Dos cosas flamearon en su mente mientras trataba desesperadamente de respirar. Una, que llegaba demasiado tarde. Otra, que el asesino que lo había golpeado y que estaba en aquel mismo momento bajando precipitadamente por la oscura escalera, tramo tras tramo, no iba a escaparse fácilmente.
Alargó una mano y se aferró a un barrote de la barandilla. El movimiento pareció devolverle el aire a su pecho; de un tirón se puso de pie. Por un momento, permaneció allí, jadeando, y luego, soltando una maldición, se precipitó por la escalera.
Llegó al corredor de la planta baja y salió disparado a la calle, donde giró mirando a todas partes. Un negro al que reconoció por haberlo visto aquella mañana yacía tendido en el polvo, sujetando aún dos orinales en cada mano y mirándolo aturdido. Sacudió la cabeza y balanceó un orinal sobre su hombro para indicar la dirección del fugitivo. Yashim empezó a correr.
Había aún muchas personas, y aunque le resultaba difícil ver cuántas, o dónde estaban, hasta que se encontraba casi encima de ellas, porque estaba muy oscuro, algo en la manera en que la gente se sobresaltaba y se echaba para atrás al aproximarse a él le indicó a Yashim que se encontraba en la pista correcta. Un hombre corre a través de una multitud, pensó, y la multitud instintivamente espera al otro, el que lo persigue. Presa y cazador, el perseguido y el perseguidor, tan antiguo como el hombre, más antiguo que Estambul. Una imagen de dos serpientes comiéndose mutuamente por la cola cruzó por su mente. Y corrió.
Llegó a la esquina de la calle y se lanzó a la izquierda, guiado por una violenta furia y por el impulso de ir hacia arriba. La gente se apartaba al acercarse él. En una esquina iluminada por las antorchas de una cafetería descubrió que las personas volvían la cabeza para fijarse en él y pensó: «Me estoy acercando.» Pero las calles volvían a estrecharse. En una confluencia de tres callejones, casi se detuvo y casi equivocó su camino. Pero entonces algo leve que flotaba en el aire, un rastro dulzón que había olido anteriormente sin poderlo identificar, le dio la pista que buscaba e, ignorando un vacío callejón bien iluminado y otro que le pareció que reconocía como un cul-de-sac, se metió en el más oscuro y lóbrego. Si estaba siguiendo la pista por instinto, o por magia, o por unos signos que ni siquiera podía detenerse a descifrar -una débil inclinación, una preferencia por la oscuridad en vez de la luz, un no razonado e inexplicable conocimiento de la diferencia entre una calle y un callejón sin salida, que él había asimilado tras años de vivir en Estambul-, no lo sabía. Si se hubiera puesto a pensar se habría detenido, porque al respirar sentía como si tuviera en su pecho un lagarto irritado. Podía sentir cómo sus escamas se erizaban, cómo sus garras escarbaban.
Se desvió hacia la pared y extendió la mano para tocarla y quedarse allí unos segundos, respirando con dificultad. Al frente, las luces parpadeaban y su brillo tenía un tono rojizo en la oscuridad. Era una ristra de pequeños relicarios callejeros iluminados por velas que brillaban detrás de cristales coloreados. Imaginó dónde estaba. Y en aquel momento comprendió, también, adonde se dirigía el hombre.
Y corrió con tan intensa, vaga y clarividente convicción que en el siguiente callejón se desvió súbitamente a la derecha y casi derribó al suelo a un hombre.
Fue un golpe de costado, hombro contra hombro, pero hizo girar al hombre; y cuando éste daba la vuelta, Yashim volvió la cabeza y vio su rostro. En él se reflejaba, vio Yashim, toda una gama de expresiones… ira, confusión y una chispa de súbito reconocimiento.
– ¡El incendio! -gritó el hombre, casi con una risa.
Yashim hizo un gesto con el brazo y aceleró, pero el hombre estaba detrás de él.
– ¡Effendi!
Yashim reconoció la voz. Y en aquel mismo momento el callejón describía repentinamente una curva estrecha, y una luz se estaba encendiendo en su otro extremo. Frente a él vislumbró lo que ya sabía que había estado a su alcance desde el principio, como la cola de una serpiente: una fugaz vislumbre de un hombre que desaparecía.
