Выбрать главу

– Pero, francamente, effendi, se puede vigilar Yedikule desde la nueva torre de Bayaceto. Con la del barrio viejo de Estambul y la de Gálata se cubre toda la ciudad.

Yashim frunció el ceño. El segundo verso del poema daba vueltas por su cabeza.

Sin saber

e inconscientes de la ignorancia,

buscan.

Enséñales.

Él, evidentemente, era un aprendiz lento.

– Mire -dijo Orhan afablemente-, puede preguntarle al viejo Palmuk, si le place.

Una cara bigotuda apareció por la trampilla de la terraza. Palmuk no era realmente viejo, sólo tenía quizás dos veces la edad de Orhan, y un blanco y espeso bigote, así como una notable barriga. Salió de la trampilla jadeando.

– Esta maldita escalera -murmuró. Yashim observó que llevaba un cucurucho con bollitos azucarados-. ¿No hay bebés? -Le guiñó un ojo a Yashim.

– Vamos, Palmuk, no creo que al caballero le interese eso. Viene de parte del serasquier.

Palmuk reaccionó abriendo exageradamente los ojos.

– Ajajá, el viejo Ancas de Rana, ¿eh? Bien, effendi, dígale que no se preocupe por nosotros. Tenemos frío, nos cala la humedad, pero cumplimos con nuestro deber. ¿No tengo razón, Orhan?

– Quizás no lo crea usted, effendi -dijo Orhan-, pero Palmuk tiene el mejor par de ojos de Gálata. Es capaz de oler un fuego antes incluso de que éste empiece.

La cara de Palmuk se contrajo.

– Despacio, muchacho. -Se volvió hacia Yashim-. Se estará usted preguntando sobre los bebés que he mencionado… Es jerga de bombero. Un bebé… es un incendio. Un niño es un incendio en el barrio viejo de Estambul. Colgamos por fuera los cestos de esa manera -hizo un gesto hacia cuatro enormes cestos de mimbre que estaban apoyados contra la pared interior del pretil- y eso orienta a los chicos en la dirección correcta, ¿ve?

Yashim hizo un gesto de incredulidad con la cabeza. Por más que uno viviera, por más que uno creyera que conocía bien esta ciudad, siempre había algo nuevo que aprender. A veces pensaba que Estambul era sólo una masa de códigos, tan desconcertante y compleja como sus impenetrables callejones: un silencioso clamor de signos heredados, lenguajes privados, gestos velados. Recordó al maestro sopero y su coriandro. Tantas pequeñas reglas… Tantos hábitos desconocidos… El maestro sopero había sido jenízaro antaño. Volvió a mirar a Palmuk, preguntándose si él, también, llevaría un tatuaje en el antebrazo.

– ¿Lleva usted mucho tiempo de bombero, entonces?

Palmuk lo miró, con rostro inexpresivo.

– Nueve, diez años. ¿Por qué?

– El caballero quiere saber cosas de otra torre -dijo Orhan-. No de dónde estaba el viejo cuartel. De una cuarta torre. Le he dicho que no había ninguna.

Palmuk hurgó en su cucurucho y sacó un bollito, lo miró y mordió.

– Hiciste bien, Orhan. Puedes largarte ahora; el viejo Palmuk se queda al mando.

Orhan bostezó y se estiró.

– Me iría bien una cabezadita -dijo-. ¿Hay fuego abajo?

– Cálido y brillante, compadre. Cálido y brillante.

Con un suspiro de felicidad y una pequeña inclinación hacia Yashim, Orhan se deslizó por la trampilla y se fue a disfrutar del brasero en la pequeña estancia que los bomberos tenían abajo.

Palmuk dio una vuelta por las paredes, contemplando el exterior y terminándose su bollito.

Yashim no se había movido.

Palmuk se inclinó sobre el pretil y miró abajo.

– Es curioso -dijo-. A medida que uno se hace más viejo, soporta menos las alturas. Deberían pagarme más, ¿no cree usted?

Volvió a mirar a Yashim, con la cabeza ladeada.

– ¿Entiende lo que quiero decir?

Yashim miró al bombero fríamente.

