Se dirigió entonces al centro de la tenería y cogió una cuerda atada a una de las grúas usadas para levantar y sumergir los fardos de pieles en las cubas.
Cuando estuvo listo, puso una mano sobre una de las cadenas que se extendían a partir de las cubas y tiró de ella.
Luego fue en busca de otra, y otra, tirando con toda su fuerza.
Y en algún lugar, a lo lejos, como si surgiera del subsuelo, oyó un grito.
Capítulo 64
El asesino vio que desaparecía el primer tapón.
Diez años antes había visto cómo una pared se derrumbaba sobre él, y aquel momento le pareció una eternidad.
Ahora, durante otra eternidad, no emitió ningún sonido.
Durante otra eternidad, se esforzó en hallar una explicación.
Y rodó a un lado sólo cuando el tapón fue reemplazado por un negro chorro de hirviente grasa y agua que estalló contra el ladrillo.
La caliente grasa rebotó contra su espalda, clavándose en su piel como agujas.
Y gritó.
Trombas de espeso tinte hirviente estallaron a su alrededor. La alcantarilla donde yacía se llenó repentinamente de un líquido que formaba remolinos. Aterrorizado, sumergió las manos en aquel hirviente torrente y luchó por abrirse camino hasta una abertura. Alargó sus escaldadas manos, se agarró a la reja y se alzó.
Y cuando se izaba para salir por el orificio de aireación apenas notó el lazo de cuerda que le apretaba con fuerza sus quemados tobillos.
Capítulo 65
Yashim tiró violentamente y tuvo la satisfacción de ver que el asesino se arrastraba. Pero a medida que el nudo corredizo corría contra la polea, el brazo de la grúa giraba lentamente hacia él y la cuerda se aflojaba. Yashim tiró un poco más hacia atrás para recobrar su apoyo, pero en aquel momento la cuerda que soportaba el peso del asesino dio una sacudida entre sus manos y casi lo derribó. La cuerda corrió a través de sus palmas, y Yashim se encontró de repente agarrándose para no resbalar. Dio una patada con ambos pies. Su pierna izquierda se deslizó por el borde y su pie tocó el agua hirviendo. Apartó el pie con un jadeo y se quedó de costado.
Agitándose para recuperar un punto de apoyo en la viscosa superficie, Yashim vio que la cuerda rezumaba entre sus dedos, resbaladizos por la grasa. Adelantó la mano izquierda y cogió la cuerda, tiesa como una barra, unos pocos centímetros más arriba y fue subiendo, mano sobre mano, hasta que pudo ponerse de cuclillas. Por un momento sintió que sus sandalias patinaban en el grasiento suelo, de manera que se inclinó hacia atrás para equilibrar el peso. Todo había sucedido tan deprisa que cuando finalmente levantó la mirada no pudo comprender lo que veía.
Unos metros por delante de él, algo parecido a un gigantesco cangrejo estaba moviendo sus pinzas en medio de un chorro de rosado vapor.
Atado por los tobillos, cabeza abajo, las piernas del asesino se abrían y cerraban por las rodillas. La túnica le había caído sobre la cabeza, pero sus brazos se agitaban hacia arriba entre la nube de tela, esforzándose por aferrarse a sus propias piernas. El borde de la túnica flotaba en un baño de tinte. Estaba suspendido sobre una hirviente cuba, donde la grúa lo había transportado en el instante en que Yashim sintió el peso de su cuerpo contra su brazo.
Yashim tiró de la cuerda hasta enderezarse, pero en el momento en que aflojaba su presa el asesino cayó. Yashim tiró hacia atrás y enrolló un trozo de cuerda en torno a su muñeca. Luego se apoyó sobre la cuba que tenía a sus espaldas.
«No puedo soltar», pensó.
Las piernas del hombre se agitaron y se volvieron a abrir. ¿Qué estaba haciendo? Yashim echó una mirada de reojo: colgaba sobre una tina de turbio líquido que olía espantosamente. Pudo ver las pieles rodando unas sobre otras. Necesitaba mantener su peso equilibrado allí, mantener sus pies apoyados contra el borde de la cuba, moverlos a lo largo del grasiento saliente, y poco a poco subir la cuerda.
