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Yashim apenas tuvo tiempo de hacerse a la idea cuando oyó pasos subiendo por la escalera.

Sin vacilar ni un segundo, se lanzó hacia la puerta del otro extremo de la sala. El pomo giró fácilmente, y en un instante desapareció.

Capítulo 77

El embajador ruso se llevó el monóculo al ojo y luego lo dejó caer sin decir nada mientras abría los ojos por la sorpresa.

– No puedo creerlo -murmuró, sin dirigirse a nadie en particular.

Un segundo secretario se inclinó como si fuera a recoger el comentario y llevárselo al oído; no obstante, no oyó nada. Levantó la cabeza y siguió la mirada de su amo.

De pie, junto a la entrada, con una copa de champán en su mano y un par de blanquísimos guantes de cabritilla en la otra, se encontraba Stanislaw Palieski, el embajador polaco. Pero no se parecía a ningún embajador polaco que el ruso hubiera visto en su vida. En un rostro tan pálido como la misma muerte, sus azules ojos centelleaban llenos de vida como zafiros en la nieve. Pero no fue la expresión de su cara lo que dejó pasmado al ministro del zar.

Palieski iba ataviado con un abrigo de montar acolchado, largo hasta la pantorrilla, de seda salvaje roja, fantásticamente bordado en hebra de oro, con un magnífico adorno de armiño en el cuello y puños. Su largo chaleco era de terciopelo amarillo. Sin las trabas de algo tan vulgar como unos botones, se sujetaba en la cintura por un espléndido fajín de seda rojo y blanco. Bajo el fajín llevaba unos pantalones holgados de terciopelo azul, embutidos en unas botas abiertas por arriba, y tan pulidas que reflejaban el dibujo a cuadros del suelo del palacio.

Las botas, había dicho el sastre de Yashim, no tenían remedio.

Pero ahora, gracias a alguna acertada aplicación de betún en los pies, era imposible detectar si las botas estaban agujereadas o no.

– Se trata de un viejo truco que leí en alguna parte -dijo Palieski, ennegreciendo con calma los dedos de sus pies con un cepillo-. Los oficiales franceses lo hacían en la última guerra siempre que Napoleón ordenaba una guardia de honor.

Capítulo 78

Yashim cerró la puerta a sus espaldas, soltando el pomo suavemente para no hacer ruido.

Lo hizo a tiempo. Aplicando la oreja a la puerta pudo oír cómo la otra se abría de par en par. Alguien entró precipitadamente en la habitación y luego se detuvo.

«Dentro de cinco segundos cruzarán esta puerta», pensó Yashim. Miró frenéticamente a su alrededor, esperando encontrar algún lugar para ocultarse.

Y se dio cuenta, inmediatamente, de que la joven y espléndida esposa del embajador, ataviada con una resplandeciente estola de piel de zorro, estaba sentada ante el espejo, mirándolo con la boca abierta.

Y, aparte de la piel, estaba desnuda.

Capítulo 79

El príncipe Derentsov lanzó una mirada al embajador austríaco, un hombre que aparentemente carecía de cuello, pero a cambio poseía un vasto bigote y una barriga como un odre de Bucovina. El austríaco había estado hasta entonces de espaldas a la puerta, de modo que Derentsov tuvo la satisfacción de poder observar su reacción ante la imagen que ofrecía Palieski cuando, observando algún cambio en la expresión del hombrecillo con quien estaba hablando, el austríaco se dio la vuelta y descubrió al embajador polaco.

Su pesada mandíbula se descoyuntó. Sus ojos amenazaron con salirse de las órbitas, y el color cetrino de su tez se transformó casi en una especie de púrpura imperial.

«Estúpido», pensó el príncipe Derentsov. Cierta mente la llegada del polaco esa noche, vestido así, era un deliberado insulto a las potencias que habían reducido al silencio a su vacilante nación cuarenta años antes. Pero aquella reacción del comerciante de salchichas austríaco le proporcionaría al polaco alguna satisfacción.

El austríaco estaba tratando de captar la atención del príncipe, agitando una gorda manaza en el aire como una foca herida. Derentsov volvió la cabeza y empezó a hablar con su segundo secretario.

