– Entiendo. ¿De modo que el pintar las paredes fue introducido en las tekkes karagozi más recientemente? ¿No fue una idea original?
El maestro de la tekke pareció pensativo.
– No lo sé. Para nosotros, la ocupación karagozi fue un interludio que preferimos no conmemorar.
Yashim levantó la mirada hacia el artesonado techo.
– ¿Interludio? No lo entiendo del todo.
– Perdóneme -dijo el maestro de la tekke humildemente-, no me he explicado con mucha claridad, quizás usted no se da cuenta de que esto fue una tekke nasrani hasta la época de la Rebelión Patrona. Los karagozi se hicieron muy fuertes en aquel período y necesitaron más espacio: de manera que se la entregamos. Recientes acontecimientos -añadió, con la usual circunspección- nos permitieron volver a ser propietarios del edificio, y las pinturas fueron cubiertas, como ve.
Yashim se volvió hacia él con una expresión de derro ta en los ojos. La Rebelión Patrona había tenido lugar en 1730.
– ¿Quiere usted decir que esta tekke fue construida por orden suya? ¿No fue karagozi originalmente?
El hombre sonrió y negó con la cabeza.
– No. Por tanto, ya ve, nos movemos en círculos. Lo que un día se abre, otro se cierra.
Cinco minutos más tarde, Yashim se encontraba de nuevo en la calle.
El plano de Palieski, trazado por el escocés-inglés Mustafá, identificaba la tekke correctamente… para la época en que fue trazado. Sin embargo, los karagozi no la habían construido. No era una de las cuatro tekkes originales.
Pero la idea tenía que ser correcta.
Yashim volvió a acordarse de la placita situada bajo las murallas bizantinas de la ciudad.
La imaginó en su mente. La mezquita. La fila de tiendas. Un viejo ciprés recortándose contra la deteriorada construcción de piedra de las murallas.
La tekke estaba allí. Tenía que estar allí.
Capítulo 85
Media hora más tarde, Yashim se acercaba a la plaza por un largo y recto callejón desde el sur.
Justo al frente, más allá de la boca del callejón, tenía una clara visión del espléndido ciprés donde anteriormente había estado charlando con los ancianos.
Desde donde se encontraba, a unos cuatrocientos cincuenta metros de distancia, podía ver lo que no había visto antes. Podía ver por encima de la copa del árbol.
Justo detrás de su esbelta punta, en un solitario y semiderruido esplendor, una torre bizantina se alzaba de entre las imponentes murallas de la ciudad.
Y para Yashim, como un relámpago, todo se aclaró.
La Kerkoporta. La puertecilla.
No eran muchos los habitantes de Estambul que conocían el relato de la conquista de 1453 con detalle. Era una historia de casi cuatrocientos años de antigüedad. Había sido el cumplimiento de un destino, y el cómo, o el porqué, de su victoria sobre los defensores griegos era una cuestión de escaso interés o importancia para la gente que vivía en el Estambul del siglo XIX.
Sólo dos clases de personas habían conservado su interés, y contado la historia a quien quisiera escucharla.
Los jenízaros, con orgullo.
Los fanariotas, con pesar… Aunque si ese pesar era totalmente genuino, Yashim nunca había sido capaz de averiguarlo. Porque los príncipes mercaderes griegos del Fanar, a fin de cuentas, habían hecho su fortuna bajo el gobierno otomano.
Yashim podía recordar exactamente dónde se encontraba cuando oyó por primera vez, con todo detalle, la historia de la conquista turca. En la mansión de Mavrocordato, situada en el distrito Fanar superior, que era el más grande y tenebroso palacio de la calle. Resguardado tras unos altos muros, y construido en un estilo rococó, era el cuartel general de una amplia familia que llegaba hasta los principados del Danubio y a los almacenes de Trebisonda, cosechando títulos civiles y eclesiásticos durante el camino. A lo largo de los siglos, los Mavrocordato habían dado eruditos y emperadores, boyardos y almirantes, granujas, santos y hermosas hijas. Eran fantásticamente ricos, y estaban asombrosamente bien relacionados y peligrosamente bien informados.
Debía de haber habido siete de ellos en torno a una mesa, y Yashim. Sus caras expresaban muchas cosas diferentes… Humor y amargura, miedo o celos, complacencia y desprecio: pero había también una adorable cara que él seguía viendo en ocasiones en sueños, y cuya mirada expresaba más. Solamente los ojos eran los mismos, azules y melancólicos. Yashim comprendió entonces por qué los turcos tienen miedo de los ojos azules.
La mesa había sido cubierta por una alfombra de Anatolia que debía de haber costado años fabricar, tan apretados estaban los nudos, de una calidad que ya no se encontraba entonces, aunque su color aparecía tan fresco como si la hubieran hecho hacía poco. Se había servido café, y cuando los pesados cortinajes se cerraron y los sirvientes se hubieron retirado, Giorgos Mavrocordato, el patriarca del clan, un hombre de mejillas caídas, invitó a Yashim a presentar su informe.
Posteriormente, Giorgos cruzó lentamente la sala hasta la chimenea, y el resto de los presentes se levantó para ir a sentarse junto a él en un silencio total, que era como una forma de hablar. Finalmente, la anciana madre de Giorgos se alisó la parte delantera de su negro vestido de seda y le hizo señas de que se acercara.
Y entonces le contó la historia de la Conquista.
Capítulo 86
Ahora, completamente inmóvil en el callejón, lo recordaba todo.
Y, por encima de todo, recordaba la amargura de la mujer cuando ella le contó lo de la Kerkoporta. La puertecilla.
El asedio había durado noventa días. El joven sultán Mehmed ordenó el asalto final contra las murallas. Exhaustos y debilitados, los pocos miles de bizantinos que quedaban para defender su ciudad oyeron el retumbar de los timbales y vieron moverse las colinas más allá de las murallas, cuando decenas de miles de soldados de Mehmed descendieron para atacar. Oleada tras oleada, se lanzaban sobre las débilmente defendidas murallas, levantadas mil años antes. Eran tropas de Anatolia, los bashi-bazouks de las colinas de Serbia y Bulgaria, renegados y aventureros provenientes de todo el Mediterráneo. A cada asalto que rechazaban, los defensores se debilitaban más, pero el ataque proseguía, con soldados de Mehmed en la retaguardia, provistos de correas y mazas para disuadir a los soldados de la retirada, las escalas chocando contra los muros, el salvaje sonido de las flautas anatolias, la caprichosa luz de las bengalas y el repentino retumbar del gigantesco cañón de los húngaros.
Todas las campanas de la ciudad estaban tañendo. Cuando el humo se despejaba de la brecha producida en las murallas donde las tropas invasoras yacían muertas, cuando los defensores se precipitaban a reconstruir los escombros, cuando la luna luchaba para liberarse de una negra y fugitiva nube, el propio Mehmed avanzó al frente de su infantería de choque, los jenízaros. Los condujo al foso, y desde allí avanzaron, no en un salvaje frenesí destructivo como los irregulares y los turcos que habían sido lanzados contra las murallas a lo largo de la noche, sino, en la hora que precedía al alba, en una firme e inquebrantable fila.
– Lucharon sobre las murallas, cuerpo a cuerpo, durante una hora o más -contó la vieja dama-creyendo que los turcos estaban desfalleciendo. Incluso que aquellos jenízaros perdían ímpetu. Pero no… no era así.
Yashim había observado cómo los labios de la mujer se apretaban contra sus desdentadas encías. Con sus ojos secos, la mujer proseguía: