Él tenía, como su jefe, una estatura de casi un metro ochenta; pero no era guapo. Su rostro, marcado por un chirlo, un corte de sable recibido en la guerra turca, nunca había cicatrizado bien: un vivido verdugón le corría desde la comisura de su ojo izquierdo hasta su labio superior. Era un hombre muy rubio, y sus ojos casi carentes de pestañas eran llorosos y pálidos. En la lucha con un jinete turco había agarrado el sable con su mano izquierda desnuda, y tres de sus dedos formaban ahora un inútil gancho. El joven Potemkin había llegado a la conclusión de que sería diplomático o… nada. Quinientas hectáreas en las fronteras de Siberia. Una hacienda de tercera categoría, constreñida por las deudas, a miles de kilómetros de cualquier parte.
El príncipe Derentsov dio unos golpecitos en su escritorio con los dedos.
– El daño ya está hecho. Dentro de unos minutos hablaremos con el emisario de la Sublime Puerta. Dejémoslo claro. Se encontró usted con esos hombres una vez. Habló con ellos en francés. Los llevó en el carruaje y los dejó en… ¿dónde?
– En algún lugar cerca de su cuartel, no estoy seguro. Sólo he estado en la ciudad unas pocas veces.
– Bueno -gruñó el príncipe-. Ya está, ¿entendido? Muy bien.
Llamó con la campanilla y pidió al ordenanza que hiciera entrar al caballero otomano.
Capítulo 37
Los rusos estudiaron la apariencia de Yashim.
«Un tipo insignificante -pensó el embajador-. No tiene rango.»
El agregado subalterno Potemkin se sintió muy aliviado, sorprendido por la idea de que si los propios turcos concedían a esta entrevista tan poca importancia, su jefe difícilmente podía catalogar su error como una ofensa digna de despido.
Contemplaron cómo Yashim hacía su reverencia. El embajador no le ofreció un asiento.
– Muy agradecido por su ayuda de hoy -dijo Yashim.
El príncipe hizo una mueca desdeñosa y apartó la mirada. Yashim captó la expresión y sonrió.
– Tenemos entendido que el conde Potemkin pasó un rato con cuatro oficiales de la Nueva Guardia Imperial la semana pasada. ¿Usted es el conde Potemkin?
Potemkin asintió.
– Puedo preguntarle, ¿eran amigos suyos? No lleva usted mucho tiempo en Estambul.
– No. Aún no me oriento muy bien. -Potemkin se mordió el labio. Se suponía que eso vendría más tarde-. No éramos amigos. Sólo nos llevábamos bien.
– Por supuesto. Entonces ¿se habían visto anteriormente?
– En absoluto. Nos encontramos en los jardines, por pura casualidad. Supongo que todos sentimos algo de curiosidad. Charlamos. En francés. Me temo que mi francés no es muy bueno -añadió Potemkin.
Yashim no vio razón alguna para halagarle.
– Y hablaron… ¿de qué?
– Si quiere que le diga la verdad, apenas lo recuerdo. Creo que les hablé de esto. -Potemkin levantó su paralizada mano hasta su rostro-. Heridas de guerra.
– Sí, ya veo. Es usted un hombre con experiencia en el combate.
– Sí.
– ¿Qué estaba usted haciendo en los jardines?
– Echando un vistazo. Dando un paseo.
– ¿Un paseo? ¿Para qué?
– Pensé que quizás podía hacer un poco de ejercicio. En algún lugar tranquilo, donde no llamara mucho la atención.
Yashim bajó los ojos y parpadeó varias veces. El deformado ruso podía causar cierto revuelo en una calle de la ciudad.
El embajador bostezó, y se preparó para ponerse en pie.
– ¿Eso es todo? Estoy seguro de que todos tenemos otras obligaciones que cumplir.
Yashim se inclinó.
– Solamente quería preguntar al agregado, ¿cómo se marchó de los jardines?
El embajador suspiró, se puso de pie y agitó una mano.
