Capítulo 120
Mientras atravesaba el primer patio del serrallo, Yashim observó que estaba casi completamente desierto. Con la Nueva Guardia instalada en la plaza e impidiendo que nadie la cruzara, aquello era algo que cabía esperar. Los pocos hombres que quedaban parecían haberse congregado bajo el gran plátano. El Árbol de los Jenízaros. Yashim les echó una nerviosa mirada mientras corría por el camino adoquinado, la blanca capa ondulando a sus espaldas.
En la Puerta Ortakapi, cinco alabarderos del selamlik, que no llevaban rizos, se adelantaron en bloque para detenerlo. Dos de ellos llevaban picas en las manos; los otros estaban armados solamente con la daga, pero llevaban las capas sujetas detrás y se quedaron allí con las piernas separadas y la mano derecha rodeando la empuñadura de sus armas, embutidas éstas en los bombachos.
– ¡Aguantad, hombres! -gritó Yashim al salir a la luz-. ¡Soy Yashim Togalu, al servicio del sultán!
Se hicieron a un lado con cierta indecisión para dejarlo pasar.
El viento que había estado azotándole la capa contra las piernas había cesado ahora. Por un momento Yashim se maravilló ante el gran espacio que se abría frente a él antes de meterse por una avenida de cipreses, sorprendido por la silenciosa negrura de los árboles, por aquella oscuridad que lo envolvía casi en el centro del poder otomano. Sólo el tenue resplandor de una lámpara situada al otro extremo del túnel le impidió sucumbir a aquella espantosa atmósfera.
Salió corriendo de la avenida y cruzó rápidamente hasta el pórtico de la última y más grandiosa puerta de todas las que definían el poder de la Sublime Puerta: la Puerta de la Felicidad, que salía desde el mundano segundo patio, donde visires, escribas, archiveros y embajadores hacían antesala o despachaban las órdenes que controlaban las vidas de los hombres desde el mar Rojo hasta el Danubio. Más allá se encontraban los sagrados precintos del tercer patio, donde una enorme familia llevaba una existencia hecha valiosa por la presencia del sultán, el Shah-in-Shah, verdadero representante de Dios sobre la tierra.
Las puertas, sin embargo, permanecían firmemente cerradas.
Su puño no resonó en aquellas puertas tachonadas de hierro. Lo mismo podría haber estado golpeando en la piedra. Exasperado, retrocedió unos pasos y miró hacia arriba. Los enormes aleros, realizados en el clásico estilo otomano, sobresalían tres metros o más. Deslizó su mirada por las paredes. Las exteriores estaban rematadas por las cocinas imperiales, una larga serie de cúpulas, como boles alineados en un estante; no había forma de pasar por allí. Torció a la izquierda y empezó a caminar rápidamente hacia los archivos.
Nadie le llamó la atención cuando puso su mano sobre las taraceadas puertas y empujó. La puerta se abrió hacia atrás con un crujido y Yashim penetró en el vestíbulo. La puerta que ahora se alzaba ante él estaba ligeramente entreabierta, y un minuto más tarde Yashim se encontraba nuevamente en la oscura y familiar sala de los Archivos.
Llamó suavemente:
– ¿Ibou?
Ninguna respuesta. Volvió a llamar, un poco más fuerte:
– ¿Ibou? ¿Estás ahí? Soy yo, Yashim.
La pequeña vela que ardía en el otro extremo de la habitación se apagó por un momento; luego reapareció. Alguien se había movido en la oscuridad.
– No temas. Necesito tu ayuda.
Oyó el chasquido de las sandalias sobre el suelo de piedra e Ibou apareció bajo la luz. Sus ojos estaban abiertos de par en par.
– ¿Qué puedo hacer por usted? -casi murmuró.
– Necesito usar la puerta trasera, Ibou. ¿Puedes hacer que la cruce?
– Tengo una llave. Pero… yo no quiero ir.
– No, tú quédate. ¿Sabes lo que está pasando?
– Soy nuevo. No me han llamado… Pero se trata de una especie de reunión. Peligrosa, también.
Hablaba de una manera que le recordó al Ibou que Yashim conocía, con un flexible encogimiento de sus esbeltos hombros.
