El hombre soltó un manotazo cuando el hirviente caldo se derramó sobre su cuello, y soltó a Yashim.
La sorpresa en la cara del asesino cuando lanzó su mano como una garra a la ingle de Yashim y trató de apretar con fuerza, era palpable. Ciertamente más palpable que la ingle de Yashim.
El asesino retiró bruscamente su brazo como si se hubiera quemado. Yashim deslizó su mano derecha por el brazo izquierdo del asesino con toda la fuerza que pudo reunir y luego bajó su brazo izquierdo rápidamente, agarrándole la muñeca mientras doblaba el brazo del hombre contra su propia mano. Se oyó un crac y el brazo quedó flácido. El asesino se lo cogió con su brazo derecho, y en un instante Yashim había separado la muñeca derecha de su cuerpo y de un empujón hizo que el asesino girara en un arco, consiguiendo que se doblara y forzando su brazo derecho con una llave. El agresor no había gritado, ni siquiera había dicho media palabra.
Cinco minutos más tarde, el hombre seguía sin hablar. Apenas si había soltado un gruñido. Yashim no sabía qué pensar.
Y entonces Yashim vio por qué el asesino no había pronunciado una palabra. No tenía lengua.
Yashim se preguntó si el hombre sabría escribir.
– ¿Sabes escribir? -le susurró al oído.
Su expresión no varió. ¿Era sordomudo? Mucho tiempo atrás, en los días de Solimán el Magnífico, se había decretado que sólo los sordomudos podían cuidar de la persona del sultán. Era una forma de asegurarse de que no se oía nada inconveniente, y de que nada de lo que se viera podría ser comunicado al mundo exterior. En vez de eso, se hacían señas. El ixarette, el lenguaje secreto de la corte otomana, era una compleja lengua de signos que todo el mundo, fuera sordo u oyera, fuera mudo o hablara, debía dominar en el servicio de palacio.
El servicio de palacio.
Un sordomudo.
Frenéticamente, Yashim comenzó a hacer signos.
Capítulo 115
En el otro extremo de la ciudad, Preen, la bailarina köçek, yacía acostada sobre el diván, contemplando fijamente la oscura ventana.
Una peluca de cabello auténtico, negra como el azabache, reforzada con crin de caballo, descansaba sobre una percha. Sus tarros de maquillaje, sus pinceles y pinzas permanecían sin usar sobre el tocador.
Preen intentó mover sus paralizados hombros. Los vendajes que el médico le había aplicado crujieron. Cuando se trataba de curar roturas y magulladuras, las chicas siempre acudían al veterinario. Éste tenía más práctica y experiencia en un mes que los matasanos corrientes en toda una vida, como Mina decía, porque los turcos cuidaban de sus caballos mejor que de sí mismos. Había examinado el retorcido hombro de Preen y diagnosticado un esguince.
– Nada roto, gracias a Dios -dijo-. Cuando mis pacientes se rompen algo, les disparamos un tiro.
Preen se había reído por primera vez desde que sufriera el ataque. La risa era la única medicina que el veterinario usaba, en cualquier caso. Le había curado el hombro y el cuello con un preparado de castaña dulce. Luego le aplicó los vendajes y cubrió el resultado con goma caliente.
– Es asqueroso -observó-. Pero evita que los dobleces se aflojen y se separen. ¿Quién sabe si es, o no, médicamente necesario? Pero soy demasiado viejo para cambiar mis prescripciones.
La goma se había cuajado y secado, y crujía siempre que Preen movía el hombro. Pero, al menos ahora, podía hacer funcionar sus dedos: dos días atrás estaban hinchados e inmóviles. Mina había venido para ayudarla a comer, trayéndole en un bol de barro la sopa de callos que a ella tanto le gustaba. Aparte del veterinario y de su amiga Mina, Preen no tenía visitas: había decidido incluso mantener apartado a Yashim, si es que a éste se le ocurría venir. Sin su maquillaje, estaba segura de que debía de parecer un espantajo.
