El hammam Celebi estaba inesperadamente cerrado para proceder a su limpieza. Decepcionados bañistas agarraban sus bolsas de ropa limpia y fulminaban a la dirección del local.
– ¡Dicen que volvamos dentro de una hora, o incluso dos! -se quejaba un hombre con un turbante-. ¡Como si nos pudiéramos pasar toda la noche subiendo y bajando por las colinas transportando ropas como un vendedor ambulante!
– ¡Y como si hoy no fuera jueves! -añadió otro hombre.
Palieski ponderó este oscuro argumento. Pues cla ro: el día siguiente era una jornada destinada al descanso y la plegaria, una jornada para abordarla inmaculadamente limpio, al menos en el aspecto exterior. El jueves por la tarde, los baños siempre estaban muy ocupados.
– Perdonen que les interrumpa -dijo cortésmente-. No comprendo muy bien de qué se trata.
Los hombres se dieron la vuelta para mirarlo de arriba abajo. Si se sentían sorprendidos o disgustados por encontrar a un extranjero -y ferenghi, por si fuera poco- ferenghi con la clara intención de entrar en su baño, estaban demasiado bien educados para demostrarlo. Y cuando se trataba del baño, el procedimiento era, según una larga tradición, un procedimiento democrático. Las horas en que los hombres usaban el hammam eran horas en que podía ser usado por todos los hombres, infieles o creyentes, extranjeros o del barrio viejo de Estambul.
Un tercer frustrado bañista, un hombre de pequeña barriga y algunos rizos grises que asomaban de su turbante, le ofreció cortésmente a Palieski una explicación.
– Por alguna razón que ninguno de nosotros puede entender, al personal del establecimiento se le ha metido en la cabeza limpiar el hammam en mitad de la tarde en lugar de hacerlo por la noche.
Un cuarto hombre habló con calma.
– Tal vez sea una enfermedad. Nunca había ocurrido. Quizás deberíamos estar alabando al encargado de los baños en vez de enfurecernos tanto. Deberíamos seguir su consejo y volver dentro de un rato. En cuanto a tener que llevar la ropa arriba y abajo, hay muchos cafés decentes en el distrito donde uno puede pasar el rato. ¿No es verdad?
El grupo se disolvió lentamente. Palieski no pudo decir si seguían pensando en volver, después de que el último hombre hubiera mencionado la posibilidad de una enfermedad. Pensó que sí. Los turcos, a fin de cuentas, son fatalistas. «Como yo.»
Que los baños pudieran ser clausurados a causa de alguna enfermedad le sorprendía más que la probabilidad de que todo el mundo regresara a pesar de ello.
Se preguntó qué debía hacer. Por un lado, había estado esperando quitarse la sustancia ennegrecedora de los pies. Por otro, aunque el retraso quizás no le haría llegar tarde con Yashim, no era tan fatalista como los turcos en cuestión de enfermedades.
Resolvió sentarse y tomar un café en alguna parte, sin dejar de vigilar el hammam. Si lo volvían a abrir, y eso parecía, decidiría si ir o no. En caso negativo, simplemente iría a ver a su amigo a la hora fijada y reservaría sus pies para la bomba de agua más tarde. O para el día siguiente por la mañana, recordó pensando en todo el vodka que llevaba en su bolsa.
Se dio la vuelta, anduvo un corto trecho colina arriba y eligió un café desde donde podía observar la puerta del hammam. Podía ver incluso más allá de la cúpula de los baños, y por encima de los tejados de detrás, para observar la puesta de sol en el mar de Mármara, bañando con su luz dorada los tejados y minaretes, las cúpulas y los cipreses.
Capítulo 92
Eslek había captado la idea deprisa, pensó Yashim. No había rehusado el pago, para alivio suyo: la tarea era crucial, demasiado importante para ser llevada a cabo como un favor. Y, de todas maneras, Yashim ya había recibido su favor. Ahora tocaba pagar.
Se quitó las ropas y las tendió al ayudante. Se calzó un par de zuecos de madera para proteger las plantas de sus pies de la piedra caliente. Dentro de las cálidas salas del hammam, los suelos estaban siempre peligrosamente resbaladizos. Desnudo, excepto por una tira de tela en torno a las caderas, Yashim cruzó la puerta para entrar en una gran sala, rematada por una cúpula, llena de vapor. La cúpula estaba sostenida por pechinas que creaban nichos semicirculares alrededor de las paredes, donde uno podía sentarse junto a un caño del que manaba agua caliente -la cual bajaba por el suelo hasta desaguar en el centro- y tirarse agua con un cazo para limpiarse el cuerpo hasta el último de los poros.
Yashim penetró con placer en la vaporosa sala. Separó los pies, arqueó la espalda y se estiró hasta que las articulaciones de sus hombros crujieron. Luego deslizó sus dedos por sus negros rizos y miró a su alrededor en busca de un lugar para sentarse. Se sentó en un pequeño banco bajo con la espalda apoyada en la pared y sus largas piernas estiradas ante él. Durante varios minutos no se movió, dejando que su cuerpo absorbiera calor, sintiendo que el sudor empezaba a correr. Al final se inclinó hacia delante y cogió un pequeño cazo situado a sus pies.
Lentamente se vertió el agua en la cabeza. Tenía los ojos cerrados. Le gustó la manera en que el agua formaba pequeños arroyos a través de su cabello y chorreaba, como unos dedos sedantes, por su cuello. Volvió a hacerlo. Oyó que un hombre se reía. Olió el perfume animal de la piel limpia. Al cabo de unos minutos cogió una pastilla de jabón y comenzó a enjabonarse, empezando por los pies, continuando hacia la cara y el cabello.
Siguió vertiendo el agua sobre su cabeza y hombros. Se enjuagó desde la cabeza hasta los pies, frotándose la piel con los dedos, observando la manera en que los pelos de sus piernas se inclinaban siguiendo el curso del agua. Eso siempre le recordaba el sueño de Osmán, el sueño en el que el fundador de la dinastía otomana había visto un gran árbol, cuyas hojas de repente se ponían a temblar y luego se alineaban, como empujadas por un viento, señalando con una miríada de agudas puntas hacia la Ciudad Roja de Bizancio. Finalmente les dio a sus pies un masaje con los pulgares, se levantó y cruzó hasta encontrar espacio en la plataforma elevada del centro de la sala.
Tras extender su toalla, se tumbó lánguidamente en la caliente plataforma, el centro del hammam, boca abajo, con la cabeza vuelta hacia la izquierda y los ojos cerrados. El enorme masajista, cada arruga de su carne privada de vello y brillante, se acercó y empezó a trabajar los pies de Yashim con gran fuerza y destreza, alisando y amasando la carne de Yashim hasta que éste sintió cómo todo su cuerpo vibraba. No paraba de vibrar. Desde la cabeza hasta los pies.
Invisibles temblores le recorrían las piernas. Se acordó de la pila de platos. Veía los blancos pechos de Eugenia, una maraña de sábanas, los labios de la mujer hinchados por el calor del momento. Ésta era otra clase de calor, un calor que le socavaba la voluntad, que le minaba toda su energía. Una o dos veces dio una coz involuntariamente, cuando se le escapaba el sueño que tan desesperadamente ansiaba. «De acuerdo -se dijo a sí mismo-. Unos minutos más, y entonces el masajista te despertará y te hará bajar del banco. Duerme.»
Lentamente, la sala empezó a vaciarse.
El masajista seguía trabajando el cuerpo de Yashim.
Lentamente, y más lentamente.
Sólo quedaba un hombre en el hammam, dormido en un banco. El masajista levantó los dedos del cuello de Yashim. Yashim no se movió.
El masajista se acercó al dormido bañista y lo cogió con sus fornidos brazos como si fuera un niño pequeño. El hombre se sorprendió y abrió los ojos, pero cuando el masajista lo volvió a dejar, se encontraba en el tepidarium, enfrentándose a una inmersión fría. El masajista le dio un amistoso empujoncito y el hombre saltó a la fría bañera. Jadeando y riendo. ¡Había estado dormido!