Quizás la joven tenía razón, a fin de cuentas. ¿Qué importaba? Yashim volvió a contemplar el anillo que descansaba en la palma de su mano. El camarero estaba en lo cierto. No era más que quincalla, un simple aro de plata con un gastado motivo en el annulus que parecía mostrar a dos serpientes devorándose mutuamente por la cola.
Echó una mirada a la muchacha. Llevaba ajorcas y un collar: todo de oro. No era nada inusual aquí, en el harén, donde llegaban oro y joyas de todo el imperio para satisfacer las ansias de las mujeres de -¿cómo lo había llamado la Valide?- distinción. No obstante, él sabía de qué manera objetos como éste podían tener una importancia que ningún extraño llegaría siquiera a captar o imaginar: de qué manera podían convertirse en motivo de rencor, pese a su intrínseca falta de valor, en la causa de furiosas discusiones, pasiones, lágrimas, peleas.
Las mujeres que ahora había en el harén se habían criado en condiciones muy duras. ¿Qué significaba la muerte allí? Los bebés morían. Las mujeres morían al dar a luz a niños que morían, y los hombres recibían un tiro en la espalda por una palabra desafortunada… o vivían para llegar a centenarios. La muerte no contaba. Sólo el honor contaba. En el mundo de las montañas toda pasión era irracional. Era el tipo de lugar donde las personas se ofendían por la más intrascendente palabra, y el odio hereditario degeneraba en matanzas a lo largo de generaciones, mucho después de que la causa original de ese odio hubiera sido olvidada.
¿Era posible, se preguntó Yashim, que un odio como ése hubiera llegado hasta el interior del palacio? La distancia que separaba al Cáucaso de Estambul era demasiado grande. Más que la simple distancia geográfica.
Las serpientes, ¿qué significaban? Giraban indefinidamente, para siempre, tragándose sus colas. ¿Un símbolo de eternidad, quizás, derivado de algún impío conjuro difundido por los chamanes de las montañas?
Yashim lanzó un suspiro. Tenía la impresión de que estaba creando problemas donde no los había, provocando un conflicto donde no era necesario. Y, por tanto, perdiendo el tiempo. Todo lo que había conseguido era agudizar la animosidad que detectaba entre Asul y el Kislar Agha.
– Eso es -dijo. Se inclinó hacia el eunuco negro y, cogiéndolo del brazo, lo llevó a un lado-. Cinco minutos más, Kislar. Concédeme eso. A solas con ella.
Mirando a sus ojos inyectados en sangre, Yashim encontró difícil saber lo que el negro estaba pensando.
El Kislar lanzó un gruñido.
– Está perdiendo el tiempo -dijo.
Sus ojos giraron en redondo para clavarse en la muchacha.
– El lala hablará contigo en privado. -Ella levantó la mirada, sin expresión alguna-. Ya sabes lo que esperamos.
Y se marchó de la habitación.
Capítulo 49
Asul contempló la puerta cerrada y muy lentamente hizo girar sus ojos para mirar a Yashim. Éste tuvo la impresión de que la joven no lo había mirado hasta ahora. Quizás no había registrado realmente su presencia en la habitación. La miró a su vez fijamente y observó una nueva cautela en sus ojos.
– Toma -dijo suavemente-. Cógelo.
Los ojos de la chica siguieron el anillo a través del aire. En el último instante, con un movimiento rápido como el de una serpiente, alargó la mano. Agarró el anillo y lo apretó contra su pecho.
– Te he visto antes -dijo ella con una vocecita.
Yashim parpadeó lentamente, pero no dijo nada.
Asul bajó la mirada y abrió los dedos.
– Él me lo volverá a coger -dijo.
– Pero yo le pediré que no lo haga -replicó Yashim.
La muchacha casi sonrió. Un débil resquicio de expresión cruzó por su cara.
– Tú…
Yashim se llevó las palmas de las manos al rostro.
– Cuando estás herida -empezó lentamente-, cuando has perdido algo, o a alguien, eso te hace sentirte triste, ¿no es verdad? A veces el cambio es bueno, y a veces sólo consigue despertar en nosotros las ganas de llorar. Cuando uno es joven, es difícil creer en el dolor o la pérdida. Pero la tristeza es lo que nos hace vivos. Los muertos no sienten pena.