Tenía un aspecto diferente, sin duda. Su propio cabello lo llevaba tan corto que parecía un suave vello, y su piel estaba muy pálida; sin embargo, Mina podía ver en la forma de su cabeza y cara de alargados pómulos más de un rastro del muchacho que fuera antaño, apasionado y frágil al mismo tiempo. Con sus grandes cejas castañas, le había suplicado a Mina que se quedara por la noche, y Mina se había acurrucado al lado de su amiga y vigilado su sueño.
La tercera mañana, Preen había tenido que decirle a su patrona que no tenía ninguna intención de pagar nada extra por su supuesta invitada. La conversación tuvo lugar a través de la puerta, porque Preen le rehusó la entrada a la vieja.
– Entonces quizás debería descontar el alquiler cuando no estoy en casa por la noche, ¿no es verdad? -gritó-. Es culpa suya, de todos modos, que deba tener una enfermera. ¡Confiaba en que usted vigilaría a la gente que iba y venía! ¡Y dejó entrar a un asesino!
Se produjo un silencio ultrajado, y Preen sonrió. Nada podía resultar más mortificante para la patrona que ser acusada de descuido. Era como dudar de su fe.
Eso había ocurrido más temprano. Ahora, Mina acababa de llegar con pan y sopa para su cena.
Ayudó a Preen a incorporarse en el diván y le tendió el bol.
– Te estás perdiendo un montón de excitación, querida -dijo, sentándose en el borde del diván-. Una verdadera invasión de guapos jóvenes.
Y arqueó las cejas.
– ¡Hombres con pantalones ajustados! La Nueva Guardia.
Preen miró al techo.
– ¿Haciendo qué, exactamente?
– Eso fue lo que les pregunté. Ocupando posiciones, dijeron. Bueno, no pude resistirlo, ¿verdad? Les dije que yo podía mostrarles algunas que ellos ni siquiera habían imaginado.
Ambas rieron.
– Pero ¿qué significa eso? -preguntó Preen.
– Es para protección, aparentemente. Todo ese complot y esas muertes están llegando a un punto decisivo. Oh, Preen, lo siento… Te has quedado blanca como el papel. No tenía intención… quiero decir, estoy segura de que no es nada que tenga que ver con lo que te pasó el otro día. Oye, ¿por qué no le preguntas a tu amigo?
– ¿Quién, Yashim?
– Así es, querida, Yashim. Vamos, tómate la sopa y arréglate. Te ayudaré. Puedes andar, ¿no? Conseguiremos una silla e iremos a buscarlo ahora mismo.
La verdad, por supuesto, era que Mina empezaba a aburrirse un poquito de sus deberes de enfermera. Le apetecía una salida, especialmente en un momento en que estaba ocurriendo algo excitante en el exterior. De manera que se mostró de lo más persuasiva y rechazó todas las dudas de Preen.
– Es sólo que… no me siento segura -admitió Preen.
– Tonterías, querida. Yo estaré contigo, y encontraremos a nuestro amigo. Quizás sea divertido, ¿quién sabe? Estarás perfectamente a salvo ahí fuera. Tan a salvo como quedándote aquí. Más segura, incluso.
Más tarde, Preen iba a recordar esa frase.
Capítulo 116
Yashim, por su parte, estaba ya tratando con su segundo visitante de la noche.
Palieski había subido por la escalera oliendo el aroma en el rellano de Yashim, pero, por una vez, sufrió una decepción. Había un débil perfume de cebollas, supuso, y quizás de zanahoria hervida, pero aquellas insustanciales pistas no consiguieron darle la clave. Podía tratarse de cualquier receta. Entonces descubrió el calzado, un par de robustas sandalias de cuero.
Llamó a la puerta.
Se produjo un ligero retraso, y la puerta se abrió unos centímetros.
– Gracias a Dios que eres tú -dijo Yashim, abriendo del todo la puerta y acompañando a Palieski adentro.
Palieski dejó caer casi su maletín por la sorpresa. Yashim sostenía un gran cuchillo de cocina, cosa que en principio no tenía importancia. Lo que sí le llamó la atención fue el cuerpo de un hombre enorme, boca abajo sobre la alfombra, en gran parte envuelto en una sábana anudada.
– Tengo que hacer alguna cosa con este maníaco -dijo Yashim-. Le he atado las muñecas con la esquina de una sábana, pero ahora no se me ocurre nada más.