Potemkin dijo:
– Salimos juntos. Los dejé en algún lugar cerca del cuartel, creo. No conozco bien la ciudad.
– Lo comprendo. ¿Tomaron ustedes un coche?
Potemkin vaciló y miró a su jefe.
– Sí.
– ¿Cómo compartieron el coste?
– ¿Perdón?
– Usted los dejó. Supongo que vino usted aquí, a la embajada.
– Eso es.
– Así que, ¿cuánto les cobró el conductor? ¿Compartieron el precio?
– Oh, ya entiendo lo que quiere usted decir. -Potemkin se pasó los dedos por el cabello-. No, no, yo invité. Pagué yo. Iba a volver de todos modos, como dijo usted.
– ¿Puede usted recordar cuánto? Podría ser muy importante.
– No lo creo -intervino el embajador, con una voz de profundo desprecio-. Como le he dicho, estamos muy ocupados. De manera que, si nos permite…
Yashim había vuelto el rostro hacia el embajador. Inclinó la cabeza ligeramente a un lado y levantó una mano.
– Lo siento -dijo, muy pausadamente-. Pero debo insistir, conde Potemkin, mire, es usted el último hombre que vio vivos a los guardias.
Los ojos del embajador parpadearon por un instante. Los de Potemkin se abrieron.
– ¡Santo Dios! -exclamó.
No miraba a Yashim.
– Sí, sí, es muy triste. Así que, ya ve, cualquier cosa que podamos hacer para seguir la pista de los últimos movimientos de esos hombres nos podría ser de utilidad. Como, por ejemplo, encontrar el cochero del carruaje.
Era una apuesta, pensó Yashim. No del todo imposible.
– Estoy totalmente seguro de que el conde Potemkin no recordará cuánto le costó el coche -dijo el príncipe suavemente-. No animamos a nuestros funcionarios a que lleven mucho dinero. Los coches los pagan los porteros en la entrada.
– Pues, claro -exclamó Yashim-. Me temo que he sido un estúpido. Los porteros, naturalmente, llevarán un registro de sus desembolsos.
El príncipe se puso rígido, dándose cuenta de que había cometido un error.
– Haré que el conde Potemkin lo compruebe. Si sabemos algo, por supuesto que le informaremos.
Yashim se inclinó.
– Confío en que el conde no tenga proyectos de viajar. Puede ser necesario que tenga que volver a hablar con él.
– Estoy convencido de que no será necesario -dijo el príncipe, rechinando los dientes.
Yashim se marchó, cerrando la puerta.
El príncipe se sentó pesadamente a su mesa.
– ¡Bien! -dijo.
Potemkin no abrió la boca. La entrevista, creía, había ido bastante bien.
No lo devolverían a casa.
Capítulo 38
Una vez fuera del despacho del príncipe, Yashim se quedó un momento en el vestíbulo frunciendo el ceño. Un lacayo vestido de librea permanecía firme junto a las abiertas puertas de caoba. Perdido en sus pensamientos, Yashim dio lentamente la vuelta a la sala hasta que se encontró delante de un plano enmarcado, que él fingió examinar, sin ver nada en realidad.
Nadie, reflexionó, le había hecho ninguna pregunta. ¿No era algo extraño? La función de una embajada era recoger información; pero no habían mostrado el menor interés en su investigación. Tal vez estaban enterados ya de que los hombres habían muerto, cierto. Pero él les había dicho que Potemkin había sido el último hombre en verlos vivos, y no le habían preguntado cómo lo sabía. Era como si el asunto no les incumbiese, y eso resultaba interesante.
Aún más interesante, sin embargo, era la mentira sobre el coche.
La mentira… y el hecho de que el príncipe estuviera informado sobre ello.
El hecho de que el propio príncipe hubiera tratado de taparlo.
– Excusez moi, monsieur.
Yashim se dio la vuelta. Por una vez, se sintió casi anonadado.
No la había visto llegar.
Sin embargo, de pie a su lado, se encontraba ahora la mujer más hermosa que había visto en su vida.