Bueno, él era uno de ellos ahora mismo, y aquel mandato contra pensar seguía vigente, por lo que pudo descubrir. Sus órdenes habían venido directamente del serasquier, que se había estado moviendo por las líneas como un hombre enloquecido, estableciendo la posición de los cañones, instruyendo a las tropas, fijando las elevaciones de las armas y exhortando a todos a la obediencia. Genghis no tenía nada contra eso, por supuesto, pero él era un hombre del viejo Estambul, no uno de sus reclutas anatolios, y le resultaba extraño encontrarse en su propia ciudad, bajo las armas y ocioso mientras el lugar ardía en llamas.
Le habría gustado que lo destacaran con el propio sultán Ahmet, o en la otra, no identificada, ubicación en un lugar más profundo de la ciudad, donde la tropa sin duda estaría atajando los incendios de frente, en vez de recibir instrucciones de arrastrar sus cañones por todas partes e impedir que las multitudes se acercaran a palacio. Pero el serasquier había sido muy preciso en sus instrucciones. Habían sincronizado sus relojes para la barrera de fuego que se iba a iniciar casi exactamente una hora más tarde. La barrera cuyo propósito Genghis Yalmuk ni cuestionaba, ni comprendía, pero que el serasquier había preparado personalmente, yendo de arma en arma con un fajo de coordenadas como si no se pudiera confiar en su cabo artillero para que las fijara por sí mismo.
Y mientras tanto, pensó lamentablemente, estaban otra vez esperando. Esperando mientras la ciudad ardía.
Divisó a un hombre que llevaba una sencilla capa marrón hablando con dos centinelas frente a la puerta del serrallo, y frunció el ceño. Sus órdenes eran muy claras: mantener a los civiles fuera del área operativa. Aquel hombre debía de haberse deslizado a través de la Sublime Puerta, desde el palacio. Genghis Yalmuk echó los hombros para atrás y empezó a caminar hacia ellos. El tipo ese haría bien en volver por donde había venido, y corriendo, además, fuera o no de palacio, o se iba a enterar.
Pero, antes de que hubiera podido avanzar cinco metros, el hombre de la capa marrón se había dado la vuelta y estaba examinando el terreno. Uno de los centinelas apuntó con la mano, y el hombre comenzó a andar hacia él, levantando una mano.
– Usted… -empezó a decir Genghis, pero el civil lo cortó en seco.
– Soy Yashim Togalu, del servicio imperial -dijo-. Necesito ver al serasquier, y rápido. Necesidades operativas -añadió-. Nueva información vital.
Genghis Yalmuk parpadeó. El hábito de la obediencia estaba profundamente arraigado, a fin de cuentas, y su oído estaba sintonizado con las maneras autoritarias.
En cuanto a Yashim, estaba cruzando los dedos.
Por un momento, los dos hombres se miraron.
Luego Genghis Yalmuk levantó una mano y señaló.
– Allí -dijo tajantemente.
Yashim siguió la dirección de su dedo. Por encima de los muros y árboles que rodeaban la gran mezquita. Más allá de los minaretes. Más arriba, y mucho más lejos.
Estaba señalando a la cúpula de Aya Sofía.
– Entonces llego demasiado tarde -dijo Yashim, resueltamente-. Me temo que tendré que pedirle que me informe de sus órdenes.
Capítulo 125
El serasquier se echó hacia atrás apoyándose en el revestimiento de plomo del contrafuerte, y aplicó su mejilla al suave metal. No se había dado cuenta de cuán nervioso estaba. Su cara parecía estar ardiendo como la ciudad que se extendía a su alrededor, a sus pies.
