Yashim cayó al suelo, cubriéndose la cabeza con las manos: era como una tormenta de arena en el desierto. Alguien cerca de él lanzó un grito. Yashim mantuvo el rostro apretado contra el suelo, pese a que la tormenta de residuos empezaba a menguar. Algunos trozos de teja pasaron rozando el suelo y golpearon sus brazos.
Con precaución levantó la mirada por encima de su codo. Más allá el fuego seguía rugiendo. Los postigos de la última casa se abrieron de golpe. Pero las llamas que brotaron de los vanos se precipitaron al exterior sin encontrar nada. Donde había habido madera y aleros, había sólo un negro vacío y algunos maderos aislados colgando de una delgada viga.
Alguien se detuvo y lo ayudó a ponerse de pie. Yashim reconoció al hombre del hacha: se estrecharon las manos y luego, como el trabajo había tenido éxito, se abrazaron tres veces.
– Nos has hecho un favor, amigo -dijo el otro hombre. Parecía un fantasma, su cara blanqueada por el polvo-. Me llamo Murad Eslek.
Yashim sonrió.
– Yashim Togalu. -No Yashim el Eunuco-. A la salud de Kara Davut. -Y luego, porque era verdad, añadió-: La deuda es toda mía.
Las entonaciones cultas de su voz pillaron al hombre por sorpresa.
– Lo siento, effendi. En la oscuridad… con este polvo… yo no…
– Olvídalo, amigo. Todos somos uno a los ojos de Dios.
Murad Eslek sonrió y levantó sus pulgares hacia Yashim.
Capítulo 44
Yashim removió su café mecánicamente, tratando de identificar lo que todavía le preocupaba de los acontecimientos de la noche.
No era el fuego en sí. Siempre había incendios en Estambul -aunque al mirar atrás comprendió que les había ido de muy poco-. ¿Y si hubiera dejado cerrada la ventana?… ¿Le habría alcanzado a tiempo el olor del humo? Podría haber seguido durmiendo, inconsciente de la terrible cortina de llamas que avanzaba danzando hacia su calle. Se habría levantado cuando ya era demasiado tarde, quizás, con la escalera llena de amenazadoras nubes de negro humo, las ventanas estallando…
Pensó en la multitud que había visto aquella maña na, las mujeres y los niños de pie aturdidos en medio de la calle. Arrancados de su sueño. Por la gracia de Dios, ellos también se habían despertado a tiempo.
Una frase del poema karagozi acudió de repente a su mente. Despiértalos.
La cucharilla dejó de moverse en la taza.
Había algo más. Algo que un hombre había dicho.
Era algo que un hombre había dicho sobre los jenízaros.
Obra de los jenízaros. «¡Y pensar que solíamos hacer que los jenízaros del Cuartel Beyazidiye hicieran esto por nosotros!»
Una brigada de incendios jenízara había sido acantonada cerca de la mezquita de Bayaceto, la primera y quizás, en su estilo, la más grande de las poderosas mezquitas de los sultanes. Porque incluso Sinan Pachá, el maestro arquitecto cuya sublime Suleymaniyye superaba a Aya Sofía, reconocía que la mezquita de Bayaceto había abierto el camino. Pero no era la mezquita lo que importaba; era su situación. Porque la mezquita de Bayaceto se asentaba a horcajadas en la espina dorsal de la colina sobre el Gran Bazar, uno de los lugares más elevados del barrio antiguo de Estambul.
Una posición ventajosa única. Tan única, de hecho, que fue seleccionada como el emplazamiento del más alto y quizás el más feo edificio del imperio: la torre contra incendios que llevaba su nombre. La bolsa de huesos había sido descubierta a sólo unos metros de distancia.
Y había existido otro servicio de vigilancia jenízaro, en el lado opuesto de la ciudad, en la torre de Gálata. La torre contra incendios de Gálata, que dominaba la alcantarilla que contenía el nauseabundo cadáver del segundo cadete.
Y en el antiguo centro de operaciones de los jenízaros, el viejo cuartel actualmente arrasado y reemplaza do por los establos imperiales, se había alzado una torre, creía recordar Yashim.
Palieski había sugerido que podría existir una pauta para explicar la distribución de los cuerpos… De modo que cada cuerpo había sido colocado en la vecindad de algún antiguo parque de bomberos, un punto de vigilancia jenízaro contra incendios, una torre… Yashim estudió la idea durante un momento.
El fuego había sido siempre responsabilidad de los jenízaros. Y se había convertido en su arma también. La gente se levantaba de su cama por el toque a rebato de los bomberos. Despiértalos.
¿Dónde, así pues, había estado situado el otro parque de bomberos? Tenía que haber cuatro cadáveres. Tenía que haber cuatro parques de bomberos. Cuatro torres.
Quizás, pensó Yashim devanándose los sesos, aún podría llegar a tiempo.
Capítulo 45
El Kislar Agha tenía la voz de un niño, el cuerpo de un luchador retirado y pesaba 114 kilos. Nadie sabría calcular su edad, e incluso él mismo no estaba completamente seguro de cuándo había salido del útero de su madre bajo el cielo africano. Unos pocos kilos de vida no deseada. Otra boca que alimentar. Su cara estaba cubierta de oscuras arrugas, pero sus manos eran suaves y morenas como las de una joven.
Y era una mujer joven con quien estaba tratando ahora.
En una de aquellas suaves manos sostenía un anillo de plata. En la otra, la mandíbula de la chica.
El Kislar Agha ladeó violentamente la cabeza de la muchacha.
– Mira esto -susurró.
Ella cerró los ojos. Él apretó con más fuerza.
– ¿Por-qué-cogiste-el-anillo?
Asul cerró los párpados, sintiendo las punzantes lágrimas de dolor. Los dedos del hombre se habían hundido en la parte blanda de la boca de la muchacha y ésta tuvo que abrirla repentinamente. Los dedos del Kislar Agha se deslizaron entre sus dientes.
Ella mordió con saña. Con mucha saña.
El Kislar Agha no había gritado desde hacía muchos años. Era un sonido que él mismo no había oído desde que fuera un muchachito en un poblado sudanés: el sonido de un cochinillo gritando. Sin dejar de gritar, metió la mano izquierda entre las piernas de la chica, agachándose ligeramente para hacer mejor presa. «No dejes marcas en las mercancías.»
El pulgar intentó zafarse. Sus dedos se estiraron y encontraron un músculo. Su mano se cerró con la fuerza del acero.
La muchacha soltó un jadeo y el Kislar Agha tiró de su otra mano para liberarla. Llevó sus heridos dedos bajo el sobaco, pero no soltó su presa. Meneó los dedos y la muchacha echó bruscamente la cabeza hacia atrás. El Kislar Agha apretó con más fuerza. La chica sintió que la presión la obligaba a volverse y eso hizo.
El eunuco vio cómo la muchacha extendía las manos para caer al suelo. El Kislar Agha dio un repentino tirón con la pinza de su mano.
Jadeando, el eunuco se dejó caer de rodillas y empezó a hurgar en los pliegues de su capa.
Se había olvidado del anillo de plata.
Recordaba sólo la necesidad de castigo, y el intenso deseo de placer.
Capítulo 46
A Preen le resultaba difícil creer lo que el imán estaba diciendo. ¿Una resurrección de los jenízaros? ¿Cadetes de la Nueva Guardia asesinados de maneras despreciables?
Cogió unas pinzas y empezó a depilarse las cejas.
Se preguntó, mirándose al espejo, si el mensaje del imán tendría algo que ver con la información que ella había dado a su amigo Yashim.
Asesinato.
Le dio un vuelco el corazón.
Hoy, se dijo a sí misma, dibujaría la raya ligeramente más arriba aún: siempre podía realzar la línea con kohl. Comenzó a tararear.