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Esa ilusión ya no la reconfortaba. Para él, ella no era más que un bien con el que comerciar a cambio de un servicio, y el espejo en el que se reflejaba le devolvía sólo lo que él veía. Todo su cuerpo se estremecía por la intensidad de sus sollozos, su garganta estaba sometida a una presión tal que empezaba a asfixiarse, pero tenía el estómago vacío y los espasmos le producían sólo arcadas secas.

Finalmente lo oyó entrar, cerrando la puerta más ruidosamente de lo que solía hacerlo, como si quisiera poner de manifiesto su falta de remordimientos. Había preferido quedarse con los servicios del asesino antes que con ella y…

El amargo pensamiento tartamudeó hasta detenerse, y por un momento sintió que se le congelaba el cerebro en un repentino arrebato de lucidez. Había preferido quedarse con los servicios del asesino… Había alguien más a quien quería matar con la suficiente desesperación que se había tragado su orgullo y había regalado -prestado- a su amante a otro hombre. Tal vez eso significaba que la valoraba más de lo que sus actos parecían indicar; tal vez eso le proporcionaba una ventaja.

Era como si su cerebro estuviera lleno de pegajosa melaza; antes de que hubiera tenido tiempo de adentrarse en sus pensamientos, Rafael atravesó las puertas correderas abiertas y llegó al balcón, deteniéndose al verla.

– ¿Por qué estás aquí fuera?

Su tono era tan trivial que una rabia densa y sulfúrea renació dentro de ella, y tuvo que apretar los puños bajo los pliegues del albornoz para evitar lanzarse sobre él y arañarle los ojos con las uñas. Inspiró profundamente, luchando por controlarse, luchando por pensar. Tenía que hacer algo, decir algo.

Levantó la cabeza y él se estremeció, abriendo los ojos con sorpresa. Drea tenía muy claro el aspecto que tenía, con los ojos hinchados y la cara hecha un desastre. Nunca antes había dejado que Rafael la viera sin estar menos que perfecta, pero esta vez no le importaba su aspecto.

En otra repentina ráfaga de lucidez, quizá más asombrosa que la primera, supo exactamente lo que iba a hacer, lo que tenía que decir. La envergadura del plan era tan asombrosa que si dudaba podría acobardarse. Rafael tenía que pagárselas, y ella sabía exactamente cómo lograría que lo hiciera.

Inspiró profundamente, estremeciéndose, y abrazándose.

– Lo siento -dijo, mientras las lágrimas surcaban de nuevo su rostro por el esfuerzo que le costaba pedirle disculpas a ese cabrón-. No sabía… No sabía que te habías can… cansado de mí.

Su voz se quebró y se cubrió el rostro con las manos, mientras sus hombros subían y bajaban a causa de los sollozos.

Oyó el roce de sus zapatos en las baldosas mientras se acercaba. Entonces hubo un momento de duda, como si él tampoco supiera qué hacer o como si lo supiera pero no quisiera hacerlo. Finalmente, puso la mano sobre su hombro:

– Drea… -empezó.

Drea se separó de él, incapaz de soportar siquiera un roce suyo accidental.

– No, no hagas eso -dijo toscamente.

Se secó la cara con la manga del albornoz.

– No quiero tu compasión.

Más lágrimas rodaron para ocupar el lugar de las que había enjugado.

– Sabía que no me amabas -susurró-, pero yo… yo pensaba que tenía una oportunidad, pensaba que algún día lo harías. Supongo que ahora lo tengo más claro, ¿no?

Sus labios y su barbilla temblaron mientras clavaba la vista en el infinito, aunque la mayor parte de la vista estaba bloqueada por la pared. No se atrevía a mirarlo directamente, temerosa de que descubriera en sus ojos el tremendo odio que sentía por él. Gracias a Dios, esas condenadas y estúpidas lágrimas no paraban, aunque tuviera que hacer creer a Rafael que estaba llorando por él, en vez de por…

No. No estaba llorando por ese puto asesino. No quería saber por qué lloraba, pero definitivamente no era por él. Quizá se había vuelto loca, o algo así. Pero, loca o no, lo haría por todo lo que se merecía. Se estaba aprovechando del ego de Rafael, aprovechándose de que se sentiría tan halagado porque al final ella se hubiera enamorado de él, que sería capaz de creerse toda la mierda que ella le estaba soltando.

