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Hizo la llamada desde su teléfono móvil desechable. Cuando la voz con acento de Brooklyn contestó con un seco «sí», él respondió: «necesito un favor».

No se identificó; no era necesario. Tras una larga pausa, la voz dijo «Simon».

«Sí», respondió.

Otra pausa, y luego: «¿qué necesitas?».

No intentó escaquearse ni eludirse. Tampoco esperaba que lo hiciese.

– Necesito tener acceso a las cámaras de vigilancia callejera.

– ¿En directo?

– No, a las grabaciones de hace cuatro días. Conozco el punto de partida. A partir de ahí…

Un encogimiento de hombros invisible se hizo patente en su tono de voz. A partir de ahí la búsqueda podría ir en cualquier dirección, aunque cuando investigara un poco a Drea tendría una idea más clara de lo que era posible que hiciera.

– ¿Cuándo lo necesitas?

– Esta noche.

– Tendrás que venir a mi casa. ¿A qué hora te viene bien?

Podía ser considerado. De hecho, hizo un esfuerzo para ser considerado; no le costaba nada, y un poco de buena voluntad podía marcar la diferencia algún día entre vivir o morir, escaparse o ser capturado.

– Sobre las nueve. Para entonces los niños ya estarán en la cama.

– Allí estaré. -Colgó, se volvió hacia el ordenador y se puso manos a la obra.

Averiguar que el nombre real de Drea era Andrea Butts no le llevó nada. No le sorprendió que su apellido no fuera Rousseau, aunque el «Butts» era un poco inesperado. Se habría sorprendido si su nombre real hubiera sido Rousseau. Una vez obtenido su nombre real, se metió en los archivos de tráfico para conseguir los datos de su carné de conducir. Conseguir su número de la seguridad social era un poco más complicado, pero en una hora se había hecho con él; después de eso, su vida era un libro abierto.

Tenía treinta años, había nacido en Nebraska, nunca había estado casada y no tenía hijos. Su padre había muerto hacía dos años y su madre… su madre había vuelto al pueblo natal de Drea, así que ya tenía algo que comprobar, aunque él pensaba que Drea probablemente fuese demasiado lista como para volver allí. Aunque se desenvolvería bien en la zona y cabía la posibilidad de que se pusiera en contacto con su madre. Había un hermano, Jimmy Ray Butts, en Texas, que actualmente estaba cumpliendo el tercer año de una sentencia de cinco por robo, así que ella no podría acudir a él para nada.

Eso era todo en relación con su familia directa; profundizando en la investigación podría encontrar tías y tíos, primos, tal vez algún amigo del colegio. Pero Drea se le antojaba como una solitaria que no confiaba en nadie salvo en sí misma, que no dependía de nadie excepto de sí misma.

Él entendía esa filosofía. En cuestión de filosofías, ésa era la que tenía menos probabilidades de acabar en decepción.

Exactamente a las nueve de la noche tocó el timbre y, al cabo de unos segundos, la voz con acento de Brooklyn dijo «sí» de la misma manera que había respondido al teléfono.

El asesino dijo «Simon», y la puerta sonó para abrirse. El apartamento estaba en el sexto piso. Aun así, él subió por las escaleras en lugar de coger el ascensor.

La puerta del apartamento se abrió mientras él se acercaba y un hombre inusualmente delgado y mestizo de aproximadamente la misma edad que él le hizo un gesto invitándolo a entrar.

– ¿Un café? -preguntó, a modo de saludo e invitación.

El nombre real de Scottie Cansen era Shamar, pero casi toda la vida le habían llamado Scottie porque los niños del colegio habían empezado a llamarle «Shamu» y a partir de entonces no volvió a responder al nombre de Shamar.

– No, estoy bien, gracias.

– Por aquí.

Mientras Scottie lo conducía a una pequeña habitación, su mujer apareció en la puerta de la cocina y dijo «no empecéis algo que os vaya a llevar horas porque yo me voy a la cama a las once».

Simon se giró y le guiñó un ojo como diciendo «por mí perfecto». En su rostro cansado se dibujó una sonrisa.

