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– Yo no comparto -dijo Rafael, y una sombra de irritación subrayó la tranquilidad de su tono. El jefe nunca compartía a su mujer; si lo hacía, perdía una ventaja importante en la autoridad que ejercía sobre sus hombres. Seguramente el asesino lo sabía. Pero estaban solos en el ático, sin testigos de lo que Rafael hiciera o dejara de hacer, tal vez por eso había pensado que podría obtener lo que quería.

El asesino volvió a quedarse callado, simplemente mirando y, aunque no se movió, había de repente algo letal cociéndose en la atmósfera entre ellos. Hecha un ovillo contra Rafael como estaba, Drea sintió su casi imperceptible movimiento como si él también se hubiera dado cuenta del cambio.

– Vamos -dijo Rafael con tono convincente. Pero Drea lo conocía bien; se dio cuenta de la desazón que tanto estaba intentando disimular y, como era algo que ella no estaba acostumbrada a ver en él, estuvo a punto de lanzarle una mirada punzante, antes de inclinarse sobre sí misma y ponerse a analizar una de sus uñas como si tuviera una astilla incrustada en el esmalte-. Es mucho dinero para tirarlo a la basura por una nimiedad. El sexo es barato, se puede comprar mucho con cien mil dólares.

El asesino esperó, callado como una tumba. Había hecho su petición, y lo único que tenía que decidirse todavía era si Rafael se la concedería o se la denegaría. Sin decir una palabra, dejó claro que no aceptaría el dinero que le habían ofrecido; en lugar de ello se iría y, como mucho, Rafael no podría solicitar nunca más los servicios del asesino cuando los necesitara. En el peor de los casos… Drea no quería pensar sobre cuál podría ser el peor de los casos. Con un hombre como ése, todo era posible.

De repente, Rafael miró a Drea con su oscura mirada fría y calculadora. Ella tomó aire, alarmada por la repentina frialdad, por la valoración. ¿Estaba realmente considerando la idea, sopesando las consecuencias de continuar negándose?

– Por otra parte -musitó-, quizá me haya convencido a mí mismo. El sexo es barato, y yo también puedo tener mucho por cien mil dólares. -Retiró el brazo que rodeaba los hombros de Drea y se puso en pie, alisándose los pantalones con un estudiado movimiento que hizo que el dobladillo cayese sobre sus zapatos exactamente en el lugar correcto-. Has dicho una vez. Tengo negocios en la ciudad que me mantendrán ocupado durante unas cinco horas, lo que es más que suficiente.

Hizo una pausa y añadió a la ligera:

– No le hagas daño.

Sin ni siquiera volver a mirarla, cruzó la sala de estar dirigiéndose hacia la puerta.

– ¿Qué? -gritó Drea irguiéndose, incapaz de pensar con claridad. ¿Qué estaba diciendo? ¿Qué estaba haciendo? ¿Era una broma, no? ¿No?

Drea clavó su mirada desesperada e incrédula en la espalda de Rafael mientras él caminaba hacia la puerta. No quería decir eso. No podía haber querido decir eso. En algún momento se daría la vuelta y se reiría, disfrutando de su broma a costa del asesino, sin importarle haberla puesto a ella al borde del infarto. No le importaba que le hubiera dado un susto de muerte, no le diría ni una palabra sobre ello si él se detuviese, si dijera: «¿De verdad creías que estaba hablando en serio?».

No era posible que la hubiera entregado al asesino, no era posible…

Rafael llegó hasta la puerta, la abrió… y se fue.

Casi sin aliento, con los pulmones oprimidos por la incipiente oleada de pánico que amenazaba con ahogarla, Drea se quedó con la mirada fija en la puerta sin ver nada. Ahora él la abriría y se reiría. En cualquier momento, Rafael volvería a entrar.

No miró al asesino, no se movió, no pestañeó, se había quedado helada. Su propio pulso rugía en sus oídos, los latidos de su corazón eran como truenos. La enormidad de lo que Rafael acababa de hacer era tan insoportable que no era capaz de asimilarlo. Su cuerpo y la mayor parte de su cerebro se habían quedado paralizados, pero una parte de su mente todavía funcionaba, todavía alcanzaba a comprender que Rafael la había arrojado a las garras del león y que, a continuación, se había ido sin dudar y sin volver la vista atrás ni por un momento.

