Los cristianos consideraban el harén del sultán de manera completamente distinta. Leyendo de cabo a rabo algunas de las novelas francesas favoritas de la Valide, Yashim fue cayendo lentamente en la cuenta de que los occidentales, por lo general, tenían una intensamente romántica y muy imaginativa imagen del harén. Para ellos, se trataba de un endulzado lugar de perdición, en donde las mujeres más hermosas del mundo participaban espontáneamente, al capricho de un solo hombre, en salaces actos de amor y pasión, una bacanal estupefaciente. Como si las mujeres tuvieran sólo pechos y muslos, y no cerebros ni historias. «Dejemos que sueñen», pensó Yashim. Aquel lugar era una máquina, pero las mujeres tenían su vida, su voluntad y su ambición. En cuanto a los indicios de lascivia, la máquina simplemente los soltaba como vapor.
El camarero era un buen ejemplo. Era como una especie de limón exprimido, una amarga y remilgada criatura, negro, huesudo, de unos cuarenta y cinco años, meticuloso en el detalle, con todo el nervio de un grifo que gotea. Las tareas del camarero iban desde preparar a la gözde, o muchacha elegida para el lecho del sultán, hasta comprar la ropa interior de las mujeres. Entre su personal figuraban peluqueras, sastres, joyeros y un perfumista, cuya propia tarea implicaba, entre otras cosas, aplastar y moler perfumes, mezclarlos para complacer los gustos del sultán, preparar jabones, aceites y afrodisíacos, y supervisar la fabricación del incienso imperial. Si algo iba mal, el camarero era el que recibía los reproches: pero él siempre tenía a funcionarios inferiores a los que, a su vez, podía darles una patada.
– Un anillo, camarero -estaba diciendo el Kislar Agha-. Según nuestro amigo aquí, la muchacha llevaba un anillo. Yo no sé si lo llevaba cuando tuvo lugar la desgraciada circunstancia. Quizás tú puedas decírnoslo.
La ligera depresión anular en el dedo medio de la muchacha muerta que Yashim había notado antes de que la Valide hubiera interrumpido su inspección del cuerpo, le había interesado en aquel momento. Pese a todas sus galas y joyas preciosas, había sido el anillo ausente lo que recordaba, siquiera de modo fraccionado, su existencia como persona viva, con pensamientos y sentimientos propios. Perfectamente ideada para la tarea que ella nunca estuvo destinada a cumplir -carente de defectos, hermosa, perfectamente ataviada, bañada y perfumada-, ¿estaba, sin embargo, preparada para acercarse a la cama del sultán con la debilísima huella de una imperfección, una fría, blanca, muesca en el dedo medio de su mano derecha: la débil marca de una elección?
¿Le quitaron el anillo en el momento de su muerte, o más tarde?
El camarero miró a Yashim, que lo observaba sin expresión, los brazos cruzados pacientemente sobre el pecho. El camarero levantó la mirada y se tocó nerviosamente los labios con la punta de los dedos. Yashim tuvo la impresión de que ya tenía la respuesta que ellos deseaban. Estaba tratando de controlar su pánico y prever las probables consecuencias de lo que se disponía a decir.
– Efectivamente. Un anillo. Sólo uno. Es verdad que llevaba un anillo.
El Kislar Agha se tiró del lóbulo de la oreja. Volvió su ojo inyectado en sangre hacia Yashim, el cual dijo:
– Y el paje de la cámara encontró el cuerpo. ¿Podemos hablar con él?
Llamaron al paje de la Cámara, cuya tarea era conducir la gözde al sultán. No sabía nada del anillo. El Kislar Agha, que había sido el siguiente en llegar a la escena del crimen, le dio a Yashim su respuesta bajando un poco los párpados.
– La muchacha fue dejada en la cámara nupcial, exactamente tal como usted la vio.
– ¿Por…?
– Entre otros, el camarero.
El camarero no podía recordar si el anillo se había extraviado entonces.
– Pero ¿vio si había desaparecido? -sugirió Yashim.
El camarero vacilaba.
– Sí, sí, supongo que eso me habría llamado la atención. A fin de cuentas, yo le arreglaba las manos. Dicho así, effendi, es evidente que llevaba el anillo cuando ella… ah… ella…
– … ella murió. ¿Puede usted describir el anillo?
