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– Incluso éste.

– ¿Se refiere a su edicto?

El sultán asintió. Y habló. Describió algunas de las presiones que ahora lo obligaban a hacer cambios en el gobierno de su imperio. Debilidad militar. El creciente espíritu de rebelión, abiertamente fomentado por los rusos. El mal ejemplo de los griegos, cuya independencia había sido comprada por las potencias europeas.

– Creo que estamos dando los pasos correctos -dijo-. Soy muy optimista respecto al edicto. Pero entiendo, también, que surgirán enormes dificultades al tratar de persuadir al pueblo de la necesidad de estos cambios. A veces, si quiere que le diga la verdad, veo oposición en todas partes… incluso en mi propia casa.

Palieski se sintió bastante conmovido. La casa del sultán, como ambos sabían, albergaba a unas veinte mil personas.

– Habrá quien piense que estoy yendo demasiado deprisa. Sólo unos pocos tal vez crean que he ido demasiado despacio. Y a veces incluso me temo que lo que estoy tratando de hacer será mal entendido, deformado y denigrado, y que a la larga será el final de… todo esto. -E hizo un gesto de tristeza en dirección a las condecoraciones-. Pero usted lo ve, Excelencia, no hay otro camino. No puedo hacer otra cosa.

Permanecieron sentados en silencio juntos durante unos momentos.

– Creo -dijo Palieski lentamente- que no debemos tener miedo al cambio. El peso de la batalla cambia aquí y allá, pero los corazones de los hombres que luchan en ella no son, supongo, más débiles por ello. Y también creo, y espero, que ha actuado usted a tiempo.

– Inshallah. Esperemos los dos que la siguiente tanda de cambios será mejor para nosotros… y para ustedes.

Le dio las gracias al embajador nuevamente por escucharlo, y se estrecharon las manos.

Cuando se marchaba para ir a ver al príncipe ruso, el sultán se dio la vuelta en la puerta y con un gesto de la mano dijo:

– Olvide usted el incidente de esta noche. Yo ya lo he olvidado. Pero no nuestra charla.

Increíble. Hasta Stratford Canning, el Gran Elchi como a los turcos les gustaba llamarlo, que ayudaba a sostener a la Sublime Puerta contra las pretensiones de los rusos, se hubiera derretido de placer si el sultán le hubiera hablado con tanta amabilidad.

Palieski -que normalmente por las mañanas sólo era capaz de hacer una única cosa- se colocó ambas manos detrás de la cabeza, sobre la almohada, y, al mismo tiempo, sonrió de oreja a oreja, retorció los dedos de los pies, tiró de la campanilla para que le trajeran té y decidió que lo primero que haría sería visitar los baños.

Y más tarde, como era jueves, cenaría con Yashim.

Capítulo 89

Mientras la tapa se iba abriendo sobre sus bien lubricados goznes, Yashim echó una cautelosa mirada al interior.

La luz era débil, y el interior del cofre se encontraba en la sombra, pero aun así Yashim pudo reconocer algo tan prosaico como inesperado.

En vez del cadete muerto que temía encontrar, se veía un montón de platos…

Detrás de los platos aparecía una bandeja de copitas más bien complicadas, cabeza abajo para resguardarlas del polvo. A su lado, una copa de metal cubierta con lo que resultó ser un pedazo de tela bordada doblado. Y un libro.

Yashim lo cogió. Era el Corán.

Por lo demás, el cofre estaba vacío y olía a pulimento.

Yashim sonrió sombríamente.

«Van a traer a los cocineros -se dijo-. Para una fiesta.»

Una bacanal karagozi.

Cerró la tapa rápidamente y se dirigió a la escalera. A mitad de camino se encontró inmerso en la oscuridad y empezó a subir los peldaños de dos en dos. Salió de la escalera de caracol y cruzó la habitación por la que había venido, sin preocuparse de que sus apresurados pasos levantaran una nube de polvo. Ya en el parapeto, cerró la puerta, enganchó la cadena y se apoyó contra la pared, respirando pesadamente. Desde donde se encontraba podía mirar hacia abajo, entre las ramas del elegante ciprés.