Se puso en cuclillas a su lado y sus oscuros ojos buscaron su cara. Drea continuó mirando al frente y se secó la cara una vez más. Tal vez no podía hacer nada más con lo que había sucedido hoy, pero tenía la maldita certeza de que haría algo con Rafael Salinas, o moriría en el intento.

– ¿Te hizo daño? -preguntó finalmente Rafael, en voz baja, con tono apagado y con un deje diferente al que le había oído utilizar hasta ahora.

No se paró a pensar, simplemente se dejó llevar por su instinto:

– Ni me tocó. Yo me enfadé y él se fue. Dijo que no merecía la pena tomarse la molestia, así que se marchó.

Sonrió fugazmente con amargura.

– Supongo que todavía le debes los cien mil dólares. Lo siento.

Rafael era latino; saber que el asesino había practicado el sexo con ella haría que él perdiese todo su interés en ella, quizá hasta tal punto que ni siquiera intentaría seguir con ella. No estaba lista para marcharse, todavía no, así que dejaría que pensara que no había pasado nada.

– ¿Ni te tocó? -Ahora el tono de Rafael revelaba pura sorpresa.

– Ahora ya sois dos, ¿no? Él tampoco me quiso.

Ella no quería decir eso, el tono de rencor era demasiado agudo y violento, pero las palabras brotaron de ella. Lamentó haber dejado entrever hasta ese punto sus verdaderos sentimientos, aunque el sentimiento era auténtico y eso aportaría mayor realismo.

Una vez era suficiente.

Bueno, aunque él bajase al infierno y volviese, una vez era más que suficiente para ella. Ahora sabía lo que había estado haciendo: jugando a algún tipo de juego con Rafael, uno tan sutil que Rafael no tenía ni puta idea de que se suponía que él también estaba en el campo. Era un juego de supremacía sexual y el asesino había ganado, dándole tal sobredosis de placer que se había vuelto loca y había acabado pidiéndole que la llevara con él. Había caído de cabeza en la estupidez, y ni había recuperado el raciocinio ni había sido capaz de detener ese estúpido llanto.

La angustia la invadió de nuevo, con energías renovadas y poderosa, y enterró la cara contra sus rodillas dobladas mientras lloraba.

Rafael se inclinó a su lado, como si no pudiera decidir qué hacer. Nada en su relación lo había preparado para esto; Drea siempre había sido complaciente, sonriente, superficial y ornamental. Nunca la había visto enfadada, ni siquiera molesta. Sería capaz de apostar que él pensaba que a ella no le interesaba nada más que ir de compras, a la peluquería y a hacerse la manicura, aunque ella había hecho un gran esfuerzo para hacerle creer eso.

Finalmente, dijo:

– Voy a traerte un vaso de agua. -Y desapareció dentro.

¡Agua!, como si un vaso de agua fuera a tranquilizarla. Estaba disgustada, no sedienta. Aun así el gesto quería decir algo, porque Rafael nunca llevaba nada a nadie; siempre era al revés, el resto le servía a él.

Había ido a buscar algo más que un vaso de agua, ella sabía que estaba buscando en el ático algún indicio de que le había mentido. Mentalmente, recorrió todo lo que había hecho, preguntándose si se había olvidado de algo.

Volvió al balcón y se agachó de nuevo a su lado.

– Toma -dijo-. Bebe un poco de agua.

Las lágrimas habían remitido lo suficiente para hacerle pensar que podía hablar, así que Drea levantó la cabeza y se secó la cara antes de coger el vaso y beber un trago a la fuerza.

– Iba a hacer las maletas -dijo con tristeza, con la garganta tan cerrada que fue apenas inteligible-. Pero no tengo nin… ningún sitio adonde ir. Empezaré a buscar un lugar, si me dejas que… quedarme un par de días.