El maestro sopero se encogió de hombros.
– En el puerto, en Gálata, aquí, por el Cuerno de Oro. ¿Qué quiere que le diga? A veces era como si la ciudad entera estuviera humeando, como si el fuego estuviera bajo tierra. Tenían sólo que levantar alguna cubierta en alguna parte y… ¡zas! Todo el mundo lo sentía. El peligro estaba en todas partes.
«Como ahora», pensó Yashim. La ciudad entera estaba al corriente de los asesinatos. Comprendían lo que estaba sucediendo. Había mucha tensión por la expectación. Quedaban sólo tres días antes de que el sultán proclamara su edicto.
– Gracias, maestro sopero. ¿Ha observado usted la dirección del viento hoy?
Los ojos del maestro sopero de repente se estrecharon.
– Viene del Mármara. El viento está soplando del oeste toda la semana.
Capítulo 107
El serasquier hizo un mohín con los labios.
– Dudo de que pueda hacerse. Oh, operativamente, sí, quizás. Podríamos inundar la ciudad con la Nueva Guardia, un hombre en cada esquina, artillería, si pudiéramos conseguirla, en los espacios abiertos. Los que haya.
Le costó ponerse de pie, y se acercó a la ventana.
– Mire, Yashim. ¡Mire esos tejados! Qué lío, ¿no? Colinas, valles, casas, tiendas, todo desparramándose en torno a pequeñas callejas y callejones. ¿Cuántas esquinas cree que podría haber ahí? ¿Diez mil? ¿Cincuenta mil? ¿Y cuántos espacios abiertos? ¿Cinco? ¿Diez? Esto no es Viena.
– No -reconoció Yashim tranquilamente-. Pero con todo…
El serasquier levantó una mano para detenerlo.
– No crea que no lo comprendo. Y en efecto, pienso que puede hacerse algo. Pero la decisión no dependería de mí. Sólo el sultán puede ordenar que entren tropas en la ciudad. Soldados en armas, quiero decir. ¿Piensa usted que puede tomar esta decisión a la ligera?
– Hace diez años lo hizo.
El serasquier lanzó un gruñido.
– Diez años -repitió-. Hace diez años, el pueblo estaba unido con la voluntad del sultán. Nadie podía negar que la amenaza de los jenízaros nos había superado a todos. Pero hoy… ¿qué sabemos? ¿Cree usted que los habitantes del barrio viejo de Estambul recibirían a mis hombres con los brazos abiertos?
»Hay otra cosa que no sé si señalar. Lo que pasó hace diez años no fue obra de un día. Llevó meses, podríamos decir años, preparar la victoria sobre la chusma jenízara. Ahora tenemos veinticuatro horas. Y el sultán es… más viejo. Su salud no es tan buena.
«Bebe, quieres decir», pensó Yashim. Era del dominio público. Todo el mundo sabía que M. Le Moine, el tratante de vinos belga de Pera, manejaba mucho más stock que el que la comunidad extranjera podía consumir. ¿Y qué decir del descubrimiento, sólo el año anterior, de una verdadera montaña de botellas de cuello largo en los bosques próximos adonde al sultán le gustaba llevar a su familia para las meriendas?
– Habrá una insurrección de los jenízaros -dijo Yashim categóricamente-. Y pienso que adoptará la forma de un incendio, o muchos incendios, no lo sé. Más pronto o más tarde, el sultán tendrá que movilizar a la Nueva Guardia para mantener el orden y enfrentarse al incendio, y yo, al menos, preferiría que fuera más pronto que tarde.
Se apartó de la ventana y se dio la vuelta para encararse con el serasquier.
– Si usted no lo hace, yo trataré de hablar con el sultán -dijo.
– Usted. -No era una pregunta.
Yashim pudo ver que el serasquier lo estaba sopesando. Permanecía de espaldas a la luz, las manos unidas detrás. El silencio se hizo más profundo.
– Iremos juntos, usted y yo -anunció finalmente el serasquier-. Pero usted, Yashim, dejará claro al sultán que esto fue por sugerencia suya, no mía.