– Ni se te ocurra tratar de engatusarme. Soy inmune. Pregúntale a Scottie.

– Tal vez sólo seas inmune a sus engatusamientos.

Ella resopló y volvió a la cocina.

– Cierra la puerta si necesitas intimidad -dijo Scottie mientras giraba una desvencijada silla de oficina, parcheada con cinta americana, y dejando caer su flaco trasero en ella.

– No se trata de ningún secreto de estado -dijo Simon, y la coletilla implícita «esta vez» resonó en la habitación.

Scottie flexionó sus largos dedos como un concertista de piano a punto de interpretar una difícil obra. Empezó a teclear comandos tan rápidamente que sus manos eran una imagen borrosa. Empezó a rebobinar las imágenes. De vez en cuando se detenía para mirar alguna, hablando entre dientes de la manera que todos los técnicos informáticos parecían hacer, para luego continuar. Pasados unos minutos dijo: «Vale, estamos dentro. ¿Cuál es el punto de partida?».

Simon le dio la dirección del edificio y la fecha, y sentó su trasero a los pies de la cama, inclinándose hacia delante para poder ver. La habitación era lo suficientemente pequeña para que estuvieran casi hombro con hombro.

A menos que estuvieras viendo escenas de sexo o violencia, no había nada más aburrido que la grabación de una cámara de seguridad. Le dijo a Scottie que estaba buscando a una mujer rubia de pelo largo y rizado y eso sirvió de ayuda, porque así pudo pasar a cámara rápida todas las idas y venidas de las personas que no tenían rizos rubios largos. Finalmente Simon la señaló y dijo «ahí», y Scottie paró inmediatamente antes de rebobinar un poco la cinta.

Vio a Drea salir del edificio con una bolsa grande y abultada -se jugaría el cuello a que llevaba dentro otra ropa para cambiarse-, vio cómo tropezaba mientras se introducía en un Town Car negro. Scottie introducía los comandos cuidadosamente, saltando de una cámara a otra, siguiendo el coche hasta que éste aparcó en doble fila delante de la biblioteca. Drea salió, cojeando ligeramente, y el coche se fue.

Simon se acercó más a la pantalla, observando atentamente la salida. Ahí era donde debía de haberse cambiado. Había varias cosas que podía hacer con esa mata de pelo, aunque también necesitaría deshacerse de su llamativa chaqueta. ¿Qué podría hacer para mezclarse con el resto de los neoyorquinos? Vestirse de negro, eso era. Y se recogería el pelo, tal vez lo ocultase metiéndolo bajo la espalda de su camisa, o llevaría algo con capucha. Una capucha sería un poco inusual, dado el calor que hacía, pero la gente hacía cosas raras continuamente.

Intentó localizar su silueta, su bolsa, a alguien vestido de negro -que era casi todo el mundo-, a alguna mujer con el pelo cubierto o retirado hacia atrás.

Estaba satisfecho de lo rápidamente que había dado con ella.

– Ahí está -dijo.

Scottie detuvo la cinta.

– ¿Seguro?

– Seguro.

Conocía cada línea de ese cuerpo; se había pasado cuatro horas besando y acariciando cada centímetro cuadrado de él. Era ella, sin duda alguna. No había perdido el tiempo; en diez minutos ya estaba fuera, tal vez incluso antes de que su chófer hubiera encontrado un lugar para aparcar en los alrededores. Tenía el pelo más oscuro, tal vez se lo hubiera mojado, y se lo había retirado hacia atrás, iba vestida de negro de pies a cabeza, y caminaba sin ningún rastro de cojera, dando grandes zancadas sin un ápice de balanceo o sacudida.

Buena chica, pensó con aprobación. Audaz, decidida, prestando atención a los detalles; bien hecho, Drea.

No se lo puso fácil a Scottie. Caminó unas cuantas manzanas, cogió un taxi, y después salió del taxi y caminó algunas manzanas más antes de coger otro. Zigzagueó a través de la ciudad, pero finalmente entró en el túnel Holland y las cámaras la perdieron. Aún así, el hecho de que hubiera ido por el túnel Holland en lugar de por el Lincoln ya le aportaba mucha información.