«Incluso aquí, hay mucha tristeza. Incluso en la Residencia de la Felicidad. El Lugar Feliz.
Hizo una pausa. Asul no se había movido, excepto para frotar el anillo en sus dedos.
– No tienes que decir nada, Asul. Ahora no. Ni siquiera a mí. La tristeza es tuya y sólo tuya. Pero yo quiero darte algo más, aparte de ese anillo.
Asul levantó la barbilla.
– Un consejo. -Yashim inclinó la cabeza, preguntándose cuánto podría decir. Cuánto podría ella comprender-. No puede cambiarse nada, Asul. La pérdida nunca se repara, el dolor nunca se acaba completamente. Ése es nuestro destino, tanto de los hombres como de las mujeres.
»Debes comprender, Asul, que la amargura no es una clase mejor de pena. La pena tiene su lugar, pero la amargura invade una herida como la podredumbre. Lentamente, poco a poco, te va minando. Y al final, aunque uno está vivo, está realmente muerto. Lo he visto.
Asul apretó los labios. Miró hacia abajo, parpadeando.
– ¿Podré conservar el anillo? -dijo con una vocecita temblorosa.
Yashim la miró fijamente durante un momento. Unos minutos más y ella le diría lo que sabía. Y con aquel único acto de autoengaño, quizás, la amargura retornaría.
Yashim encontró el pomo de la puerta.
– Hablaré yo mismo con la Valide -dijo. Necesitaba hablar con ella de todos modos, pensó. Para cumplir una promesa. Para formular una invitación.
Capítulo 50
El serasquier arañó el borde del diván con sus talones y se puso dificultosamente de pie.
– Debería usted habérmelo dicho. -Su voz era cortante-. No le pedí que hablara con extranjeros. Con infieles.
Yashim, sentado en el diván, apoyó la barbilla entre las manos.
– ¿Sabe usted por qué le metí en esto? -prosiguió el serasquier-. ¿Piensa que fue porque deseaba discreción? -Miró airadamente a Yashim-. No. Lo hice porque se suponía que era usted rápido. Mis hombres están muriendo. Quiero saber quién los mata y no dispongo de mucho tiempo. Falta una semana exactamente para la revista. Han pasado varios días y usted no me ha dicho nada. Y lo cierto es que fue usted bastante rápido en Crimea. Quiero ver eso mismo aquí. En Estambul.
Las venas de sus sienes latían con fuerza.
– Poemas. Viajes en coche, lodo eso no me dice nada.
Yashim se puso de pie e hizo una reverencia. Cuando llegó a la puerta, el serasquier dijo:
– Esas reuniones las fijé yo.
La capa de Yashim trazó un remolino.
– ¿Reuniones?
El serasquier estaba de pie junto a la ventana, con las manos a la espalda.
– Los encuentros con los rusos. Me proponía conseguir que mis muchachos tuvieran una educación. ¿Presentar armas y saludar a tu oficial superior? Estupendo. ¿Aprender a cargar un arma de retroceso o hacer instrucción como un francés? Eso es sólo la mitad. Algún día vamos a tener que luchar contra los rusos. O los franceses. O los ingleses.
»¿Cómo piensan? ¿Con qué ganas pelean los hombres? ¿Quiénes son sus héroes? Se puede aprender mucho si uno comprende a los héroes de otro hombre.
El serasquier hizo chasquear sus nudillos.
– Podría fingir que nada de eso importa. Hubo una época en que nos enfrentábamos con nuestros enemigos en el campo de batalla y los aplastábamos. Éramos muy buenos. Pero los tiempos han cambiado. Ya no somos tan rápidos como antes, y el enemigo se ha vuelto más rápido.
»No nos podemos permitir ignorarlos… rusos, franceses. Sí, incluso esos egipcios pueden enseñarnos algo, pero no si nos quedamos chupando nuestras narghiles aquí, en Estambul, mientras tratamos de imaginar cómo son. Es responsabilidad nuestra saber qué piensan.