Yashim bajó la cabeza.
– Dame el cesto, griego cabrón -dijo.
Giorgos no se movió.
– El cesto.
– ¡Eh! -La voz de Giorgos era muy suave-. Eh -dijo en tono más alto. Cogió unas coles tiernas-. ¿Quieres?
Yashim movió la cabeza negativamente.
– Comprendo -dijo Giorgos. Le dio la espalda a Yashim y empezó a descargar todas las verduras de su cesto. Volviendo la cabeza continuó-: Anda, ve a comprar un poco de pescado. Yo te daré la salsa. Haces un kebab con el pescado, algunas cebollas pequeñas y pimientos. Les echas la salsa. Los pones al fuego. Y los comes. Anda.
Yashim se fue. Cuando hubo comprado el pescado, volvió en el momento en que Giorgos estaba cascando nueces con sus manos y pelando dientes de ajo, todo lo cual guardó en un cucurucho de papel.
– Ahora, effendi, ve a casa y cocina. El pimiento. La cebolla. No, no acepto dinero de hombres enloquecidos. Mañana vuelves y me pagas el doble.
Cuando Yashim llegó a casa, dejó el pescado y las verduras sobre el tajo y lo cortó todo con un cuchillo afilado. Las cebollas le escocieron en los ojos. Hizo caer las cenizas y metió otro puñado de carbón. Cuando hubo ensartado los trozos en los pinchos, aplastó las nueces y los ajos con la hoja plana de un gran cuchillo y los cortó, juntando el montón, cada vez más pequeño, con la palma de su mano hasta que el picadillo estuvo tan pegajoso que hubo de usar la hoja para arrancárselo de la piel. Untó el pescado con la salsa y lo dejó descansar mientras se lavaba las manos en el cuenco que su patrona le preparaba cada mañana y cada tarde.
Depositó los pinchos sobre los tenues rescoldos y los roció con un chorro de aceite. Cuando éste siseó en el fuego, abanicó el humo con un trapo y les dio la vuelta a los pinchos, mecánicamente.
Poco antes de que el pescado estuviera listo para descamarse, cortó una rebanada de pan blanco y la dejó sobre un plato junto con un pequeño bol de aceite, unas semillas de sésamo y algunas aceitunas. Llenó una pequeña y esmaltada tetera con ramitas de menta, un terrón de azúcar blanco y un pellizco de hojas de té chino enrolladas, vertió agua de la jarra y hundió la tetera en las brasas incandescentes, produciendo un chisporroteo.
Finalmente, sentado, arrancó los pimientos y el pescado del pincho y se los comió con un trozo de pan.
Sólo entonces sacó la pequeña nota doblada que le había estado esperando cuando llegó a casa.
Era del imán, que le enviaba su saludo. Había realizado una pequeña investigación. Con mano firme había escrito los versos finales del poema sufí de Yashim:
Sin saber
e inconscientes de la ignorancia,
duermen.
Despiértalos.
Sabiendo,
y conociendo la ignorancia,
la minoría de callados se hacen uno con el Núcleo.
Acércate.
Yashim se levantó. Luego dejó entreabierta la ventana, se lío un cigarrillo tal como le había enseñado a hacer un tratante de caballos albanés, con un pequeño retorcimiento de un extremo y un centímetro de cartón en el otro, como filtro, y se bebió un vaso de dulce y ardiente té de menta mientras volvía a leer los versos.
Se echó de costado. Quince minutos más tarde, su mano se extendió y buscó a tientas la vieja piel que yacía arrugada en algún lugar junto a sus piernas. La subió hasta cubrirse el cuerpo.
Al cabo de tres minutos -porque ya lo estaba a medias-, Yashim el Eunuco se quedó completamente dormido.
