¿El cambio necesario? Tal vez. Una única ley para todo el mundo, independientemente de su fe, su lengua, su linaje. ¿Por qué no? No creía que semejante cosa fuera sacrílega, pero entonces… muchos pensarían que sí lo era.
Y a todo esto, Yashim se preguntó quién más, exactamente, tenía noticias del edicto. El sultán y sus visires, naturalmente. Dignatarios de alto rango corno el propio serasquier, sin duda. Los líderes religiosos… ¿el muftí, el rabino, el patriarca? Probablemente. Pero ¿y la masa… los sacerdotes e imanes, digamos? No. Y tampoco la gente de la ciudad. Para ellos iba a ser una sorpresa. Como lo había sido para él.
Cerró el libro bruscamente y también sus ojos. Se recostó en el diván.
En las pasadas horas había pensado en eso una docena de veces. Iba a haber problemas… estaba seguro.
Pero se trataba de algo más, ¿no?
Había allí algo que él conocía, como una cara entre la multitud. Algo que le había pasado por alto.
Capítulo 53
El hombre se enderezó en su silla.
El asesino pensó: «Me está oliendo.» Eso hacía las cosas más interesantes. Había sido entrenado para infiltrarse como un olor, no como un hombre. Ahora el olor se aferraba a él.
El hombre olió.
Clic.
Muy lentamente el hombre se puso de pie. Con un cuchillo en la mano.
Bueno, ¿de dónde había salido eso?
El asesino sonrió. Buscó en su bolsillo. Sus dedos se cerraron sobre algo duro.
El hombre del cuchillo permanecía medio agachado. Estiró el cuello.
– ¿Quién es? ¿Qué quiere usted?
El asesino no se movió.
Una brisa empujó la andrajosa cortina de la ventana, que se agitó levemente, El hombre del cuchillo giró en redondo y luego recuperó su posición. Miró hacia la oscuridad.
Estiró el cuello. Muy lentamente giró la cabeza.
Estaba tratando de oír.
El asesino esperaba. Observando.
La cabeza del hombre se paró en mitad de su giro.
El asesino movió su muñeca y la cuerda se proyectó hacia delante como una serpiente. Luego dio un tirón hacia atrás con la mano, al tiempo que soltaba un fiero gruñido, y el hombre del cuchillo perdió el equilibrio, agarrándose con ambas manos el cuello.
El asesino le dio a la cuerda otro salvaje tirón.
El hombre empezó a hender el aire con el cuchillo, intentando cortar la cuerda. El asesino salió de las sombras y lo derribó. Cogió la muñeca que sostenía el cuchillo y apretó con un pulgar entre sus tendones; el cuchillo cayó con estrépito al suelo cuando la mano se abrió.
Ahora el asesino estaba montado a horcajadas sobre la víctima. Se llevó una mano al cinto y sacó una cuchara de madera.
El hombre del suelo se estaba asfixiando.
El asesino aflojó la cuerda por un instante. Su víctima soltó un jadeo al tiempo que se estremecía, pero era un falso respiro. El asesino deslizó la cuchara de madera bajo la cuerda y empezó a darle la vuelta.
Capítulo 54
Un hombre gordo, ansioso por seguir durmiendo, sintió que le hacían rodar por la cama y cayó al suelo. Abrió los ojos y vio un par de pies de mujer.
– ¿Vale, mi mocetón? Aquí está tu ropita. Póntela, amor; yo estoy lista. Vamos.
El hombre se vistió rápidamente con sueño aún en los ojos. «Lárgate», pensó. Dejó cinco monedas sobre la mesa y ya iba a salir por la puerta antes de que ella se diera cuenta.
La mujer vio cómo desaparecía por el umbral de la puerta.
Ella había terminado por aquella noche. Al menos con sus negocios de la calle. No vendría nadie más.
Arriba sabrían que el último cliente se había marchado. Le quedaba un asunto más que resolver, el peor.
Con la lámpara en la mano subió por la escalera. En lo alto, hizo una pausa, sin oír nada.
Muy lentamente empujó la puerta que estaba entreabierta. La habitación olía terriblemente.
Silenciosamente metió la cabeza. Alargó la mano, que sostenía la lamparita, y las sombras empezaron a revolotear por la estancia.