Entonces vio lo que el hombre estaba tratando de hacer: con un cuchillo en sus manos estaba proyectándose hacia arriba, moviendo las piernas para acortar la distancia, lanzándose contra el nudo con la hoja.
El asesino no sabía dónde estaba.
Si cortaba la cuerda, se zambulliría en el tinte.
Yashim, mientras tanto, estaba también peligrosamente cerca de una cuba de venenoso, hirviente, líquido. Sólo el peso del asesino le impedía caer en la cuba.
Y en cualquier momento la cuerda podía romperse y Yashim caería de espaldas en el hirviente caldo.
Estaban equilibrados.
La cuerda produjo un ruido sordo y se aflojó unos cinco o seis centímetros. Yashim la tensó. Miró a través de las columnas de púrpura y amarillo, y vio que las oscuras puertas situadas en el otro extremo de las tenerías se estaban abriendo.
Un grupo de hombres se destacó en la oscuridad y empezó a andar a grandes pasos a través de la reluciente superficie de las tenerías hacia él.
Y por la dirección de donde procedían, y la forma en que se movían, Yashim no pensó que fueran amigos.
Capítulo 66
La cuerda dio otra sacudida y Yashim trató desesperadamente de mantener el equilibrio. Su pie derecho perdió el apoyo y por un momento se quedó a unos centímetros de la espuma de la cuba. Para recuperar el equilibrio tuvo que soltar más cuerda, hasta que estuvo casi horizontal. Notaba el calor en la nuca y cómo el líquido le iba empapando la ropa.
No fue tanto una decisión como un instinto lo que le hizo tirar brutalmente de la cuerda para recobrar su equilibrio. La respuesta de su contrapeso humano le hizo ponerse momentáneamente verticaclass="underline" el asesino se soltó y cuando el bulto golpeó el agua hirviente sus piernas hicieron convulsivamente un movimiento de tijera antes de que la cuerda se partiera. Yashim forcejeó y, recuperando el equilibrio, llegó a tiempo de ver una mano que sobresalía del recipiente antes de hundirse en el agitado líquido.
No tenía tiempo de considerar lo que había ocurrido. Evitando la resbaladiza superficie que había entre las cubas, los hombres procedentes de la puerta estaban ahora abriéndose en dos filas a los gritos de «¡Cerradle el paso!» y «¡Cerrad la entrada!». Yashim empezó a retroceder zigzagueando hacia la puerta del rincón por la que había entrado. Pero tenía que moverse con cautela, mientras los otros, lejos del borde de las cubas, estaban ya acercándose.
Varios curtidores se encontraban ya en la puerta cuando Yashim pasó por delante de la reja por la que había descendido. Alargó la mano izquierda y cogió la rejilla, como si fuera un escudo; en la otra mano blandía su daga. Pero sabía que el gesto era vano. Los hombres de la puerta tenían ya las piernas arqueadas, aguardando la lucha. Y los otros, viendo su oportunidad, habían decidido acercarse a él a través de las cubas.
Giró en redondo. Un hombre que se encontraba a sus espaldas arremetió, y Yashim le cruzó la cara con la daga. Otro hombre se acercó y Yashim lo embistió con la rejilla como si fuera un guante de hierro, golpeándolo y haciéndolo retroceder. Dándose la vuelta, vio que la puerta estaba infestada de hombres: no había escape posible en aquella dirección.
Percibió un movimiento y se volvió nuevamente, un poco demasiado tarde. Tuvo tiempo solamente de ver una cara ensombrecida por la furia antes de sentir un golpe contundente sobre su ojo derecho, y cayó al suelo. Esgrimió la daga a ciegas y esperó a que otro hombre o bien lo atacara frontalmente, o bien lo esquivara y luego luchara cuerpo a cuerpo con él; pero al ver que nada ocurría se dio la vuelta para levantar la rejilla como un escudo.
Fue justo a tiempo de ver al hombre de la cara negra girar a su derecha obligado por un tirón. El hombre que estaba tirando de él se agachó, se alzó ágilmente y golpeó con la cabeza al asaltante en la nariz. El asaltante cayó y el hombre que había descargado el golpe se volvió hacia Yashim y sonrió.