El camarero tragó saliva.
– Un anillo de plata. De poca importancia. Lo he visto bastante a menudo. Diferentes muchachas lo llevan, circula mucho. Hay un montón de piezas así, no muy especiales, que pertenecen a las mujeres en general, como si dijéramos. Las llevan un rato, se cansan de ellas, las regalan. Francamente, considero este tipo de chucherías como algo que no merece mi atención… excepto si son feas, o estropean una composición, desde luego.
– ¿Y dejó usted que ella llevara el anillo para acudir al sultán?
– Me pareció más prudente que conservara el anillo en vez de mostrar una fea marca en el dedo. No lo mencioné.
El camarero se dio la vuelta y miró involuntariamente de un lado a otro.
– Hice bien, señor, ¿verdad? Era sólo un anillo. Era puro, de plata.
El Kislar Agha lo miró fijamente. Luego, con un encogimiento de hombros y un gesto de su mano, lo despachó de la habitación. El camarero retrocedió, haciendo nerviosas reverencias.
El Kislar Agha cogió un melocotón y lo mordisqueó. El zumo le cayó por la barbilla.
– ¿Cree usted que él lo cogió?
Yashim movió negativamente la cabeza.
– Un poco de plata, ¿por qué molestarse? Pero alguien lo cogió. Me pregunto por qué.
– Alguien lo cogió -repitió el Kislar Agha-. De modo que aún debe de estar aquí.
– Sí, supongo que sí.
El negro se inclinó hacia atrás y examinó sus manos.
– Será encontrado -dijo.
Capítulo 36
Su Excelencia el príncipe Nikolai Derentsov, Orden del zar Pedro, primera clase, chambelán hereditario de los zares de todas las Rusias, y embajador ruso ante la Sublime Puerta, contempló cómo sus nudillos se blanqueaban contra el borde de la mesa.
Era, tal como él mismo hubiera sido el primero en admitir, un hombre extraordinariamente guapo. Ahora, hacia el final de su cincuentena, con una estatura de casi un metro ochenta y tres, con los anchos hombros exagerados por un chaqué de alto cuello, bien cortado, corbata almidonada y encaje en las mangas, tenía un aspecto a la vez elegante y formidable. Llevaba su grisáceo cabello corto y las patillas largas. Poseía una hermosa cabeza, fríos ojos azules y una boca más bien pequeña.
La familia Derentsov había descubierto que la vida era cara. Pese a sus vastas propiedades, pese a tener acceso a las más elevadas posiciones en el país, un siglo de bailes, vestidos de gala, juego y política en San Petersburgo había llevado al príncipe Nicolai Derentsov al incómodo descubrimiento de que sus deudas y gastos excedían en mucho a sus ingresos. Su capacidad para atraer a una hermosísima y joven esposa había sido la comidilla de la última temporada… aunque las jóvenes hermosas son tan corrientes en Rusia como en cualquier otro lugar.
Lo que daba aliento a los rumores -cosa que incitaba la envidia y la congratulación- era que, a través de su matrimonio, el príncipe se había también asegurado el beneficio de la considerable fortuna de la joven. No es que las personas que Derentsov frecuentaba lo dijeran de esa manera. A sus espaldas olfateaban que la muchacha -pese a toda su belleza- era una inversión. Su padre tenía millones en pieles.
– Parece que ha sido usted descuidado -estaba diciendo Derentsov-. En mi embajada no puedo permitirme mantener a gente que comete errores. ¿Me entiende?
– Lo siento mucho, Excelencia.
El joven inclinó la cabeza. Nikolai Potemkin parecía ciertamente apenado. Y estaba apenado. No por lo que había hecho, que no era culpa suya, sino porque su jefe estaba irritado y se mostraba injusto; parecía como si fuera a despedirlo allí mismo. Había estado allí sólo durante dos meses, pasando de un trabajo de escritorio, sin porvenir, en el ejército ruso al cuerpo diplomático, enchufado gracias a la influencia e interés de un anciano pariente en la corte… un pariente lejano, un interés mínimo. La oportunidad no volvería a presentarse.