«¿Cómo es -se preguntó- que puede asustarme una simple vajilla?»

«Porque -pensó- esta vez he acertado. Tres cuerpos descubiertos, cerca de tres tekkes. Éste sería el cuarto. Situado en el emplazamiento del mayor triunfo jenízaro… la Conquista de Constantinopla.»

Y el cuerpo aún había de aparecer.

Capítulo 90

La primera persona que Murad Eslek vio cuando entraba en el café para su primera comida del día fue a Yashim, el caballero al que había rescatado de los curtidores.

Yashim vio que Eslek sonreía y agitaba una mano. Murmuró algo a un camarero que pasaba por su lado y luego fue a sentarse al lado de Yashim y a estrecharle la mano.

– ¿Está usted bien, inshallah? ¿Cómo va su pie?

Yashim le aseguró que su pie estaba mejorando. Eslek lo miró con curiosidad.

– Y le creo, effendi. Perdone, pero parece usted una rosa bien regada.

Yashim inclinó la cabeza, recordando las horas que él y Eugenia habían pasado envainando la espada la noche anterior. La recordó jadeando, echando hacia atrás su hermosa cabeza y descubriendo sus dientes con frenética lujuria, casi pasmada -tal como ella le había susurrado a él- por el descubrimiento de un hombre que podía hacer algo más que satisfacer el apetito de la mujer: que podía, en las horas que juguetearon juntos, despertar un hambre que ella nunca había conocido. Él no había pegado ojo.

No había dormido demasiado la noche anterior tampoco, aquella noche en que había hecho caer al asaltante de Preen -no su asesino ahora, al parecer- en la hirviente cuba de la tenería. Desde entonces había estado en constante movimiento… Aquella segunda vez a la embajada rusa, enviando a Palieski a la fiesta para ganarle tiempo, pateando las calles en busca de una tekke que no significaba nada para nadie excepto para él y para… ¿quién más? Durante todo este tiempo su cabeza había estado examinando las posibilidades, siguiendo la pista de sus encuentros de la semana anterior, buscando algo a lo que pudiera agarrarse.

Durante todo este tiempo trató de no pensar en lo que había ocurrido la noche anterior. El dolor, y el deseo. El tormento que había sido incapaz de resistir.

Vería lo que su amigo Eslek podía hacer para ayudarlo y luego iría al hammam a revivir. A lavarse el polvo de la torre de la Kerkoporta. A aliviar sus doloridos miembros, a disolver sus pensamientos y contemplar la presencia del demonio que tanto tiempo y tan duramente había luchado por controlar.

Murad Eslek levantó la mirada del café observando la expresión en la cara de Yashim.

– ¿Estás bien?

Yashim volvió a la realidad.

– Necesito tu ayuda, otra vez -dijo.

Capítulo 91

Una hora antes del crepúsculo, Stanislaw Palieski se unió a un grupo de hombres que se encontraban farfullando con indignación ante las puertas del hammam Celebi, uno de los mejores baños de la ciudad del barrio viejo de Estambul.

Se levantaba al pie de una colina, bajo una red de atestados callejones cuya relativamente generosa amplitud sugería que aquél era, con todo, un distrito próspero, ni tan atestado que los salientes de sus casas sobresalieran casi tanto que tocaran los de sus vecinos al otro lado de la calle, ni tampoco tan grandiosas que quedaran ocultas detrás de las murallas, sino un barrio de acaudalados comerciantes y administradores a los que les gustaba deambular de noche por las calles, y sentarse a discutir las noticias del día en los numerosos cafés y casas de comidas. No estaba lejos, en realidad, de Kara Davut, y fue con la idea de pararse a tomar un baño, de camino hacia la cena del jueves con Yashim. Palieski cruzó el puente de Gálata, en paz con el mundo, y con dos botellas de vodka, muy frías, bien protegidas en su envoltorio, en el fondo de su maletín.