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Volvió a examinar la curtiduría. Estaba rodeada de altas paredes: sólo en el extremo alejado de la tenería, al otro lado del danzante resplandor de colores, pudo ver otras puertas. No creía que el asesino hubiera tenido tiempo de llegar a ellas.

Yashim esforzó la vista para examinar las cubas que tenía más cerca de él. Los colores del vapor eran menos vividos, quizás por la forma en que la luz incidía en ellos; sólo un poco más allá, cuando las columnas de vapor se superponían, era cuando mostraban una iridiscencia de arco iris. Algunas de las cubas más cercanas parecían estar vacías.

Yashim se acercó un poco más doblando ligeramente las piernas, levantándose el faldón de su capa. Subió a la plataforma de arcilla. Ésta era sorprendentemente resbaladiza, llena de gotitas de vapor y grasa, y Yashim se movió por ella con cautela, plantando firme y cuidadosamente los pies. Podía sentir el calor de las cubas. Efectivamente, había algunas vacías. Y eran vaciadas, descubrió ahora, por medio de un tapón de madera atado a una cadena sujeta en el borde de cada una de las cubas. Tuvo una visión del asesino dejándose caer por una de ellas. Como el soldado que yacía muerto en el caldero de los establos, hacía ya mucho tiempo.

Buscó dentro de su capa y desenvainó la daga que llevaba en su cinto. Por un momento su hoja brilló intensamente bajo la misteriosa luz, y luego se empañó cuando el vapor que llenaba el aire se condensó en el frío metal. La sostuvo en alto, como si apuntara con ella, con el mango entre el pulgar y los otros dedos.

Puso un pie encima de la reja. Sintió que una ráfaga de aire caliente le subía por la pierna; la tanteó con el pie y notó que la reja se balanceaba, con un sonido metálico casi imperceptible. Volvió a pisar, un poco más fuerte. De nuevo notó que cedía bajo la presión ligeramente, pero esta vez la reja de metal produjo un claro golpeteo.

Yashim retrocedió un paso y se agachó para inspeccionar la reja. Tendría unos cincuenta centímetros de diámetro y estaba constituida por redondas barras de hierro separadas unos cinco centímetros. Levantó la cabeza y consideró la situación. Había habido muy poco tiempo para ocultarse. Agachado en una de las cubas vacías, el asesino habría sido capturado como un oso en una trampa. Sería sólo cuestión de tiempo antes de que Yashim lo descubriera, y entonces…

Alargó la mano y apretó el lado más alejado de la reja, observando que se balanceaba muy ligeramente. No estaba adecuadamente fijada por un lado. Yashim deslizó sus dedos por el borde y soltó un gruñido cuando se cerraron sobre un pequeño nudo de tela no mayor que la uña de un dedo, que sobresalía de la juntura.

Se puso de pie y retrocedió, cuidadosamente, para coger una flameante antorcha de su soporte de la pared. Una vez más, recorrió con la mirada la tenería, pero nada se movía. Se arrodilló junto al enrejado y aplicó la antorcha a la rejilla.

Túneles. Esas rejillas tenían que ser algo más que unos conductos de ventilación. Debían también de servir de puntos de acceso a una red de túneles para que los curtidores alimentaran los fuegos que hacían hervir el agua de las cubas. El asesino podría haberse descolgado por ahí hasta los túneles: en su apresuramiento, sin embargo, tal vez se había pillado una esquina de la manga en la juntura al volver a colocar la rejilla sobre su cabeza.

Hemos dicho ya que Yashim era razonablemente valiente: pero eso era sólo cuando se detenía a pensar.

Sin un instante de reflexión, levantó la reja. Al siguiente momento se encontraba acurrucado en su base, un metro y medio aproximadamente más abajo, atisbando con asombro lo que aparecía ante él a la parpadeante luz de su antorcha.

Capítulo 62

El asesino permaneció un momento a gatas para recuperar el aliento. Era fuerte. Sí, era muy fuerte. Pero correr era cosa de jóvenes, quizás un hombre entrenado. Él no se había entrenado durante años. Diez años.

«Muévete -se dijo-. Arrástrate fuera de esta reja.» Por primera vez en cuarenta y ocho horas se sentía cansado. Perseguido por la mala suerte.

La misión había fracasado. Había esperado durante horas en aquella habitación, concentrando su atención en la puerta. Una o dos veces, probó el picaporte para ver cuánto tiempo tardaba la puerta en abrirse. Por fin llegó la oscuridad: su elemento.

La había oído llegar. Vio cómo la luz se aproximaba, observó con satisfacción cómo un dedo se introducía por la puerta para levantar el picaporte. Su mano se enrolló en torno al peso situado al extremo de la cuerda.

Y entonces, en la oscuridad, todo había ido mal. El bailarín dio un paso atrás, no hacia delante. Y luego se produjo el choque. Hubiera sido posible seguir… pero había llegado alguien.

Si hay algún riesgo de ser descubierto, anular la misión.

El asesino empezó a moverse otra vez, en silencio, alejándose a rastras sigilosamente de la reja por el canal de desagüe. «Olvídate del fracaso -pensó-. Ocúltate. Desaparece.»

El movimiento le produjo consuelo. Su respiración se tranquilizó. «Descansa ahora. Nadie te seguirá hasta aquí abajo -y más tarde podría rectificar su error-. Ahora duerme. Duerme entre los altares.»

Cada altar rematado por un incandescente brasero.

El aire era fétido y cálido.

El aire estaba lleno de sueño.

El asesino se retorció para pasar por debajo de un arco y encontró un espacio libre. También halló una rebanada de pan del día anterior sobre la repisa de un brasero y se metió un pedazo en la boca. Quitó el tapón de una botella de loza y bebió un largo trago de agua tibia.

Al final se tumbó sobre los calientes ladrillos, entrecruzando las manos detrás de la cabeza.

Y entonces, contemplando la curvada barriga de las cubas, el asesino gritó.

Capítulo 63

Yashim vio que se había equivocado sobre los espacios existentes debajo de las cubas. Por lo que podía distinguir, una sucesión de pozos de aireación descendían todos hasta una enorme cámara de techo muy bajo, levantada sobre unas poco profundas bóvedas de ladrillo. Entre las bóvedas, a intervalos regulares, estaban dispuestos unos anchos braseros para calentar las cubas situadas arriba: a la débil y humeante luz, los fondos de las cubas parecían las tetas de una monstruosa diablesa.

Los ojos de Yashim iban de los grifos de madera, que colgaban como pezones, al enladrillado que formaba el suelo sobre el que ahora se encontraba agachado. En cierto sentido había acertado. Había esperado un laberinto de túneles, pero lo que encontró fue el conato de un laberinto, como si los túneles que él había imaginado hubieran sido abandonados cuando tenían sólo unos cuantos centímetros de altura. Estaban llenos de grasa coloreada.

Avanzó arrastrando los pies, la antorcha en una mano, el cuchillo en la otra. Notaba que la grasa se amontonaba bajo los dedos de sus pies. Dirigiendo la mirada hacia abajo, vio cómo se le acumulaba en los pies. Mirando al frente, descubrió que la grasa estaba realmente desplazándose con lentitud hacia él. Alguien ya la había apartado a un lado chapoteando, dejando una débil pero inconfundible pista, y estaba ahora rezumando lentamente hacia atrás, revelando la dirección de su presa a medida que avanzaba.

Se le ocurrió una idea, y regresó centímetro a centímetro hacia el respiradero. Colocó la antorcha en el suelo de la tenería, sobre su cabeza, y se agarró al borde de la reja. Y se izó otra vez hacia el no tan fresco aire.

Durante los cinco minutos siguientes, Yashim se movió de un lado a otro entre las cubas. Se fue al otro extremo de la curtiduría, quitó la reja y metió la antorcha por el tubo. Contempló durante unos momentos la rezumante grasa.