Yashim lo miró fijamente con frialdad. Un día, pensó, daría con un hombre al servicio del sultán que no fuera un oportunista, que se levantara y defendiera sus creencias. Pero no hoy.
– Aceptaré esa responsabilidad -dijo con calma.
«Soy sólo un eunuco, a fin de cuentas.»
Capítulo 108
Sus pasos resonaron en las altas paredes del serrallo mientras caminaban a través del primer patio. Generalmente, un viernes, el lugar hubiera estado muy concurrido, pero una combinación de cielos grises y la contenida tensión que flotaba en el aire habían dejado el gran patio casi desierto. Guardias de gala permanecían firmes en torno a las paredes del perímetro, tan silenciosos e inmóviles como los jenízaros que en el pasado habían infundido tanto miedo en los corazones de los enviados extranjeros. Yashim se preguntó si la Nueva Guardia no era, a su manera, más siniestra: como muñecos de cuerda, más que hombres reales. Al menos, los jenízaros habían exhibido su jactancioso garbo, como su amigo Palieski había señalado.
Sus dedos se cerraron sobre un pedazo de papel metido en su cinto. Al venir a través del Hipódromo, se había desviado, siguiendo un impulso, de la serpiente de bronce, atravesando el descampado hasta el Árbol de los Jenízaros, sabiendo lo que encontraría: los mismos versos místicos que le habían estado desconcertando durante toda la semana.
Habían sido clavados en la corteza desconchada.
Así era como los griegos anunciaban su muerte, pensó Yashim, con un trozo de papel clavado en un poste o un árbol. Sacó el papel y lo estudió nuevamente.
Sin saber
e inconscientes de la ignorancia,
duermen.
Despiértalos.
Un incendio en la noche, pensó Yashim. Un llamamiento a las armas. Pero ¿qué significaba esto?
Sabiendo
y conscientes de la ignorancia,
los pocos silenciosos se hacen uno con el Núcleo.
Acércate.
Dobló el papel y se lo metió en el cinto.
Capítulo 109
El sultán los tuvo esperando durante una hora, y cuando los recibió no fue en los apartamentos privados, como Yashim había esperado, sino en la Sala del Trono, una sala que Yashim había visto sólo una vez tres lustros antes.
No había visto al sultán, tampoco, desde hacía varios años, y se quedó inmediatamente sorprendido por los cambios que el tiempo, o lo que fuera, había provocado en sus pálidos rasgos. La barba de Mahmut, que había sido negra como el azabache, estaba ahora teñida de alheña y los oscuros y penetrantes ojos aparecían llorosos, hundidos bajo unos pliegues de grasa. Su boca se mostraba caída formando una mueca de permanente decepción como si, tras haber probado todo lo que el dinero podía comprar en el mundo, hubiera descubierto que todo era amargo. Los saludó con una gordinflona mano, festoneada de anillos, pero no hizo ningún esfuerzo por levantarse del trono.
La sala, sin embargo, estaba exactamente tal como Yashim la recordaba, un joyero del más frío de los azules, revestida desde el suelo hasta la cima de la cúpula de una exquisita cerámica de Iznik, una fantasía congelada de jardín que se entrelazaba por todas las paredes.
Yashim y el serasquier entraron inclinándose hasta la cintura, y después de que hubieron avanzado cinco pasos se postraron en el suelo.
– Levántense, levántense -espetó el sultán con irritación-. Ya era hora de que viniera -dijo, señalando bruscamente a Yashim.
El serasquier frunció el ceño.
– Ha surgido una situación en la ciudad, Majestad -dijo el serasquier-, que creemos, Yashim effendi y yo, que puede tener las más graves consecuencias para el bienestar y la seguridad del pueblo.
– ¿De qué me está usted hablando? ¿Yashim?
Yashim hizo una reverencia y empezó a hablar. Explicó lo del edicto y el asesinato de los cadetes. Y describió la profecía hecha hacía siglos por el fundador de la orden karagozi. Y no se le escapó el gesto de alarma del sultán.