Capítulo 41
A la residencia polaca le favorecía la oscuridad. A medida que avanzaba el crepúsculo, hasta sus barandillas parecían librarse de su óxido, en tanto que se hacía más espeso el descuidado seto de mirtos demasiado crecidos que protegía el sendero de entrada de los carruajes de las miradas de la calle, y se convertía en una masa cada vez más negra y sólida a medida que aumentaba la oscuridad. Entonces las vacías habitaciones, largo tiempo deshabitadas, donde el yeso se desprendía en arrugadas escamas de los adornados techos y se depositaba en unos suelos de madera que se habían vuelto apagados y polvorientos por falta de uso, proporcionaban falsos indicios de vida en su interior, como si estuvieran simplemente vacías por la noche. Y cuando el día tocaba a su fin, la elegante mansión recuperaba una apariencia de peso y prosperidad que no había conocido en sesenta años.
La luz que parpadeaba de forma irregular desde un par de ventanas del piano nobile parecía brillar a medida que avanzaba la noche. Esas ventanas, cuyos postigos nunca se cerraban -que no podían, en realidad, cerrarse, debido al desplome de varios paneles y a la lenta oxidación de las bisagras por efecto del húmedo invierno-, dejaban entrever una escena de violento desorden.
La habitación donde sólo unas horas antes Yashim había dejado al embajador polaco dudando de si abrir el vodka a base de hierba de bisonte o simplemente un rústico licor proporcionado, muy barato, a hurtadillas, por unos marineros de Crimea, parecía como si hubiera recibido la visita de un alocado bibliófilo. Un violín yacía con el puente hacia abajo sobre una bandeja de té. Una docena de libros, aparentemente abiertos al azar, aparecían esparcidos por el suelo; otra veintena más estaban desperdigados entre los brazos de un enorme sillón. Del brazo de una lámpara goteaba sebo sobre la superficie de un desgastado escritorio, encima del cual había apilada una colección de volúmenes tamaño folio y unas diminutas copas. Parecía como si alguien hubiera estado buscando algo.
Stanislaw Palieski yacía en el suelo detrás de uno de los sillones. Su cabeza estaba caída a un lado, la boca abierta, sus ojos sin vida vueltos hacia arriba, hacia el techo.
De vez en cuando emitía un débil gorgoteo.
Capítulo 42
El serasquier tomó un puñadito de arena y lo esparció por el papel. Luego inclinó la hoja y dejó que la arena bajara nuevamente hasta el bote.
Leyó todo el documento una vez más y tiró de la campanilla.
Había pensado en hacer que imprimieran la advertencia para su circulación; pero, tras pensarlo mejor, decidió que simplemente fuera transcrita, a mano, y entregada en las mezquitas. Los imanes podrían interpretarla a su manera.
Del serasquier de la Nueva Guardia de Su Alteza Imperial en Estambul, saludos y una advertencia.
Hace diez años complació al Trono asegurar la paz y prosperidad del imperio mediante una serie de Acontecimientos Propicios, concebidos para extirpar una falsa herejía y poner fin a un abuso que Su Alteza Imperial no estaba dispuesta a tolerar por más tiempo. Tanto por sus guerras como por sus actos, el sultán consiguió una victoria completa.
Aquellos que, al dispensar la muerte, querrían devolver a la ciudad a su anterior estado, que tengan cuidado. Las fuerzas del padishah no duermen, ni tiemblan. Aquí, en Estambul, un soldado se enfrenta a la muerte con orgullo desdeñoso, convencido de que lo que sacrifica es lo irreal por lo santo, y sirve a mayor poderío del Trono.
Pese a toda vuestra fuerza, seréis aplastados. Pese a toda vuestra astucia, seréis engañados. Pese a todo vuestro orgullo, seréis humillados y llevados a enfrentaros con el supremo castigo.
Una vez más huiréis y seréis sacados de vuestros agujeros por la voluntad del sultán y su pueblo.
Habéis sido advertidos.
El serasquier creyó que había hecho un esfuerzo por clarificar la situación. El rumor era una fuerza insidiosa. Tenía en común, con la pasión por la guerra, que podía ser, y necesitaba ser, controlado.
Adiestrar a los hombres. Enderezar el rumor. Mantener la iniciativa y dejar al enemigo que suponga. El eunuco sospechaba alguna especie de complot jenízaro, pero el serasquier había decidido ser vago. La implicación estaba allí, por supuesto, entre líneas.