Meses atrás, la mujer había perdido su fe en Dios. Había rogado, había rezado, le había suplicado noche tras noche, y cada amanecer había traído la misma respuesta. De manera que lo maldijo. Nada cambiaba. Acabó por olvidarlo.
Pero lo que veía ahora era como una revelación.
– Gracias a Dios -dijo.
Capítulo 55
Yashim bajó por la escalera del desembarcadero a las primeras luces del alba, llevando en la mano la nota que el cadí había escrito poco después de la plegaria de la mañana. Para cuando estuvo instalado en el fondo del bote, la nota estaba ya flácida por los efluvios de la húmeda mañana de Estambul, pero él ya no tenía necesidad de volver a leerla.
Mientras el remero movía afanosamente sus pesadas palas y propulsaba el esquife hacia la punta del serrallo, Yashim acomodó sus rodillas en el cojín de pelo de caballo y automáticamente dejó descansar su peso sobre el brazo izquierdo, para equilibrar el frágil bote. «Una cuchara de madera», había escrito el cadí. Como había visto la bolsa de huesos y cucharas de madera esparcida por su suelo el día anterior, esa coincidencia le había llevado a informar a Yashim.
Veinte minutos más tarde, el remero dio la vuelta al esquife y lo hizo retroceder para acercarlo limpiamente a la escalera de Yedikule, en medio de una catarata de golpes de remo y gritos.
En cuanto vio al hombrecillo tumbado boca abajo, en el barro, con una cuchara de madera apretada contra su nuca, Yashim supo que aquél no era el cuarto cadete. Las manos del cadáver estaban junto a sus orejas, las rodillas ligeramente flexionadas y había una curva en su espalda que le hacía parecer, pensó Yashim, como si estuviera simplemente observando con atención el barro.
Yashim hizo dar la vuelta al cuerpo y contempló su cara.
Los ojos desorbitados. La lengua que asomaba.
Movió la cabeza en un gesto negativo. El vigilante nocturno, que se había pasado en cuclillas junto al cuerpo varias horas, escupió en el suelo.
– ¿Lo conocía?
El vigilante nocturno se encogió de hombros.
– Las osas 'asan. -Lanzó una mirada al cadáver, y su rostro se iluminó-. Sí, buen chico y eso, 'izo algunos favores a los chicos. Mujeres, sa'usté, y to eso.
Se rascó la cabeza.
– Ojo, 'usté, un tipo duro. -Su sencilla mente empezó a recordar-. Un poco emasiado 'esado, si quie' sábelo. Nos les 'ustaba, a las mujeres.
Yashim lanzó un suspiro.
– Esas mujeres… ¿me está usted diciendo que dirigía un burdel?
– Ya, claro. Qué pinta, ¿no?
Yashim se marchó, chapoteando en el barro hasta los tobillos. Muelle arriba, descubrió la entrada de un patio y se abrió camino a través de un montón de desperdicios hasta una bomba. Accionó la manivela. Un hilillo de agua marronosa empezó a manar del grifo.
Algunas personas comenzaron a agitarse en los apartamentos que rodeaban el patio. Un postigo se abrió de golpe y una mujer se asomó por la ventana del piso alto.
– Eh, ¿qué está usted haciendo?
– Me estoy lavando los pies -murmuró Yashim.
– Voy a vaciar este cubo, así que ande con cuidado.
Yashim emprendió una rápida retirada, con el barro todavía embadurnándole los pies. ¡Qué asqueroso distrito, aquél!
Dio la vuelta a la esquina, esperando encontrar un coche o una silla de manos. Cada portal parecía albergar un andrajoso mendigo o un borracho roncador. Algunos de ellos contemplaron con ojos nublados a Yashim cuando éste pasó por delante. Se suponía que los bares cerraban a medianoche, pero Yashim sabía que la costumbre era permanecer abiertos mientras algunos clientes tuvieran dinero para gastar, cerrándoles finalmente la puerta cuando sus bolsillos estaban vacíos y sus tripas llenas. Él no podía comprender el atractivo de esos lugares. Preen había discutido con él una vez, diciendo que ella disfrutaba con los bares, con su mezcla de felicidad y tristeza.