos sólo continuaban reconociendo a los polacos para irritar a los rusos.

– Así pues, parece -dijo pensativamente Yashim- que ese agregado subalterno, Potemkin, salta a un carruaje con cuatro de los más brillantes cadetes de la Nueva Guardia… y no vuelven a ser vistos con vida nunca más.

Las cejas de Palieski se alzaron.

– Encontrarse con un ruso, desaparecer, es un fenómeno corriente. Ocurre continuamente en Polonia.

– Pero ¿por qué tendrían que encontrarse con un funcionario ruso? Prácticamente estamos en guerra con Rusia. Si no hoy, ayer y probablemente mañana.

Palieski levantó las manos en un gesto de ignorancia.

– ¿Cómo podemos saberlo? ¿Estaban vendiendo secretos? ¿Se encontraron todos en los jardines, por casualidad, y decidieron pasarse la noche de juerga?

– Nadie se encuentra con nadie en esos jardines por casualidad -le recordó Yashim-. En cuanto a vender secretos, tengo la impresión de que somos nosotros quienes necesitamos sus secretos, no lo contrario. ¿Qué podrían vender los cadetes… viejas tablas trigonométricas francesas? ¿Detalles del cañón que probablemente copiamos de los diseños rusos? ¿El nombre de su sombrerero?

Palieski frunció el entrecejo e hizo un mohín con los labios.

– Creo que ya he tomado bastante té -dijo pensativamente-. La penetración de misterios arcanos requiere algo más fuerte.

Pero Yashim conocía las consecuencias de seguir aquel consejo de Palieski. De modo que presentó sus excusas y se marchó.

Capítulo 34

Yashim se dirigió a pie rápidamente hacia el muelle de Pera, en el Cuerno de Oro, y cruzó en esquife hasta el lado de Estambul. Un traqueteante carro tirado por un burro obstaculizó su camino cuando regresaba a pie a sus alojamientos. El conductor miró atrás y levantó el mango de su látigo a guisa de reconocimiento, pero los callejones eran demasiado estrechos para dejar pasar, y aunque el conductor azotó a su animal para imprimirle un trote rápido, Yashim se vio obligado a arrastrar los pies, ardiendo de impaciencia. Finalmente el carro giró hacia su propio callejón, y en aquel momento Yashim vio a un hombre entreteniéndose a medio camino. Su atuendo escarlata y blanco indicaba que era un paje dentro de palacio. Estaba mirando en la otra dirección, y rápidamente Yashim se deslizó otra vez en el callejón del que procedía. Se apoyó contra la pared y consideró su posición. El serasquier le había dado diez días: diez días antes de la gran revista que mostraría al sultán al frente de un eficiente, moderno, ejército que podía compararse con cualquiera que los enemigos del imperio pudieran alzar en el campo de batalla contra él. Cuatro días habían transcurrido ya, y el tiempo parecía agotarse. Estaba la cuestión del próximo asesinato, la bien fundada observación de Palieski de que necesitaba hacerse con un buen plano, y el problema del agregado ruso, Potemkin. Pero estaba el estrangulamiento del palacio, también, y la levemente encubierta amenaza de la Valide de que haría bien en encontrar sus joyas si alguna vez quería otra novela francesa. Bueno, sí quería otra. Pero Yashim no era ningún ingenuo. Las novelas eran lo de menos. El favor. La protección. Un amigo poderoso. Podía necesitar eso cualquier día.

No era ningún desagradecido, tampoco. Palacio le había hecho lo que era. Le había dado de comer, vestido, entrenado. Finalmente, le había descubierto -y luego permitido que los ejercitara- sus particulares talentos, de la misma manera que durante cuatrocientos años palacio había seleccionado y preparado a sus funcionarios para aprovecharse de sus habilidades naturales.

Y cuando palacio acudía a él en busca de ayuda, era deber suyo complacerlo.

Pero eso le ponía en una difícil posición. Estaba comprometido con el serasquier. El serasquier había sido el primero en llamarlo.

Un asesinato en el harén era mala cosa. Pero aquello con lo que estaba lidiando en el exterior parecía peor aún.

Para el cuarto cadete, el tiempo se estaba acabando.

Hizo una profunda aspiración, echó los hombros hacia atrás y dobló la esquina de su calle.

Capítulo 35

El camarero de las muchachas miró de forma implorante a Yashim, y luego al Kislar Agha, el jefe eunuco negro, que había desparramado su considerable corpachón sobre una tumbona. Ninguno de los dos, ni el camarero ni Yashim, había sido invitado a sentarse.

Yashim maldijo íntimamente su impetuosidad. Había sido introducido en palacio justo cuando la Valide del sultán estaba echando su siesta, y el Kislar Agha había asumido rápidamente el control. El Kislar Agha nunca dormía. Cuando Yashim le hubo dicho lo que tenía que decirle, envió inmediatamente a buscar al camarero.

Así era como funcionaba el sistema, pensó Yashim. Todo el mundo tenía sus propias ideas sobre el harén imperial, pero esencialmente era como una máquina. El sultán, al bombear una nueva recluta en la cohorte de concubinas imperiales, era simplemente un pistón importante de una máquina diseñada para garantizar la continua producción de sultanes otomanos. Todo lo demás -eunucos, mujeres- eran piezas del engranaje.