El asesino entró en su campo de visión, se acercó en silencio a la puerta y la cerró con todos los cerrojos, los pestillos e incluso deslizó la cadena de seguridad en su ranura. Nadie sería capaz de entrar, ni siquiera con una llave, sin que él se diera cuenta.

Su cuerpo volvió a la vida y ella echó a correr, haciendo repiquetear sus tacones por las baldosas de mármol. Su cuerpo tenía voluntad propia, movido por la desesperación, sin ningún tipo de pensamiento o plan. Se lanzó hacia la entrada, luego la razón la hizo detenerse súbitamente mientras su cerebro se sincronizaba con su cuerpo. Al final del pasillo estaban los dormitorios, y ése era el último lugar al que ella quería ir.

Miró a su alrededor con desesperación. La cocina… había cuchillos, un mazo para la carne, tal vez podría defenderse…

¿Contra él? Cualquier esfuerzo que ella hiciera a él le parecería ridículo, o peor aún, haría que se enfadara, quizá hasta el punto de matarla. En cuestión de minutos, su objetivo había cambiado de la evasión a la simple supervivencia. No quería morir. No importaba lo brutalmente que la tratara, no importaba lo que le hiciera, ella no quería morir.

No había ningún lugar seguro, ningún refugio donde pudiera esconderse. Incluso siendo consciente de ello, asumiéndolo, no podía quedarse ahí parada; no había ningún lugar adonde ir, no había forma de detenerlo, salió al balcón desde el que se veía toda la ciudad desde lo alto. Llegó hasta el muro, pero no podía continuar más allá a menos que intentase volar, y su instinto de supervivencia era demasiado fuerte para permitírselo. Mientras estuviera viva, intentaría seguir así.

A ciegas, alcanzó y se agarró a la barandilla de hierro situada sobre el muro, con los dedos apretados alrededor del metal y la mirada perdida. Central Park se extendía a sus pies, un frío oasis verde en el medio de la inmensa jungla de acero y cemento que era Manhattan. Los pájaros planeaban allá abajo y las gruesas nubes sobre su cabeza se deslizaban perezosamente por el azul puro del cielo. El cálido sol tocó su rostro, sus brazos y hombros desnudos, mientras una brisa se filtraba entre sus rizos. Se sentía desconectada de todo ello, como si nada fuera real, ni siquiera el calor del sol en sus mejillas.

Sintió cómo él se acercaba, cómo se detenía detrás de ella cuando ya estaba cerca. No lo había oído, no se escuchaba otro sonido que el susurro de la respiración y el apenas perceptible ruido de la ciudad allá abajo; sin embargo sabía que él estaba ahí. Todos y cada uno de los nervios de su piel se pusieron en tensión, diciéndole que la muerte estaba a punto de llegar y tocarla.

Él posó su mano en la desnuda curva de su hombro.

El pánico le estalló en el cráneo, fuegos artificiales mentales que impedían el pensamiento y la acción. No reaccionó; no podía. Se quedó allí de pie, temblando violentamente, porque no era capaz de hacer nada más, ni nada menos.

Lentamente, como si saboreara la textura de su piel, recorrió todo su brazo. Su mano era fuerte y cálida, las yemas de sus dedos y la palma de sus manos estaban ásperas por las callosidades, pero su tacto era suave, incluso… ¿dulce? Ella esperaba brutalidad, estaba preparada para ello, estaba tan centrada en la simple supervivencia que no podía asimilar la realidad de la caricia. Sus sentidos se tambalearon como si él la hubiera golpeado.

Su mano, deslizándose, alcanzó sus dedos, que todavía estaban fuertemente agarrados alrededor de la barandilla, y los rozó ligeramente antes de cambiar de dirección y continuar acariciando su brazo hacia arriba tan lentamente como había bajado. Cuando llegó al hombro no se detuvo, sino que continuó hacia su cuello, separando la mata de cabello rizado hacia a un lado y deslizando sus dedos por su garganta, por la curva de su mandíbula, siguiendo las esbeltas líneas de sus músculos y tendones y provocándole escalofríos que recorrían todo su cuerpo. A continuación, trasladó su atención hacia el ancho tirante de su blusa de seda y empezó a jugar con él, deslizando sus dedos por debajo, haciendo resbalar la tira de tela hacia abajo. Si antes no se había dado cuenta de que no llevaba sujetador, ahora ya lo sabía.