El embajador británico, sin interferir en su conversación, permitió que sus ojos fueran de vez en cuando de su colega austríaco al príncipe Derentsov. Y sofocó una sonrisa.

El embajador americano dijo: «¡Que me condenen!» Deseaba acercarse sin demora y estrecharle la mano a Palieski, pero era nuevo, no sólo en Estambul sino en las normas del protocolo diplomático. «Iré a charlar con ese tipo antes de que acabe la noche», pensó.

El embajador francés, por su parte, se movió ligeramente, de modo que, cuando Palieski se desplazara por la estancia, fuera a gravitar de forma bastante natural alrededor del grupito de franceses.

El director de la banda de música imperial, Giacomo Donizetti, como era italiano y sumamente romántico, sostuvo una susurrada discusión con el primer violín. Su programa de música ligera de salón alemana finalizó discretamente, y, tras unos crujidos de partituras, la banda atacó la última polonesa de Chopin. Algunas de las personas más inteligentes del baile rompieron a aplaudir. El príncipe Derentsov, naturalmente, continuó su conversación.

El sultán Mahmut eligió este momento para entrar en la habitación. Oyó los aplausos y, sintiendo revivir su confianza -porque odiaba estos asuntos internacionales-, se acercó a hablar con el embajador francés.

Más tarde, trató de explicárselo a su madre.

– Me pareció que tenía un aspecto estupendo. Igual que Concordet, supongo. Ojalá tuviéramos ropas como ésas, todo fajín y color. Parecía uno de nosotros.

– Todo eso puedo entenderlo -estalló la Valide-. Lo que no puedo comprender es por qué tuviste que hacerlo encerrar.

El sultán se retorció los dedos.

– Venga, no seas ridícula, Valide. Nadie fue encerrado. Simplemente hice que lo acompañaran a una sala aparte. Yo… yo me entrevisté con él más tarde. Hice lo mismo con el ruso, Derentsov, y fue todo culpa suya, sugerir el duelo. ¡Prácticamente ante mis narices!

La Valide entendió su punto de vista. Años atrás, siguiendo su consejo, el sultán había emitido un decreto formal, apoyado por el ulema, prohibiendo los duelos dentro del imperio. Estaba destinado principalmente a aquellos tozudos montañeses circasianos cuyas antiguas enemistades hereditarias de vez en cuando provocaban congoja y ansiedad en el harén del sultán, e irritaban a la Valide; pero se aplicaba también a los susceptibles extranjeros de Gálata.

– El embajador británico trajo a Palieski hasta que estuvo al alcance del oído del ruso -explicó el sultán-. De modo que fue culpa suya, también. Yo no estaba allí, pero Stratford Canning, aparentemente, hizo algunos esfuerzos por captar la atención de Derentsov, y el ruso se volvió tan bruscamente que golpeó con el codo la copa de Palieski, derramando todo el champán sobre su propia camisa. Ya sabes cómo son. Bueno, puedes imaginártelo. Derentsov declaró que había sido insultado. El polaco sacó un pañuelo para limpiarle el pecho… ¡Ji, ji, ji!

– ¡Mahmut!

– Bueno, fue divertido, Valide. Sé a ciencia cierta que los rusos nunca han reconocido la existencia de Palieski. Siempre fingen que no lo han visto. Pero ahí estaba Derentsov exigiendo un duelo a pistola al alba, ¡y el embajador polaco limpiándolo con un pañuelo!

La Valide, también, se permitió reconocer lo cómico de la situación.

– Pero ¿qué dijo el polaco?

Mahmut empezó a desternillarse otra vez, los ojos achinados por la risa.

– Dijo, ji, ji, ji, dijo, ja, ja, ja… «Bueno en ese caso, acepto el desafío ¡y puede usted usar su propio pañuelo!» ¡Ji, ji, ji!

La Valide, que no se había reído en varios años, se sintió arrastrada por la risa de su hijo. Hacía mucho tiempo que no asistía a una fiesta, pero sabía cuán divertido puede ser contemplar a los hombres cuando están juntos.

El sultán Mahmut fue el primero en calmarse, aunque de vez en cuando un resoplido de hilaridad interrumpía su relato.