Una voz llegó de sus espaldas:
– ¡Lo he visto! ¡Vamos!
Yashim lanzó una mirada de costado cuando el otro hombre, listo para la caza, llegaba a su altura dando grandes zancadas.
– ¡Murad Eslek! -jadeó.
Yashim recordó la calle incendiada, y al hombre negro de hollín que le había sonreído y estrechado la mano.
Llegaron a un callejón que ofrecía la opción de girar a la derecha o a la izquierda. Yashim vaciló. Parecía haber perdido su sentido de la dirección. La repentina aparición de Eslek lo había confundido. Se daba cuenta de que había estado corriendo mucho rato. Sintió que estaba muy cerca… pero bullía de ira y confusión, mientras sus pesados pasos resonaban en un callejón de Estambul. Lo que él había tomado por inspiración se había convertido de repente en una mera coincidencia.
– ¡Las curtidurías! -jadeó Yashim.
El perfume lo había despistado, y al mismo tiempo dirigido, durante lo que parecieron horas. Lo había olido en el momento de su violento encuentro con el asesino de Preen en lo alto de la escalera. Lo había atraído por las calles impulsándolo a derecha e izquierda y ahora, a la vista de su presa, lo envolvía.
Obstinadamente, sintiendo el peso de sus pies por primera vez, Yashim trotó hacia su izquierda donde confluían unos lóbregos callejones. Incluso en la oscuridad podía ver que las paredes que lo rodeaban no eran continuas. Aquí y allá, un débil resplandor le indicaba que estaba pasando por delante de una vivienda de algún tipo, pero en su mayor parte se movía en la oscuridad, donde la callejuela aparecía invadida por matorrales, y cabras y ovejas se encontraban atadas con ronzal y encerradas en frágiles corrales. Las oía moverse, con un débil tintineo de campanillas. En un momento dado tropezó con una verja donde la callejuela torcía. Su compañero hacía mucho rato que se había quedado atrás. A su presa no se la veía por ninguna parte. No se la sentía.
El tufo de las tenerías lo había engullido.
Capítulo 61
Lo primero que Yashim notó, después de la peste que se veía obligado a introducir en su jadeante pecho, fue la luz.
Se alzaba, formando misteriosas columnas por toda una vasta zona donde unas pieles de animales estaban sumergidas en unas cubas para hervirlas y teñirlas. Bajo un bosque de parpadeantes antorchas, cada cuba arrojaba una espuma de vapor rojo, amarillo e índigo que se mezclaba y disolvía lentamente en la oscuridad de la noche. El aire hedía a grasa, y a pelo quemado, y, lo peor de todo, al abrumador olor a mierda de perro que se usaba para curtir la piel. Una visión infernal.
Un infierno en el que la presa de Yashim había desaparecido.
Yashim dobló una rodilla y echó una cuidadosa mirada a su alrededor.
Había oído hablar de las curtidurías, y las había olido también, pero era la primera vez que las veía con sus propios ojos. Un alto techo cubría un espacio del tamaño aproximado de un estadio, y allí, atestadas, casi tocándose por los bordes, estaban las cubas, empotradas en unos suelos elevados de arcilla y cemento que permitían a los curtidores caminar entre ellas y agitar sus burbujeantes contenidos con una larga estaca. Moldeadas en arcilla, revestidas de tejas, cada cuba tendría casi dos metros de diámetro. Aquí y allá se habían instalado unas bastas grúas para levantar los pesados fardos de pieles y sumergirlos en los tintes, y en la confluencia de cada cuatro cubas, en un espacio que parecía una estrella de cuatro puntas, había unas rejas de hierro circulares para, imaginó Yashim, aportar aire a los conductos que corrían por debajo. Algunas de esas rejas eran visibles desde donde él se encontraba.
Del asesino no había el menor rastro, pero Yashim sabía que estaba allí, en alguna parte, oculto detrás de una cuba, quizás, o manteniéndose inmóvil contra las paredes, tapado por las sombras. Yashim no sabía casi nada del asesino, excepto que era capaz de operar en la oscuridad, pues a oscuras se había lanzado contra él, a oscuras había matado a Preen, en la oscuridad había agarrotado al jorobado. La oscuridad, pensó Yashim, era la amiga de ese hombre.