– Vamos.
La puertecita daba al corredor donde la Valide Kosem había sido arrastrada a su muerte. Yashim estrechó la mano de Ibou.
– Buena suerte -susurró el joven.
La puerta que daba a la sala de guardia estaba cerrada. Yashim la abrió con un rápido movimiento del pomo y entró en ella.
– He sido convocado -anunció.
Acércate.
Los alabarderos se quedaron paralizados.
No hicieron ningún esfuerzo por impedir que Yashim abriera la puerta, como si fueran soldados de juguete a los que alguien se hubiera olvidado de darles cuerda.
Por un momento él, también, se quedó paralizado, mirando al interior del patio de la Valide.
Luego dio un paso hacia atrás y muy suavemente cerró la puerta.
Capítulo 121
Los dormitorios de los esclavos del harén estaban situados sobre la columnata que se extendía a un lado del patio de la Valide. Abriendo suavemente la puerta, Yashim se encontró en una pequeña y desnuda habitación cubierta de alfombras y colchones y débilmente iluminada por algunas velas instaladas sobre píalos en el mismo suelo. Las camas estaban vacías. Oscuras sombras en la vidriera de celosía le mostraron que los esclavos del harén se apiñaban allí para gozar de una vista mejor.
Una de las esclavas dejó escapar un jadeo cuando Yashim se instaló detrás de ella, al tiempo que se llevaba un dedo a los labios y miraba abajo.
Jamás en su vida olvidaría Yashim aquella visión. A la izquierda, la Valide se encontraba de pie ante la puerta de sus apartamentos, al frente de una multitud de mujeres del harén que salían por la puerta y se alineaban contra las paredes, de tres en fondo. Un centenar de mujeres, tal vez más, calculó Yashim, vestidas y desvestidas de las más diversas maneras. Algunas, que evidentemente acababan de salir de la cama, seguían con sus ropas de dormir.
Al otro lado del patio, ataviados con sus galas, se encontraban los eunucos del palacio, negros y blancos. En sus turbantes brillaban joyas preciosas, oscilantes garcetas. Debía de haber unos trescientos hombres, supuso Yashim, que susurraban y murmuraban como palomas posadas en un árbol.
Un silencio se abatió sobre los eunucos. Éstos volvieron sus rostros hacia la puerta situada bajo la ventana de Yashim, y lentamente empezaron a separarse, formando un corredor. Yashim podía verlos mejor ahora, incluso reconocer algunas caras. Vio martas cibelinas, caftanes y cachemiras, y lo que equivaldría a un rescate imperial en broches y piedras preciosas. Había más urracas que palomas, pensó Yashim, atraídas por todo lo que brillaba, amasando sus nidos de oro y diamantes.
Se puso de puntillas para ver lo que estaba llegando a través de la multitud, aunque ya lo sabía. El Kislar Agha magníficamente ataviado con una enorme pelliza oscura, salpicada por las gotas de la humedad que impregnaba el aire que centelleaba. Caminaba con lentitud, pero sus andares eran sorprendentemente ligeros.
Su mano, que agarraba un bastón, estaba repleta de anillos. Su rostro se perdía bajo un gran turbante de blanquísima muselina, envuelto en torno a un gorro rojo cónico propio de su oficio, de modo que Yashim no logró captar su expresión. Pero vio que los demás eunucos bajaban los ojos hacia el suelo, como si no se atrevieran a mirarlo directamente a la cara. Yashim conocía esa cara, arrugada como la de un simio: los ojos inyectados en sangre, las gordas, grasientas, mejillas, una cara que era la viva estampa del vicio, y que llevaba ese vicio con un aire de absoluta despreocupación.
Los eunucos habían formado ahora dos cuñas, dejando al Kislar Agha solo entre ellos, de cara a la Valide, la cual se hallaba al otro lado del patio. El negro no levantó las manos para ordenar silencio: no necesitaba hacerlo. Nadie se movía.
– Ha llegado la hora.
Hablaba lentamente con su aguda y cascada voz.
– Nosotros, que somos los esclavos del sultán, proclamamos la hora.
«Nosotros, que somos los esclavos del sultán, nos reunimos para su protección.