Aquí fuera, sobre los tejados de plomo, tenía una visión perfecta. Desde abajo, Aya Sofía parecía alzarse como una única proyección, la enorme cúpula central sostenida sobre un reforzado anillo que flotaba en el aire por encima de dos semicúpulas a cada lado. Así era como los artistas la habían pintado desde tiempo inmemorial, de hombros redondos como tantas mezquitas; pero en esto se equivocaban. Construida en el siglo vi, la gran basílica del emperador bizantino Justiniano era una reconciliación entre dos formas opuestas. El gran círculo de la cúpula, que se levantaba sobre una redonda galería de arcos, se proyectaba hacia el cielo a través de un cuadrado cubierto de plomo. Había un espacio en las cuatro esquinas, donde la pendiente del tejado era ligera, a lo sumo; y era desde aquí, a unos sesenta metros por encima del suelo, desde donde el serasquier veía a través de las siete colinas, por encima del serrallo, hasta las oscuras aguas más allá, salpicadas de vez en cuando por algún oscilante farol. Más al oeste, imaginó el agua reflejando las llamas que incluso ahora estaban precipitándose hacia el cielo, despidiendo brillantes chorros de chispas, trazando a saltos su camino de tejado en tejado, consumiendo las paredes de madera de las viejas casas del barrio portuario, estallando a través de las puertas, rugiendo por los callejones. Un imparable, purificador, horno alimentado por dos mil años de engaño y mentira.
Las llamas pertenecían a la ciudad. Durante todos aquellos largos siglos habían estado latentes, escapándose de vez en cuando, alimentándose de la yesca amontonada que se había estado filtrando en las sombras y los rincones de Estambul, sus retorcidas esquinas llenas de polvo y de detritos, y de la porquería de un millón de benditas almas. Una ciudad de fuego y agua. Mugre y enfermedad. Una ciudad que hedía en el borde del agua como un cadáver en descomposición, demasiado podrido para ser movido, reluciendo por el aceitoso brillo de la putrefacción.
Se volvió hacia el sur. ¡Cuán oscuro parecía el serrallo! Encerrado bajo sus viejas paredes, ¡cómo destacaba en su propia eminencia! Pero el serasquier lo conocía perfectamente. Era un nido de buitres, salpicados por la suciedad y excrementos de generaciones, amontonados sobre los huesos de los muertos, llenos de los insistentes gritos de las abiertas bocas de las crías calentadas por su propio excremento y alimentadas con inmundicias cogidas de los estercoleros de la ciudad en la que había sido construido.
El serasquier se adelantó y miró abajo, a la plaza, donde sus hombres estaban aguardando junto a sus cañones. Orden y disciplina, pensó: buenos hombres, formados aquellos últimos veinte años en hábitos adecuados de deferencia y obediencia. Sabían el castigo que implicaba saltarse las reglas. Orden y obediencia constituían un ejército, y un ejército era un instrumento en las manos de un hombre que sabía cómo usarlo. Sin orden, no tenías más que una chusma, que gruñía y mordía como un perro rabioso, inconsciente de su propósito, abierta a cualquier sugerencia y víctima de todo capricho.
Bien, esta noche él mostraría al pueblo quién era el más fuerte: la ciega chusma y el nido de buitres, o el plomo y las balas, y el poder de la disciplina.
Y, cuando el humo se dispersara, un nuevo comienzo. Un nuevo y espléndido comienzo.
Sonrió, y sus ojos brillaron bajo la luz de los incendios.
Luego se puso rígido. Se apartó y sacó la pistola con suavidad de su cinto.
Levantó el percutor y colocó el cañón en línea recta, apuntando hacia atrás en dirección al arco.
Alguien estaba subiendo por la escalera.
La sombra se alargó, y el serasquier vio el eunuco parpadeando mientras volvía su cabeza de un lado a otro.
– Bien hecho, Yashim -dijo el serasquier sonriendo-. Me preguntaba si iba usted a venir.
Capítulo 126
El serasquier golpeó con su pie sobre el inclinado tejado.
– ¿Sabe usted qué es esto? ¿Ve dónde estamos?
Yashim lo miró fijamente.
– Por supuesto que lo sabe -prosiguió el serasquier-. El tejado de la Gran Mezquita. ¿Ve usted la cúpula, encima de su cabeza? Los griegos la llamaron Aya Sofía, la Iglesia de la Sagrada Sabiduría. Sesenta y tres metros de altura. Volumen interior: tres millones largos de metros cúbicos. ¿Sabe usted lo vieja que es?