– ¿Una cuarta torre?

Palmuk se inclinó sobre un cesto y encajó su cucurucho entre un par de cestas. Luego se enderezó y miró hacia el barrio viejo de Estambul. No parecía haber oído.

Sofocando un suspiro, Yashim hurgó en busca de su bolsa. Seleccionando tres monedas, las hizo entrechocar en la palma de la mano. Palmuk se dio la vuelta.

– Vaya, effendi, yo llamo a eso generosidad. Una bienvenida contribución.

El dinero desapareció en un bolsillo de su túnica.

– Es información lo que usted quiere, compadre. Effendi. Una pista, ¿verdad? Ha sido usted generoso conmigo, de modo que yo seré generoso con usted, como dice el refrán. De acuerdo. No existe una cuarta torre. Nunca la hubo, que yo sepa.

Se produjo un silencio. El bombero se pasó una mano por el bigote.

Sus ojos se clavaron en los del otro.

– ¿Eso es todo?

El bombero se encogió de hombros.

– Era lo que usted preguntaba, ¿no?

– Sí.

Ninguno de los dos se movió durante un momento. Luego Palmuk le dio la espalda a Yashim y se quedó de pie junto al pretil, mirando hacia el sur, al Bósforo, sumido en la niebla.

– Tenga cuidado con los escalones cuando baje, effendi -dijo sin volverse-. Están resbaladizos cuando hay humedad.

Capítulo 48

– Es mío -dijo la muchacha.

Era lo único que había dicho hasta el momento.

Yashim se mordió el labio. Llevaba media hora tratando de hablar con ella.

Delicadamente al principio. ¿De dónde era ella? Sí, conocía el lugar. No el sitio exacto, pero… Le describió a ella un cuadro en palabras. Montañas. Niebla. La luz del alba deslizándose por el valle. ¿Era así?

Sin respuesta.

– Es mi anillo.

Amenaza: «No creemos que te pertenezca. Grave sospecha, grave acusación. A menos que nos digas lo que sabes, será peor para ti, muchacha.»

– Es mío.

Engatusamiento: «Vamos, Asul. Tienes una vida por la que la mitad de las mujeres de la Circasia morirían. Caprichos garantizados. Lujos. Una posición segura y honorable, y envidiable. Una muchacha adorable como tú. La cama del sultán y luego… ¿quién sabe?»

La chica hizo una mueca y volvió la cabeza. Se atusó un rizo con los dedos.

Luego tiró de él y apretó los labios.

– Es mi anillo -espetó.

– Ya veo. ¿Te lo dio ella? -preguntó Yashim con suavidad.

– No le creo ni una palabra -interrumpió el Kislar Agha-. Todas mienten como hienas.

Yashim levantó los hombros y se tragó su irritación.

– Asul puede responder como le plazca, pero espero que sea la verdad.

El Kislar soltó un bufido. La muchacha le lanzó una mirada de desprecio.

– Ella nunca me lo dio.

– Hum. Pero ¿teníais algún acuerdo sobre el anillo?

La muchacha le dirigió una mirada de extrañeza.

– No sé de qué me habla. Pero ¿qué más da, de todos modos? Está muerta, ¿no? Comida para los peces. ¿Qué importa si cogí el anillo?

Yashim frunció el ceño. ¿Tenía que explicar el concepto de robo? Había algo particularmente repugnante en robar a un cadáver. Un sacrilegio. Si ella no lo veía, ¿por dónde podía empezar?

– Puede que sí importe mucho, la verdad. ¿Estaba viva o muerta cuando le cogiste el anillo?

Pero la bonita carita seguía otra vez callada como un muerto. Estaba enfurruñada. Su mirada era terca e inexpresiva.

Yashim conocía a aquellos montañeses, criados entre los lejanos picos del Cáucaso. Duros como sus casas de piedra, como sus helados senderos en invierno. Viviendo del aire, siempre peleando con sus vecinos. Dios los había hecho hermosos, especialmente a las mujeres: pero también los había hecho duros.

Débilmente, hizo otra vez la pregunta. ¿Viva? ¿Muerta?

No obtuvo ninguna respuesta.